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Días de furia

Hace casi 7 años llegué a Chile. En cuanto llegué a este angosto país, me di cuenta de que había sido una buena decisión. Era ordenado, limpio, las cosas funcionaban.

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Comunicadora salvadoreña radicada en Santiago de Chile

Nunca, ni siquiera en El Salvador, había sido testigo de una revolución social tan masiva, profunda e histórica como la que actualmente vive Chile.

La primera etapa fue excesivamente violenta. Puedo tratar, pero sé que no lograría describir el impacto que me causó ver en directo, por la televisión, la forma en que hordas de personas enfurecidas destruían todo a su paso: semáforos, bancas, barandas, señales de alto, cualquier cosa que significara dañar el espacio público. Lo más impactante, en definitiva, fue ser testigo de cómo varias estaciones de metro se incendiaban, literalmente.

¡Ah! Y cómo dejar de lado los saqueos. Los supermercados fueron el blanco favorito. Algunos salían lavadora al hombro del establecimiento, mientras que los más organizados llegaban en carro y se podían llevar más cosas: televisores, computadores, colchones…

Ni los periodistas daban crédito a lo que veían. «¡Es indescriptible!», decían, mientras en otra parte de la ciudad se reportaba otro incendio, esta vez en el edificio administrativo de la compañía de electricidad ENEL. Al mismo tiempo, una estación de metro más se incendiaba, y, desde otro extremo de Santiago, se reportaban más saqueos. La ciudad estaba ardiendo, la policía estaba superada, el Presidente no aparecía por ningún lado, los alcaldes pedían al ejército y, al unísono, como música de fondo, se escuchaban cientos de cacerolas golpeadas por los ciudadanos furiosos.

¿Por qué?

Una semana antes, el gobierno había anunciado un nuevo aumento al pasaje de metro que sería aplicado durante la hora más transitada. Ofrecía, además, condiciones de ahorro bastante ridículas si es que uno prefería despertarse más temprano y salir más tarde del trabajo para evitar el alza. Casi una burla.

Este aumento fue la gota que rebalsó el vaso de una ciudadanía que había estado reclamando -de manera más pacífica- inconformidades profundas sobre el sistema de pensiones, abusos en los cobros de la electricidad, el costo de las autopistas y, en general, el costo de la vida.

A solo minutos de haber iniciado el sábado 19 de octubre y superado por la situación violenta y destructiva, el Presidente Piñera declaró estado de emergencia, sacando al ejército a las calles. Muy contrario a lo que se podría pensar, esto generó incluso más molestia en un país donde el período de la dictadura militar es aun reciente.

Los días siguientes han sido un debate permanente entre formas de manifestación pacíficas y violentistas: unos marchan con cacerolas y pancartas; otros hacen barricadas y saquean lo que esté a su paso. La solicitud, que hasta hace poco no estaba tan clara: una reforma constitucional. ¿Para qué? Para garantizar una sociedad más equitativa.

Hace casi 7 años llegué a Chile. En cuanto llegué a este angosto país, me di cuenta de que había sido una buena decisión. Era ordenado, limpio, las cosas funcionaban, el transporte público era seguro, se podía caminar. También me di cuenta de que era bastante caro, pero supuse que ese era el costo de vivir en un lugar como era Santiago en aquel momento.

Chile ha dejado de ser el lugar que conocí. El 18 de octubre marcó el fin de una era. Mientras tanto, yo seguiré envuelta en una contradicción permanente entre lo que pienso y siento sobre este levantamiento. ¿Están los chilenos a punto de abandonar un modelo que ha sido exitoso en Latinoamérica?

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