Un oficio que persiste entre migajas de oro
A los mineros artesanales les dieron dos años a partir de 2017, cuando se prohibió la minería metálica, para buscar otro oficio. Pero los mineros siguen rasgando el cerro de San Sebastián en busca de oro. El Ministerio de Economía reveló, en un censo de 2019, que este es, por mucho, el oficio mejor pagado en el cantón.
Israel Melgar, Raúl Benítez, Lázaro Cueva y Lucas Melgar se preparan para entrar a la mina 600 Miguel. Es, afirman, la más profunda de todo el cerro San Sebastián, Santa Rosa de Lima, La Unión. La que más han explorado. A la que le tienen fe. Son cuatro de los 57 mineros que, según un censo del Ministerio de Economía de 2019, siguen ahuecando el cerro en busca de oro. A pesar de que, en 2017, se aprobó la Ley Contra la Minería Metálica, ellos nunca salieron de sus agujeros. Y, aseguran, son más, son cientos de personas las que aún se dedican a este oficio.
Entre los cuatro acumulan más de 35 años de estar entrando y saliendo del cerro. Esta es la segunda de tres expediciones que hoy recorrerán los cerca de dos kilómetros para intentar abrir otro agujero en una zona cercana a la cima del cerro.
—Esa mierda está perra de ahí para adentro—, advierte Israel, un hombre grueso y de expresión campechana, de 46 años, 12 de ellos excavando en busca de oro. La entrada está marcada por una zanja que se ha formado por el agua ácida que se desliza por la ladera del cerro y cae en una planicie que, desde las alturas, se ve seca, con rocas pálidas. Nada crece.
Los mineros se ponen botas de hule, se cambian ropa y se colocan una correa con una lamparita en la cabeza para alumbrar, apenas, el camino. Cascos, medidor de dióxido de carbono u otras formas de protección son ficción aquí. A excepción de Israel, que se pone una suerte de rodilleras para cuando sea obligatorio arrastrarse, nadie lleva más. Lázaro, un joven de 27 años y con solo cuatro años de experiencia minera, incluso cae en el absurdo de solo portar unos pantalones y la lámpara. “Las botas me estorban”, dice entre risas.
Desde 2019, ya no debería existir ni la minería artesanal ni nada que se le parezca, según la ley. El MINEC tenía la tarea de capacitar a todos los mineros en otros oficios en este periodo de dos años. Pero en abril de 2021, la minería artesanal no tiene intención de desaparecer. En el cantón San Sebastián, un hombre minero gana al mes cerca de $569.23, el siguiente oficio que se le intenta acercar es la albañilería con $415.10. La minería es, de largo, el oficio mejor pagado.
Raúl es el más joven de todos, tiene 17 años y, desde los 12, es minero. Es el más entusiasta del grupo. Dice que solo ahora, después de entrar a esta mina, tendrá que ir a otra, a ver si en esa encuentra mejor suerte: “Es que allá adentro es lindo”. Con el dinero que ha logrado sacar a las entrañas del cerro dice que ha comprado casa, terreno, ganado y una motocicleta con la que se mueve por el cantón. Tiene pareja y ya esperan un hijo.
Raúl también es el más jovial. Mientras que Israel explica en tono serio el camino que hay que seguir entre arrastrarse, caminar en cuclillas y trepar por un lazo, Raúl lo ve con mueca burlona.
—No es lo mismo un trabajo afuera, que en esos hoyos. ¡Es caliente esa mierda!—, vocifera Israel, haciéndose oír en el barullo de voces que intentan opinar. —Y qué le hace. Vos exagerado sos—, reta el joven minero. Israel no se detiene: —Si agarran lodo en los ojos, no se vayan a tocar. Quema la vista el ácido. Esta mina está lejísimos, es la más profunda que hay. Hay partes donde puede entrar un camión y hay partes donde a gatas tiene que andar uno—, advierte en el umbral.
Ya adentro, la oscuridad se hace infinita y los muros también comienzan a hablar. Mientras avanzan, el techo se va disminuyendo hasta que obliga a los mineros a caminar en posición casi fetal. Ellos llaman galeras a estas secciones reducidas. Tramos largos por los que llegan a zonas más altas para, luego, atravesar más galeras.
—Esto es trabajo terrible, papá —, dice Raúl golpeando los maderos que sostienen la tierra de las galeras. Estos trozos refuerzan de forma empírica la estructura que fue abandonada por las empresas mineras.
En cuestión de unos cinco minutos, se acaba la primera galera y entran a un túnel largo donde un agua chocolatosa esconde un lodo espeso que se traga lentamente los pies. Israel advierte que no hay que pisar a la derecha del túnel porque, ahí, el lodo es menos denso y cae en una zanja profunda “de la que ya no te sacan”.
Los vestigios de las compañías mineras que trabajaban las 600 Miguel se comienzan a ver. Hay tubos que se pierden en las piedras. Según explican, por ahí bombeaban aire y agua para los trabajadores que estaban en las profundidades del cerro. También está una estructura donde estaba montada una turbina que desestancaba el aire de la mina. Los mínimos de seguridad, como tener circulación de aire, han quedado olvidados como el nombre de los antiguos dueños de este agujero.
El cerro San Sebastián fue una de las joyas mineras de El Salvador para las empresas estadounidenses. Registros históricos apuntan a que la compañía minera Butter Salvador Mines fue una de las primeras en explotar sus entrañas y, en el proceso, también envenenarlas. En 1912, los limeños ya protestaban por la contaminación del río San Sebastián debido al cianuro con el que la empresa minera separaba el oro de las piedras. El río ahora se ve teñido de rojo y es alimentado por nacimientos de los el agua sale ya enferma. Israel cuenta que el peligro de derrumbe es constante, sobre todo en época lluviosa. Cuando hay temporal, dice, nadie entra porque los peligros se multiplican.
