LA OTRA ESPERA

Todos los tripulantes conocían su estilo, y después de asentir sin palabras esperaron órdenes; pero lo único que recibieron fue un gesto indicativo de que podían volver a sus respectivas labores.

LA OTRA ESPERA

Como era su inveterada costumbre, prefería estar mucho antes de tiempo en vez de correr con la urgencia de los minutos contados. Y esto lo aplicaba muy en especial cuando se trataba de vuelos aéreos, porque sobre todo en algunos aeropuertos del arbitrariamente llamado primer mundo, donde la angustia disparada por el terrorismo alcanza límites estratosféricos. Era lo que le tocaba aquel día, en el vuelo de Nueva York hacia San Salvador sin estaciones. Estuvo en el JFK varias horas antes de la hora señalada para la salida, y fue a tomar un bocadillo en una de las cafeterías vecinas a la puerta de acceso al avión.

Estaba haciéndolo cuando se le acercó una joven de talante misterioso, que se sentó a su lado sin pedir permiso:

–Yo a usted lo conozco. ¿Es Ramiro, verdad?

–No, señorita. Creo que no nos conocemos. Lorenzo Ruiz, mucho gusto.

–¡Ah, Lorenzo! Ya decía yo. Si no es Ramiro es Lorenzo…

El la miró como si estuviera ante alguien peligrosamente despistado, y ella entonces se le acercó más para susurrarle:

–¿No te parece muy inspirador que nos hayamos encontrado en el momento preciso para conocernos de veras?

–¿Cómo?

–Yo ya sabía que eras huidizo, y eso es lo que más me atrae.

Y soltó una leve carcajada como si estuviera revelando un secreto con picardía.

–Perdón, señorita. No sé qué pretende. Aquí lo dejamos.

En ese justo instante anunciaron que los pasajeros podían empezar a embarcar. Los que iban en sillas de ruedas ya lo habían hecho, y ahora les tocaba a los de Clase Ejecutiva. Ellos dos se dirigieron hacia la puerta. Y al ingresar se dieron cuenta de que iban en la primera fila, en asientos vecinos.

–Ya ves. Todo está calculado –dijo ella, con ironía sonriente.

Él miró hacia otra parte sin responder. Y así se emprendió el vuelo, con una suavidad que semejaba el tránsito de una nube. Ambos se durmieron muy pronto después del despegue, y aunque ninguno de los dos podía saberlo, sus sueños o entresueños eran exactamente iguales. Iban por una explanada junto al mar a la vez inquieto y tranquilo, de seguro haciéndoles eco a sus respectivas emociones incipientes.

Las voces aletearon en el aire de la ensoñación:

–Tengo la impresión de que vamos hacia algún destino desconocido –dijo él, con tono de bienvenida.

–Ese destino desconocido es justamente el destino –aclaró ella, sin énfasis.

–Vamos caminando, aunque lo hagamos en vuelo –pareció descubrir él con cierta sorpresa infantil.

–Es que caminar y volar son lo mismo cuando estamos en ruta hacia el misterio que nos reúne.

–¿Será eso el amor? –preguntó él, como si estuviera revelando su propia esencia.

Reacción al mismo tiempo intrépida y nostálgica:

–¡Bingo!

–¿Y qué esperamos, entonces?

–¿Para qué?

–Para que el primer beso nos ilumine la ruta.

Y en ese instante despertaron al unísono, con la humedad entre los labios juntos. La otra espera había terminado.

FANTASÍA CON ECOS

Cuando miró a su alrededor, la aglomeración de casuchas casi a punto de derrumbarse le hizo exclamar:

–¡Lo sabía, lo sabía!

Y sin pensarlo ni un instante se fue del lugar por una de los portones semiderruidos que daban a la calle pedregosa y polvorienta lateral, que no era por la que había llegado.

La tarde estaba en su mejor momento, con una bandada de celajes moviéndose sobre las colinas y los cerros inmediatos. Sólo el volcán, erguido en su invariable actitud de almirante retirado, parecía observarlo todo sin inmutarse.

Caminó con rapidez, que tenía todas las características de la urgencia, tratando de incorporarse a la ruta que lo llevara hacia su casa. Pero el despiste parecía inmanejable, y de pronto se encontró frente a un predio baldío donde se amontonaba la chatarra. Se detuvo. Y un pálpito de inquietud le hizo retomar su andadura, pero ya con signos de ansiedad angustiosa.

Las cuadras siguientes le fueron mostrando características cada vez más notorias de una urbanización abandonada. Y allá, al fondo, las elevaciones del terreno hacían ver las depredaciones inmisericordes del cambio climático.

Él se detuvo, y exclamó de nuevo:

–¡Lo sabía, lo sabía!

Y en ese momento casi se tropezó con un pordiosero que estaba acurrucado en un rincón inmediato, y que sin que él lo advirtiera de antemano le dirigió una pregunta que parecía un eco:

–¿Qué es lo que sabía, amigo?

Él pareció haber escuchado una voz de otra dimensión, sin que eso le causara ninguna extrañeza. Se detuvo. Miró hacia abajo y luego hacia arriba, como si no hubiera nadie junto a él, y dio la respuesta que guardaba dentro de sí quizás desde hacía mucho tiempo:

–Sabía que este no era mi mundo.

–Ah, pues ya somos dos.

–¿Y entonces?

–Hay que animarse, y avanzar o retroceder, porque todos los caminos están abiertos…

–¿Quién es usted?

–¿Yo? Un desconocido. ¿Y usted?

–Otro desconocido.

–Gracias, de veras.

–Igual digo.

Y en ese preciso segundo ambos desaparecieron del lugar, como si una fuerza superior los envolviera sin alternativas. Si alguien más hubiera estado ahí presenciando la escena y escuchando el diálogo era de imaginar que habría pensado:

–La Providencia tiene sus elegidos anónimos…

PARÁBOLA DE LA URGENCIA

Estaban en los últimos trámites emocionales antes de arribar a la definición de su destino compartido, y sus respectivas familias ya se preparaban para emprender las tareas de la alianza formal. La familia de él definiría la iglesia del enlace y la familia de ella tomaría a su cargo el agasajo posterior.

Ellos, los próximos contrayentes, se dedicaban a ponerles atención a las piezas de la alianza amorosa, que hasta ese momento se movían como estaba previsto sin ponerse de acuerdo de antemano, y tal con naturalidad era muy prometedora. Por eso sonreían ilusionados cada vez que se encontraban, que era a cada instante.

Llegó el día, y todo se hallaba a punto. Ella en su casa y él en la suya estaban alistándose para la hora de la ceremonia. Y en un sorpresivo enlace de voces interiores se hablaban así:

–Estoy contando los minutos –decía él, abrochándose el esmoquin.

–A mí me sudan las manos sólo de imaginarlo…

–¿Las manos solamente?

–¡Niño, no bromees con algo tan serio!

–Es que me muero por comprobarlo.

–Bueno, para ser sincera, yo también…

–¡Jajá!

–¡Jajajá!

–Entonces, te voy a proponer algo en la máxima confianza: fuguémonos ahora mismo, para ganar tiempo.

–¿En serio? ¡Me has leído el pensamiento! ¡Pies y manos a la obra!

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Séptimo Sentido

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