Columna invitada

Harakiri de Trump

Desde el primer debate con Joe Biden, en el que exhibió su intemperancia, el lenguaje de Trump en encuentros con sus seguidores y entrevistas con los periodistas creció en belicosidad.

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Periodista, escritor y exembajador ante la OEA.

En la jerga política estadounidense se emplea la expresión «sorpresa de octubre» para aludir a un evento intempestivo que cambie la relación de fuerzas entre los candidatos en el tramo final de la campaña presidencial. Este año la expresión se quedó corta. No hubo una, sino tres sorpresas.

La primera se anticipó el 18 de septiembre con la muerte de la magistrada más liberal de la Corte Suprema de Justicia, Ruth Bader Ginsburg. La segunda fue la enfermedad y hospitalización de Donald Trump, el 2 de octubre. Y la tercera, equivalente a un disparo que este se dio en el pie, fue su desafiante anuncio de que si es derrotado, no aceptará el resultado electoral.

Nunca antes un presidente lanzó una amenaza semejante contra el sistema democrático estadounidense, una provocación que puede llevar a Estados Unidos al borde de la guerra civil. Esta no es una exageración, pues la grieta que Trump y sus exaltados seguidores han abierto en la sociedad estadounidense es comparable a la que separó hace dos siglos a los estados esclavistas del sur y los abolicionistas del norte hasta conducirlos a la confrontación armada.

Para la muestra, un botón: el plan de los conspiradores que intentaron secuestrar a los gobernadores demócratas de Míchigan, Gretchen Whitmer, y de Virginia, Ralph Northam, como parte de un complot para derrocar a varios gobernadores opuestos a Trump. Sus autores pertenecen al ejército de sus partidarios, dispuestos a defenderlo a sangre y fuego contra lo que él anuncia como el fraude que preparan los demócratas.

La afirmación de Trump tuvo el efecto de un harakiri porque levantó en su contra una oleada de rechazos de los medios, los líderes de opinión y las organizaciones que consideran sagrados los principios que sustentan la democracia estadounidense. No fue menor la reacción que despertó su conducta ante las primeras dos ‘sorpresas’, que generaron alarma, confusión y muchas dudas en el mundo político y en el electorado estadounidense. Trump contribuyó a aumentarlas, primero al nombrar una jueza ultraconservadora en reemplazo de la magistrada y luego negándose a seguir los protocolos de precaución contra el Covid-19.

Desde el primer debate con Joe Biden, en el que exhibió su intemperancia, el lenguaje de Trump en encuentros con sus seguidores y entrevistas con los periodistas creció en belicosidad contra los que llama enemigos, aun dentro de su gobierno. Y aunque en el segundo debate fue menos agresivo, incurrió en su viejo hábito de decir mentiras sobre varios temas, incluyendo la epidemia en Estados Unidos, que siguió ignorando para agravio de los millones de contagiados.

El clima prebélico creado por Trump llevó a las autoridades de varios estados a tomar medidas especiales para evitar incidentes el día final de las elecciones, que por primera vez transcurrirá con la presencia de patrullas policiales en las calles de muchas ciudades. Lo que siempre fue para los estadounidenses un non-event (literalmente, un día en el que no pasaba nada), será esta vez una fecha peligrosa por la pugnacidad que él alienta.

Pero, por otra parte, hay que tener en cuenta que este singular personaje es, ante todo, lo que en términos coloquiales aquí llamamos ‘un bocón’. Dice y se desdice con gran facilidad. Es posible que no haga nada frente al triunfo de Biden, que cada día parece más probable. Todo indica que una mayoría de estadounidenses pondrá fin con sus votos a la caótica presidencia de los últimos cuatro años, que, en lugar de responder a su cacareado eslogan de que rescataría la grandeza de Estados Unidos, solo consiguió que la superpotencia perdiera amigos en todo el mundo.

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