Árbol de fuego
Un día sin políticos
En lugar de amarguras se destacaría todo lo positivo. Algo así como: celebremos un día sin proselitismo, sin discusiones y en el que ningún político –ninguno– estuviera invitado a opinar.
Un día sin políticos sería un día festivo. En lugar de amarguras se destacaría todo lo positivo. Algo así como: celebremos un día sin proselitismo, sin discusiones y en el que ningún político –ninguno– estuviera invitado a opinar. Se podría mercadear como un día sin falsedades. Pelear o defender a un político en este día sería tan mal visto como insultar a la madre en el día de la madre. Sería un día, tan solo 24 horas, para platicar de otra cosa: del azul del cielo, de la existencia de los pumas en las montañas de Morazán o del aroma del café en los desayunos de los domingos.
En los programas de televisión no se invitarían a analistas ni funcionarios de gobierno, sino que –todo lo contrario– a niñas y niños para que nos contaran de sus sueños y anhelos. Qué quieren que sea El Salvador y de qué escribirían un libro ilustrado si tuvieran la oportunidad. Simplemente que digan sus videos favoritos en YouTube. Un día para escuchar más que para opinar. En un día sin politiquería, no se le preguntaría su “ideología” a nadie. Tampoco hubiera bandos y mucho menos cambios de partido ni tránsfugas. De hecho, fuera un día para destacar la lealtad y evitar las promesas vacías.
En un día sin políticos sería mal visto que los políticos o cualquier funcionario de Gobierno usara sus redes sociales. Se haría un silencio oficial de su parte. Tampoco pasarían spots de su gestión en la televisión ni cuñas de radio. Muchos verían películas clásicas u organizarían caminatas a los cerros cercanos a su casa, que siempre ven, pero que no tienen tiempo para ir. Nadie competiría con otro. Habría un ejército de ciclistas en las calles de las ciudades y en los callejones polvosos de nuestros cantones y caseríos. Nadie pudiera comprar voluntades ni inventarse excusas absurdas por lo que dejó de hacer.
Un día sin políticos nunca funcionaría, porque después la gente pediría todo un mes. Algo así como un mes conmemorativo sin políticos. En esas semanas se organizarían concursos de arte y de ambiciosos proyectos para desarrollar en salud, educación, tecnología. Serían planes excelentes porque no buscarían beneficiar a un proveedor específico o a un determinado partido político ni un grupo familiar. Se escucharía a los académicos, diversas voces antes opacadas y se estudiaría la historia, desde distintas ópticas, para saber en qué nos hemos equivocado. La gente del campo iría a la ciudad y los de la ciudad al campo.
Después hubiera descontento porque ya no alcanzaría un mes. La gente pediría cuarentena eterna para los partidos políticos como los conocemos. Todo se rompería, porque las personas comenzarían a cuestionar aspectos más profundos del sistema en que vivimos. ¿Por qué hay tantas personas que sufren para llegar a fin de mes? ¿Cuál es la clave para romper la desigualdad? A más de alguno se le ocurriría fundar otros partidos y, por supuesto, que surgirían liderazgos mesiánicos, pero pocos los escucharían, porque antes se estudió la historia y se sabe que eso no lleva a nada bueno.
“El bienestar de un país no debe ser un concurso de popularidad”, titularía algún medio de comunicación que también se vería obligado a cambiar. Apareciera alguien, no se, cualquiera, que diría que una clave para sacar al país adelante es dejarnos de pelear. Discutir no tiene que ser igual que atacar al otro. Que se pueden tener diferencias e igual seguir respetando a los demás. Diría que las generaciones van pasando y nosotros no pasamos de lo mismo por peleas estériles. Diría que la vida es demasiado corta, más aún, si somos incapaces de llegar a acuerdos por el bien de la mayoría.