La ciudad de la furia

2018

Muy seguido vuelven a mi memoria las imágenes de los familiares que buscaban a sus parientes enterrados bajo el alud que cubrió la colonia Las Colinas, de Santa Tecla.

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Periodista

Llegó ese momento en que toca hacer repaso del año. Lo hago desde los apuntes que quedaron en mi libreta de reportero. Y empiezo por lo bueno, por una de las mejores historias que me ha tocado contar en los 22 años que llevo haciendo esto: la canonización de Monseñor Óscar Arnulfo Romero en Ciudad del Vaticano el 14 de octubre.

Desde que empecé a anotar cosas en mis libretas, mucho antes de estudiar periodismo en la UCA, la mayoría de mis páginas se llenaron de las historias terribles que suele parir nuestra parte del mundo. Había, en esas notas, percepciones sobre la guerra, imágenes del exilio en México y Nicaragua. También algún recuerdo sobre las celebraciones de 1992 en el centro de San Salvador, cuando se firmó la paz. Al final, menos esperanza y más ansiedad.

Con los años llegó la certeza de que contar El Salvador, sus muertos, sus corrupciones, a sus delincuentes de cuello blanco, sus pandillas, sus tragedias naturales, sería casi siempre un ejercicio desesperanzador. Pero también el tiempo me enseñó que aun desde el sino trágico de nuestra historia hay, en las historias que la forman, destellos de luz.

La cobertura de las tragedias que siguieron a la furia de la tierra en 2001, por ejemplo. Aquel enero vi la mayor cantidad de cadáveres juntos que he visto hasta ahora, en la morgue improvisada que Medicina Legal y la Fiscalía instalaron en un edificio público de Santa Tecla. Pero vi también algo que he visto decenas de veces en los rostros salvadoreños: el apego a la vida, la terquedad de sobrevivir a todos y a todo.

Muy seguido vuelven a mi memoria las imágenes de los familiares que buscaban a sus parientes enterrados bajo el alud que cubrió la colonia Las Colinas de Tecla, la tozudez, la negativa a cesar en el empeño de encontrar a los soterrados o, como atestigüe una sola vez la madrugada del 14 de enero de 2001, la de una mujer que, por vecinos, se enteró de que su hermana no estaba en casa cuando tembló, que estaba viva. El culmen de la esperanza dibujado en un gesto.

Pero fue hasta este año que cubrí un evento en el que la historia escribió en renglón recto, con buena letra.

En la Plaza de San Pedro, durante la soleada mañana del 14 de octubre, hice lo mismo que llevo haciendo tanto tiempo: escuchar a los protagonistas, los de a pie, los que dan voz y significado a las historias. Esta vez, con la canonización de Romero, lo que quedó en mi libreta fue el reflejo de una sensación más profunda, más íntima y a la vez más universal que he intentado explicarme varias veces escribiendo que el sacerdote de Ciudad Barrios y lo que su historia de vida despierta en sus fieles es la complicidad que surge del bien.

Es la historia salvadoreña más importante que cubrí hasta ahora.

Posdata: Hubo otras cosas este año que es necesario, por registro, apuntar. Importante fue la cancelación del TPS en Estados Unidos y la arremetida del trumpismo contra los migrantes centroamericanos; es una tragedia humanitaria a la que nuestro gobierno sigue enfrentando con una indolencia criminal.

Y, claro, está todo el estruendo político que provocaron las elecciones legislativas de marzo en El Salvador y la campaña previa a la presidencial de 2019. En este caso -epílogo pobre del año- el ángulo más noticioso es, sin duda, la irrupción de Nayib Bukele en el tinglado. Sin embargo, en este tema, el análisis más urgente sigue siendo la decadencia de los dos grandes partidos políticos paridos por la guerra civil de los ochenta y los engendros que la caída de ambos amenaza con dejar como herederos.

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