VICTORIA PROFUNDA

Al llegar a su refugio fue a buscar de inmediato el mapamundi que le entregara su jefe, y lo extendió junto a él en el reducido lecho. Se durmió casi al instante, y el sueño fue la nave aérea más veloz del mundo.

Estaba haciendo sus primeras andanzas en el mundo de esa realidad de la que siempre fue tan desconfiado, y eso que hoy, en el mundo invasoramente virtual, se sentía más cómodo y más dispuesto que nunca. No era casualidad entonces que a la hora de buscar destino para ganarse profesionalmente la vida se hubiera decidido por el área que se movía en la avanzada de los tiempos; y así estaba ya incorporado a aquella empresa de innovación tecnológica comunicacional, que a diario alzaba vuelo hacia todas las latitudes disponibles.

En cuanto inició labores como promotor de novedades imaginativas, sus jefes inmediatos se dieron cuenta de que ahí tenían a un gestor de primera calidad, que le aportaría al negocio ventajas ilimitadas. Lo dejaron hacer por unos meses, y, al evaluar su desempeño y los resultados económicos del mismo, fueron a comunicarles las apreciaciones al CEO y a su círculo inmediato:

–En este muchacho hay una mina de oro, y eso hay que aprovecharlo al máximo.

La exposición de los hechos concretos que llevaban a tal conclusión dejó a la cúpula convencida sin reservas de que el joven era un vivero de iniciativas que efectivamente había que aprovechar al máximo, y lo más pronto posible, para evitar que alguien de la competencia les fuera a robar el mandado. Así, trascurrido un par de días, el CEO hizo el llamado correspondiente. Se presentó el aludido a recibir órdenes o instrucciones, y la primera frase que oyó lo puso en ascuas emotivas:

–Te quiero hacer una oferta de destino. ¿Estás preparado?

Su respuesta inmediata fue a su estilo:

–Señor, para el destino nadie se prepara, porque si hay algo impredecible es el destino.

–¡Excelente respuesta! Vamos entonces al grano.

–Soy todo oídos.

El CEO se levantó de su esponjada poltrona, y se fue hacia el ventanal abierto, que daba a un paisaje con horizonte, porque estaban en un décimo piso.

–Ven para acá.

Obedeció como si fuera un ejemplar hijo de dominio.

–Ahí está el mundo a nuestros pies. Lo único que falta es caminar hacia él, y tú estás en el mejor momento para emprender la ruta.

–¿Y eso qué significa, señor?

–Que te estoy ofreciendo un mapa abierto para que te dirijas al lugar del mundo donde quieras seguir formándote como el genio tecnológico que ya eres…

Él se quedó serio, porque aquello era mucho más que una oportunidad común. Y por un fugaz instante se sintió como un inocente elegido de los dioses. Y le dio miedo, aunque sus ambiciones imaginadas nunca habían respetado límites.

–Le repito, señor: ¿eso qué significa?

–Que te estoy ofreciendo enviarte al sitio que escojas, para perfeccionar tu visión de ti mismo en lo que ya estás desempeñando con tanta creatividad: la innovación sin límites en el campo de la tecnología avanzada…

–¿Y qué significa cualquier parte del mundo?

–Esto.

Y le extendió un documento que desde el principio había tenido a su alcance: un mapamundi multicolor, con todos los nombres distinguibles.

Él lo tomó entre las manos, como si fuera un objeto sagrado, y se quedó esperando.

–Te lo dejo para que te sirva de referencia, y así se te haga más fácil trazar tu propia ruta hacia el lugar que más te llame. Porque este es también una cuestión de llamado, como todo lo que tiene que ver con los impulsos interiores.

Nunca había oído hablar al CEO en términos semejantes, y tuvo la inmediata sensación de que todo aquello era un mensaje de otras latitudes. Se sacudió telarañas vivas por dentro: «Yo, que soy un devoto de la tecnología, ¿me estoy descubriendo como ilusionista trascendental?…»

Aquella tarde, ya cuando estaba anocheciendo, llegó a su casa y se encerró en su cuarto a pensar. El mapamundi se hallaba extendido sobre la mesita que le servía de escritorio. Y él, tendido en su cama de colchón liviano, jugaba mentalmente con las imágenes de los lugares posibles. Llegó la hora de la cena, y la familia, como siempre, se reunió en torno a la mesa.

–¿Qué te pasa, hijo, por qué estás tan ensimismado? –le preguntó el padre, mientras se servía la cuajada y los frijoles molidos, que eran su plato vespertino favorito.

