ÁLBUM DE LIBÉLULAS (222)

Y las aves cantantes fueron a avisarle al aludido, que era el heliotropo junto a la fuente. Como si le dijeran: “Te has dormido, hermano, es tu turno…”

1818. EN EL BARRIO SAN MIGUELITO

Era la Calle de Mejicanos hacia el norte. Se bajó del bus de la Ruta 2, unos metros más adelante de la Tienda La Royal, y tuvo el impulso de volver unos pasos atrás para ir a comprar algunos bocadillos dulces para la cena tempranera de costumbre. Llegó al lugar esquinero que hacía ángulo con la Calle 5 de Noviembre y buscó con la mirada a la Niña María, dueña de la tienda y mamá de Roque. Le preguntó por ella a una de las empleadas, y la respuesta fue evasiva: “Está allá adentro, con alguien”. Él se animó a preguntar: “¿Es con el hijo?” La respuesta fue un gesto indefinido. Él entendió. Compró un par de cosas y se fue a su casa una cuadra más adelante, en la 23ª. Calle Oriente. Esa noche estuvo leyendo los poemas de Roque, sin imaginar que nunca más lo vería en persona, al menos en este plano.

1819. 118 RUE DU CHÂTEAU

Salió a hacer la compra cotidiana en los alrededores. Lo primero que hacía todo los días sin falta era visitar esa tienda inmediata, “Au Pain d´Autrefois”, porque los bizcochos rellenos le fascinaban desde que los probó. Era otoño avanzado y la atmósfera permanecía en cierre total. Cuando cargaba ya tres bolsas en las manos volvió al apartamento en el segundo piso, con ventanal hacia la calle. En el instante en que entró dio inicio la lluvia. Ella, que era una mujer mayor, se sentó en una poltrona a tener su diario ejercicio de remembranzas: sus años iniciales en Los Lunas, Nuevo México; los tiempos en Sonsonate, recién casada; el paso a San Salvador, con sus dos hijos muy jóvenes… ¿Qué hacía hoy en París? Era una larga historia. Alguien tocó a la puerta. Quizás otra vez el Destino.

1820. MERCADO EMPORIUM

La Niña Mina estaba preparando un ramo de flores variadas y multicolores que le había encargado la señora elegante y enigmática que estaba de pie frente a su puesto. Cuando lo tuvo listo se lo entregó al tiempo que ella le extendía los billetes del costo. “Muchas gracias –dijo la compradora–, y sé que este es el mejor arreglo que se puede desear”. La Niña Mina sonrió, complacida: “Gracias a usted, y yo le ruego que salude de mi parte a Lupe, que se halla ahí enfrente trabajando como siempre”. La señora salió del mercado y cruzó la calle. Entró en el edificio inmediato y preguntó por Lupe, que era periodista de turno en La Prensa Gráfica que estaba ahí. “Disculpe, señora, Lupe murió ayer, en su escritorio”. “Lo sé, y por eso traigo estas flores. Quiero dejarlas ahí, donde ella fue feliz”.

1821. FRENTE AL CERRO EL SARTÉN

La tarde iba cayendo con rapidez de intenciones voladoras, y pronto sería de noche. El joven que acostumbraba andar desplazándose por los alrededores silvestres caminaba de vuelta a la casa, contemplando una vez más todos los detalles del entorno. Pero esta vez sentía una especie de aflicción indefinida, como si todo aquello fuera a desaparecer para siempre. Se detuvo entonces y buscó un borde en el terreno para sentarse. Lo hizo y se sintió más en confianza con el paisaje. En ese instante tuvo la sensación de que el tiempo sideral se había detenido, aunque ya estaban apareciendo las primeras estrellas. ¿Cuánto estuvo ahí, en la víspera de su traslado definitivo a la ciudad para continuar sus estudios? No lo sabría jamás porque el Cerro El Sartén seguía enfrente, sin alejarse ni un solo minuto.

1822. LOS RÍOS SIENTEN

Como esa era su convicción desde que tenía memoria, cada vez que llegaba a la orilla de alguno, cualquiera que fuese su volumen y su apariencia, se agachaba hasta arrodillarse para entrar en contacto íntimo con las aguas fluyentes. Para él, se trataba de un rito natural, que nadie le había enseñado. Así descubrió que cada río tiene identidad propia, determinada por algo que está debajo de sí mismo. Y eso lo constató sin lugar a ninguna duda una vez cuando aquella sequía resultante del cambio climático atacaba con fuerza. El río que estaba junto a él había perdido casi todo su caudal de siempre. Con más devoción se arrodilló a su orilla; y en ese instante, sin decir agua va, se desató la tormenta. Las aguas palpitaron agradecidas, y él, llorando, unió sus lágrimas al espontáneo milagro.

1823. CINE PRINCIPAL, 2:45 p.m.

En la lámina acortonada que se hallaba erguida sobre la techumbre del Cine había visto desde comienzos de la semana el título de la película que se estrenaría al final de la misma. Era un título provocador: “Un Rincón cerca del Cielo”. Como todos los domingos, regresó de la finca apopense antes del mediodía, en la camioneta que venía del norte, almorzó sin tardanza y se fue para el cine. La primera función de la tarde comenzaba a las 2:45. Cuando estaba haciendo fila entre los grandes pilares para comprar la entrada se dio cuenta de que la película que estaban exhibiendo no era la anunciada. Le preguntó a quien estaba detrás de la ventanilla y él le dio una explicación que parecía una broma: “Vinieron algunos espíritus a protestar, y se tuvo que cambiar programa”.

1824. 11D, 2nd. AVENUE

La amplia ventana permanecía con la cortina levantada y con la ciudad prácticamente al alcance de la mano. Y él, que era un contemplativo inveterado, tenía a diario la sensación de que cada vez descubría un detalle. Podía ser una ventana encendida, el andamiaje de un nuevo edificio vertical o la presencia de alguna planta exuberante en la azotea más alta. Esta vez el contemplador revisaba minuciosamente lo que tenía ante su mirada cuidadosa y no le aparecía nada que no hubiera visto antes. Se apartó por fin de la ventana y se fue a abrir su laptop al escritorio inmediato. En cuanto se activó la pantalla, surgió el mismo paisaje de afuera, con un toque de luz en un punto. ¡Ahí estaba! Amplió la imagen. Era una ventana exactamente igual a la suya, con su mismo rostro observando… ¡Bingo!

1825. LABOR DEL HELIOTROPO

Comenzaba la época de lluvias, y en el jardín, como todos los años, la emotividad natural se prendía hasta en las hojas más tímidas. Amanecía con intensidad envolvente, y los pájaros que llegaban puntualmente cada mañana lo celebraban en coros dispersos. Sólo faltaba alguien: él, el poeta vegetal. Y las aves cantantes fueron a avisarle al aludido, que era el heliotropo junto a la fuente. Como si le dijeran: “Te has dormido, hermano, es tu turno…”

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