Árbol de Fuego

Don Carlos

Esa última noche en la que estuve ahí fue mi turno de hablar después de escuchar tantas de sus historias. Le dije que en este país se necesitan más padres como él, hombres responsables que amen tanto y cuiden a sus hijos y se preocupen.

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Periodista y comunicador institucional

Siempre pensé que Carlos Durán era como un visitante en su propia ciudad. Vivía en otro San Salvador, uno que se forjaba en sus recuerdos y que era habitado por otras personas. Uno más ordenado y provincial en donde la avenida Independencia aún conservaba su esplendor, y era el lugar de residencia de familias con riqueza.

Cuando en enero lo visité en el hospital Médico Quirúrgico, me lo dijo con vehemencia: bajo los efectos de la anestesia se había soñado entrando en la pensión Primavera, un exclusivo lugar donde se hospedaban algunos de los viajeros más adinerados que visitaban esta ciudad. De adolescente nunca vio más allá del zaguán, pero tantísimos años después, adormitado en la camilla de un hospital, por fin, iba a poder caminar por aquellos jardines sevillanos, de los que solo había oído hablar. Pero los efectos del medicamento pasaron antes y todo el sueño se frustró. La pensión Primavera quedó grabada en su mente por los siguientes días.

Ya no se recuperaría por completo y desde entonces lo vería postrado en una cama. Le dieron el alta y volvió a casa. Era una jugarreta horrible verlo inactivo. A pesar de haber nacido en 1927, siempre fue un hombre enérgico. Se levantaba temprano todas las mañanas, bajaba desde la tercera planta de un edificio para revisar el motor del carro en el que una de sus hijas salía a trabajar. La mecánica era un oficio que conocía bien desde su época como conductor de autobuses en los cincuenta y sesenta. Su perfil fue el de un salvadoreño promedio. Nació en Armenia, Sonsonate, pero su niñez fue errante y su familia iba adonde había cortas de café. Pasó por Los Naranjos y el volcán de Santa Ana. Su papá abandonó a su familia por la bebida y se quedó viviendo con una hermana en Santa Tecla. Cuando tuvo edad, laboró como camionero en una empresa distribuidora de productos y así conoció el oriente del país. Después, trabajó por años como el hombre de confianza de una poderosa familia cafetalera. Con la guerra civil, ellos huyeron a Miami, pero Carlos se quedó encargado de la producción en las fincas. Cuando la guerrilla se tomó la plantación, él fue el mediador entre los combatientes y sus patrones. Acorralado por el conflicto como tantos salvadoreños en el campo.

Contar esos contrastes de la sociedad salvadoreña le indignaba y apasionaba. Desde los viajes en avioneta junto a su jefe para ir de cacería a Belice o la bahía de Jiquilisco, hasta comer tortilla con tomatada con los cortadores de café. Lúcido hasta el final, lo peor fue verlo perder la voz y saber que sus historias quedarían en su memoria. Como una noche profunda, platicando en la ribera del lago de Ilopango, en la que me habló sobre las oportunidades desperdiciadas. Y que a los hombres los definían sus acciones. Siempre fue humilde, sin apego a las cosas materiales. En una de sus últimas mudanzas, regaló los muebles de su sala a una vecina. Pero siempre atesoró un viejo portafolio de cuero donde solamente guardaba un par de documentos y las fotos de sus hijos. La foto de Keli en su fiesta de 15 años. Siempre dio todo por ellos. Hizo turnos extra conduciendo un bus, trabajaba hasta el anochecer en las fincas o se desvivía cuidando a sus nietos. Cometió errores, pero amó a sus hijos con locura. Nació humilde y murió siendo humilde cerca de cumplir los 90 años de edad.

Uno de sus últimos deseos era simplemente escuchar el canto de las chicharras. Ya no podía ir al parque ni a ningún área con árboles. Así que Betty de los Ángeles atrapó una en la calle y se la llevó para que le cantara en su cuarto. Esa última noche en la que estuve ahí, fue mi turno de hablar después de escuchar tantas de sus historias. Le dije que en este país se necesitan más padres como él, hombres responsables que amen tanto y cuiden a sus hijos y se preocupen. Le conté que afuera todos los árboles de Maquilishuat en la cuadra estaban floreando. Eran más de 10 árboles completamente rosa. Él, desde la cama, frágil, me contestó con su voz apagada: “Es la primavera”.

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