La ciudad de la furia

La dignidad del presidente

Lo que nunca hizo Obama fue hacer de sí mismo el principio y fin de su presidencia. Tampoco hizo de la mentira sistemática, patológica, el hilo conductor de su narrativa política.

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Periodista

Barack Obama es, ante todo, un político muy efectivo. Lo volvió a demostrar el miércoles 19 de agosto, en el discurso que pronunció en la convención del partido demócrata que nominó a Joe Biden como candidato a arrebatar la presidencia de Estados Unidos a Donald Trump en las elecciones del 3 de noviembre. Esa efectividad de Obama no es una simple argucia; tiene sustento.

Haciendo un uso magistral de los escenarios obligados que ha impuesto la pandemia, Obama se paró frente a un mural que recoge las primeras líneas de la Constitución de los Estados Unidos. «Estoy en Filadelfia», empezó, y, ya ubicado en la ciudad en que nació la Unión Americana, utilizó los primeros minutos para volver a los preceptos básicos de la carta magna estadounidense, a sus aberraciones y a sus grandes virtudes:

«No era un documento perfecto; permitió la esclavitud y falló en garantizar a las mujeres, incluso a algunos hombres, la habilidad de participar en el proceso político, pero, insertada en este documento había una estrella que nos guiaría por generaciones: un sistema representativo, una democracia…»

Y siguió: «La única oficina que, por Constitución, elegimos todos, es la presidencia… Deberíamos esperar que el presidente sea el custodio de la democracia; que más allá de su ego, de su ambición o sus creencias políticas, el presidente preserve, proteja y defienda esta democracia».

Ya con esa entrada, Obama nos recordó que la política, un ejercicio que al final no es más que la administración del poder hecho por seres humanos imperfectos y ambiciosos, solo ha adquirido sentido revolucionario en la Historia -con mayúscula- cuando esos hombres y mujeres han sido capaces de sobreponerse a sus propias limitaciones y las impuestas por el poder que les rodea.

Enseguida, Obama hizo su particular arenga política. Donald Trump, dijo, no ha sido capaz de honrar los preceptos constitucionales. Y luego pidió el voto de los estadounidenses para Joseph Biden, su exvicepresidente.

Las palabras del presidente número 44 de los Estados Unidos, sin embargo, van más allá de la coyuntura electoral de Estados Unidos, y eso es posible porque Obama aún conserva algo muy escaso en el mapa político que le siguió en América y que le permite, incluso ahora, erigirse por encima de la cloaca en que su sucesor en la Casa Blanca y otros presidentes de la región han convertido el ejercicio político: A Barack Obama aún le queda dignidad.

El discurso de Obama en la convención demócrata fue, en sí mismo, diferente a las parrafadas y balbuceos a las que recurren líderes actuales como Donald Trump, Nayib Bukele, Jair Bolsonaro o el mismo AMLO. En las narrativas de estos últimos hay mucho de megalomanía, de interés particular, de «fake news» y, al final, de superficialidad.

Y, de nuevo, no fue la palabra lo que hizo del discurso de Obama algo relevante; fue la calidad política del expresidente.

Obama cometió muchos errores durante su administración. Para el caso de los latinos en Estados Unidos, por ejemplo, llevó al extremo el cálculo político de endurecer la expulsión de indocumentados para beneficiar a migrantes jóvenes; en el camino destruyó los sueños de muchas familias para beneficiar a otras. Y, a veces, fue demasiado cauteloso, incluso timorato, para llevar adelante sus políticas.

Lo que nunca hizo Obama fue hacer de sí mismo el principio y fin de su presidencia. Tampoco hizo de la mentira sistemática, patológica, el hilo conductor de su narrativa política. Y nunca acudió al músculo del Estado para intentar aniquilar a adversarios políticos. Obama fue, en ese sentido, un ejecutor impecable de la altura que se espera de un presidente.

Veo a mi alrededor y no me queda más que lamentar la pérdida de esa dignidad en los despachos presidenciales de Washington a San Salvador.

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