Ana Betancourt, la feminista cubana que se adelantó un siglo a su época

Ana María de la Soledad Betancourt Agramonte exigió derechos para las mujeres 100 años antes de que en la Constitución se prohibiera la discriminación por género. La historia la borró, pero ahora hay esfuerzos por recuperar su gesta.

Fotografías de Agencias
Ana Betancourt
Ana Betancourt

¡Llegó el momento de libertar a la mujer!», fue el reclamo con el que hace 150 años la cubana Ana Betancourt se adelantó a su tiempo y a otros íconos feministas, cuando abogó por los derechos de su sexo ante el grupo de hombres que redactó la primera Constitución de la isla.

El asombro de los padres de la independencia cubana fue tal que, según historiadores, Carlos Manuel de Céspedes, el primer presidente de la República de Cuba en Armas contra España, aseguró entonces que «en Cuba el historiador del futuro tendría que decir que una mujer se adelantó un siglo a su época».

Sin embargo, poco se habla en los libros de texto sobre Betancourt (1833-1901), pese a su indudable relevancia en los orígenes del movimiento feminista cubano.

Ahora, 150 años después de la Constitución de Guáimaro, firmada el 10 de abril de 1869 en esa localidad de Camagüey (centro-este), el nombre de esta cubana vuelve a resonar entre los protagonistas de esos días históricos.

Su actitud, rara en una época en la que el rol de la mujer se reducía a ser madre y esposa, puede explicarse por el ambiente en el que nació: en el centro de una estrecha comunidad de familias criollas, ricas, cultas y muy influidas por el pensamiento revolucionario europeo de mitad del siglo XIX.

“Úneme a tu destino, empléame en algo, pues, como tú, deseo consagrarle mi vida a mi patria”, se despide Ana de su esposo, que marchó a unirse al ejército mambí. En su casona, Ana guarda armas, hospeda emisarios, escribe proclamas, recopila información y ayuda a las familias de los soldados, hasta que se reúne con su marido para evitar la prisión.

Ana María de la Soledad Betancourt Agramonte creció emparentada con patriotas por sus dos ramas familiares. Uno de sus parientes, Ignacio Agramonte, es uno de los próceres independentistas cubanos más relevantes.

Dentro de la alta sociedad de la villa de Santa María del Puerto del Príncipe, capital de la rica provincia ganadera del Camagüey, Ana llegó a ser admirada por sus «ojos negros y expresivos», su «fuerte espíritu» y «voz inalterable, de timbre dulce y severo».

«Es Anita una de las mujeres más elegantes y cultas», escribió de ella otro de sus familiares ilustres, Salvador Cisneros Betancourt, primer líder de la Cámara de Representantes insurrecta y dos veces presidente de la República de Cuba en Armas.

Con 21 años se emparentó por matrimonio con otra familia de independentistas. Su esposo, el abogado Ignacio Mora de la Pera, se convirtió –según la propia Ana– en el «maestro y mejor amigo» que la inspiró a estudiar inglés, francés, historia y le recomendó libros que pocas esposas leían entonces.

Hija, prima y mujer de «sediciosos», su hogar se volvió centro de conspiración tras la entrada, en noviembre de 1868, del Camagüey en la Guerra de los Diez Años (1868-1878).

«Úneme a tu destino, empléame en algo, pues, como tú, deseo consagrarle mi vida a mi patria», se despide Ana de su esposo, que marchó a unirse al ejército mambí. En su casona, Ana guarda armas, hospeda emisarios, escribe proclamas, recopila información y ayuda a las familias de los soldados, hasta que se reúne con su marido para evitar la prisión.

La vida del matrimonio, acostumbrado a las comodidades, cambia radicalmente. Van de un campamento a otro hasta que llegan a Guáimaro en abril de 1869, poco antes de la histórica asamblea constituyente que redacta la primera Carta Magna cubana.

Los registros sobre la participación de Ana Betancourt y su alegato en defensa de la mujer se contradicen.

Algunos historiadores afirman que presentó una petición por escrito, animada por su esposo, en favor de la igualdad de derechos para las mujeres cuando quedara establecida la república, mientras que otros aseguran que ella misma se dirigió a los asambleístas.

En una carta, la propia Ana describió cómo, el 14 de abril de 1869, se dirigió a los insurrectos.

«Por la noche hablé en un mitin. Pocas palabras que se perdieron en el atronador ruido de los aplausos, creo que fueron poco más o menos las siguientes. Ciudadanos: la mujer en el rincón oscuro y tranquilo del hogar esperaba paciente y resignada esta hora hermosa, en que una revolución nueva rompe su yugo y le desata las alas», recordó.

Betancourt prosiguió. «Ciudadanos: aquí todo era esclavo; la cuna, el color, el sexo. Vosotros queréis destruir la esclavitud de la cuna peleando hasta morir. Habéis destruido la esclavitud del color emancipando al siervo. Llegó el momento de libertar a la mujer».

Sin embargo, pasarían todavía más de cien años para que por primera vez una Constitución cubana (1976) prohibiera la discriminación por motivos de sexo y garantizara la igualdad salarial y de oportunidades entre hombres y mujeres.

La vida extraordinaria de Ana Betancourt no termina en Guáimaro, el único registro sobre ella en los libros de texto de historia de Cuba.

Fue capturada por las fuerzas españolas en 1871 tras asegurar el escape de su esposo, ya con grados de coronel, y fue sometida a un simulacro de fusilamiento y al cautiverio por tres meses atada a una ceiba como carnada para capturar a su marido.

Enferma de reumatismo y tifus escapa y se embarca hacia el exilio, adonde le llegan en 1875 noticias del fusilamiento de Ignacio Mora, al que no volvió a ver.

Después de un largo peregrinaje por México, Estados Unidos y Jamaica, llega a España en 1889. En junio de ese año empieza a copiar el diario de su esposo, botín de guerra del general de brigada español Juan Ampudia.

A los 68 años muere en Madrid, el 7 de febrero de 1901. Sus restos fueron repatriados a Cuba en 1968, en el centenario de la Guerra de los Diez Años.

En lugar de ser enterrada en su natal Camagüey, Ana Betancourt reposa hoy en Guáimaro, en el lugar donde entró a la historia.

Desde 1982 su memoria se preserva en un mausoleo en la plaza de la pequeña ciudad, donde se ha vuelto tradición que las parejas de recién casados depositen su ramo de bodas en recuerdo a la épica historia de amor y al legado del ícono feminista cubano.

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