–Nada en especial. Sólo que estoy asomado a mi futuro.

Frase enigmática, que pasó inadvertida. Por eso todo fue sorpresa cuando les avisó a sus padres:

–Me voy para Bengaluru, en el sur de la India, a prepararme más. La empresa me envía.

–¿Y por qué ahí, si no vas a hacerte monje?

–No, no me voy a hacer sacerdote védico ni pandit, sino gestor tecnológico de primer nivel. Hoy lo antiguo y lo moderno van ahí de la mano. No me costó mucho decidir. Ustedes ya me conocen, y esta es mi hora…

La ruta aérea fue Nueva York, Dubai, Bengaluru. Y cuando llegó, temprano por la noche, se fue directamente hacia aquel apartamentito que había conseguido vía Internet, en Race Course Road. Como no había mobiliario ni objetos de casa, se acomodó en el suelo y se durmió de inmediato. Tenía que estar despejado al amanecer.

Y aquel amanecer traía consigo todas las nubes anheladas para ubicarlas en un cielo con denominación de origen.

En las fechas siguientes contactó con la empresa filial, visitó el recinto universitario al que se incorporaría y se aperó de lo necesario para asegurar su estadía personal. En los momentos intermedios, se desplazaba por los alrededores, y pasaba a cada momento por la entrada del Taj West End, aquel hotel con apariencia de bosque habitado.

Y el primer día en el aula se topó con ella. Como ocurre en las crónicas románticas, la conmoción interior fue espontánea. Y ese mismo día se le acercó para verla de cerca y preguntarle su nombre.

–Manisha.

–Yo soy Víctor.

Bastaba, porque los efluvios compartidos lo hacían todo. Y desde aquel preciso instante quedó sellado el pacto sin palabras. Eran, como se dice, el uno para el otro, sin ningún otro vínculo que la corriente de los anhelos espontáneos, esos que brotan de la profundidad desconocida.

Pero en él aquel enlace fue un motor desconcertante. La nostalgia encendida se levantaba de su lecho atávico para envolverlo en una lucha de emociones. ¿Se quedaría ahí para siempre, renunciando a la humedad vital de sus orígenes, o volvería a estos con la intimidad dividida?

Estuvo así por muchos días, como si en su interior se hubiera desatado una guerra de decisiones irreconciliables. Una nueva fidelidad amorosa estaba atacando sin piedad su determinación hasta aquel momento incuestionada de regresar a su tierra y a su mundo al cumplir la misión formativa.

Entonces Manisha le tomó las manos, y el calor de aquel contacto decidió por su cuenta. Ella lo contemplaba desde la profundidad de sus propias fuentes existenciales, y no había cómo escapar a dicho influjo.

–Te acepto, Víctor, para que hagamos vida en común de aquí hasta siempre, con una sola condición: que te pongas un nombre que yo pueda recordar en mis sueños…

–¿Y cuál sería ese nombre?

–Tú decides: Shankar, Venkatesh, Saidul, Rabi, Ramakrishna…

Él se quedó pensativo. Una mariposilla blanca le revoloteaba por los pasillos del cerebro. Quiso estar solo, y así se lo dijo a Manisha:

–Voy a pensar hacia adentro. ¿Puedo, verdad?

Manisha lo miró, ilusionada.

–Hasta mañana, pues.

El cielo de Bengaluru lo recibió en la calle con ansia de mapamundi. Había airecillo de lluvia, pero sin que la luz perdiera su inspiración multicolor. Y todo eso junto le humedeció los ojos.

Al llegar a su refugio fue a buscar de inmediato el mapamundi que le entregara su jefe, y lo extendió junto a él en el reducido lecho. Se durmió casi al instante, y el sueño fue la nave aérea más veloz del mundo. Volvió a su país y les comunicó a todos la decisión tomada. Abrazos a granel. Y entonces despertó, ya de vuelta.

Manisha lo aguardaba, en el lugar acostumbrado los domingos al mediodía: Blue Ginger, el restaurante vietnamita sin paredes y rodeado de estanques poblados de peces, entre la vegetación frondosa, ubicado en el Taj West End.

–Hola, Ramakrishna.

–¿Cómo te enteraste de que ahora me llamo así?

–Porque no sólo eres el soldado victorioso de tu guerra profunda, sino el enamorado más comunicativo en la tertulia del ensueño… ¡Gracias para siempre!

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