En las galeras se va chapoteando el lodo ácido que terminará escapando de la mina. Este diminuto pasaje llegará a la única parte donde, según los mineros, el cerro los perdona. Aquí han construido una pila donde cae agua supuestamente de manantial, agua que, en teoría, se podría consumir, agua con se asean un poco y matan la sed que el trabajo les ha avivado.
Desde aquí, hasta que vuelven a salir, no hay ni un solo lugar donde puedan encontrar una gota de agua bebible. Todas las gotas, que levantan una humedad viscosa que se empantana en todo el resto del camino, son ácidas.
— Es agua dulce. Esta es agua de manantial —, responde Israel mientras agarra un guacal de plástico verde que llena de la única agua clara del camino.
Israel se detiene un poco más adelante, en una especie de bóveda. Comienza a contar que esta mina, cuando la comenzaron a trabajar, estaba toda derrumbada. Los años que pasaron desde que las empresas estadounidenses las dejaron, hasta que ellos entraron, dejaron daños en las estructuras. Unos 12 años después de esas primeras excavaciones, varios caminos, aunque angostos, ya se pueden volver a transitar, aunque con dificultad.
El calor comienza a asfixiar dentro de la siguiente galera. Aquí Raúl todavía considera que es la parte fresca, donde se siente alguna nostalgia de brisa, pero ya va empapado de sudor como si hubiera estado en un sauna por horas.
Después de la galera, está un molino eléctrico de piedra que está desconectado. En este espacio, hay intentos de cableado eléctrico que ya mejor se dejaron perder. No se ve de dónde vienen o adónde van. Israel se detiene y vuelve a lanzar sus advertencias, mientras se sienta con una notable falta de aliento e igual de empapado de sudor que los otros mineros.
— De aquí para arriba…. Está lejos.
— ¿Para ir donde trabajan?
— Hay que pasar por un espacio así —, pone las palmas de las manos a una distancia de unos cincuenta centímetros— después, es una escalada de unos 10 metros. Es de tener cuidado ahí, pero uno ya está acostumbrado.
Israel se queda sentado un momento recuperando el aliento y agrega que el trabajo de la minería no es para cualquiera. Con su respiración agitada comienza a decir que no es recomendable para gente que sufre de los pulmones o del corazón. Pero no se limita a problemas de salud.
— Este trabajo es para gente que no tiene nada, que es pobre — Israel ve a su alrededor y agrega: — La minería es un encanto, pero es para gente que no tiene ni siquiera para una bicicleta y aquí tiene de la suerte de sacar lo del día y comprar una moto. Este volado es como comprar un número de la lotería y, al final, quizá cae”.
A los mineros artesanales también se les conoce como güiriseros. Lucas es el que menos habla de los cuatro, pero el que más experiencia tiene. Acumula ya 14 años de minero en los 57 que ha vivido. Hace una mueca de incomodidad y dice que ese calificativo viene de güisa, de la suerte, de la fortuna de algún día, como dice Israel, ganar la lotería.
En este descanso hay un vapor dulzón del que, entre ellos cuatro, discuten el origen: “sulfuros, la madera vieja, ácidos…, pero ninguno lo afirma con seguridad. Israel explica que, desde aquí, se puede ir para abajo del cerro o para arriba, pero bajar es asfixiante. “No es que hayan vapores tóxicos, porque ya nos hubiéramos muerto, es que no se aguanta el calor”.
La advertencia de Israel se materializa a un par de metros en la oscuridad. Un embudo con agua café empozada esconde un pasadizo discreto de menos de un metro de anchura, que lleva a una escalada de unos 10 metros.
Los mineros se sujetan solamente de un lazo de nailon para subir apoyados contra la pared de tierra hacia la galera más angosta, en la que ni en cuclillas se puede pasar. Comienzan a entrar de uno a uno para no estorbar. En la oscuridad, solo se ven las botas del minero que va adelante mientras avanzan con el pecho a centímetros del suelo.
Al final hay otra escalada de unos cinco metros que lleva a la plaza donde están trabajando. Parece un gran domo que tiene un techo todo agujereado. De ahí, caen lazos de varios metros hasta aterrizar en montículos de tierra suelta. Israel explica que desde esos hoyos han sacado un poco de oro, pero que, ahorita, no los están trabajando. Su misión es excavar una nueva salida.
En ese domo, el vapor es más agresivo. Entre los cuatro solo trabajarán cerca de 20 minutos, en grupos de dos, el cuerpo no da para más. Armados de piocha y pala, Raúl y Lucas suben por una pequeña pendiente a rasgar tierra. Piedras grandes comienzan a deslizarse para formar otro montículo de tierra. Israel, cansado, explica que ahí han encontrado hilos de piedra con oro que, en realidad, no valen la pena. El esfuerzo necesario para romper la piedra, sacarla en sacos de la mina, molerla y procesarla es demasiado ante la ganancia que se saca.
Hoy no sacarán oro. Regresarán a sus casas llenos de lodo, sudor y un olor ácido. No tienen idea de cuándo se toparán con un hilo bueno, de esos que valen la pena y justifican todo este trabajo. Pero la esperanza nunca la pierden. “Es nuestro trabajito”, insiste Raúl, “así nos ganamos la vida, es lo que nos da de comer”.
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