Misterios de traspatio

MISTERIOS DE TRASPATIO Su padre hablaba constantemente de lo que había vivido antes y durante la guerra, como adolescente ilusionado por las expectativas revolucionarias y como joven entregado a la lucha armada en los terrenos más inhóspitos. Estuvo en esos planos durante todo el tiempo que duraron las acciones en el campo; pero un día […]

MISTERIOS DE TRASPATIO

Su padre hablaba constantemente de lo que había vivido antes y durante la guerra, como adolescente ilusionado por las expectativas revolucionarias y como joven entregado a la lucha armada en los terrenos más inhóspitos. Estuvo en esos planos durante todo el tiempo que duraron las acciones en el campo; pero un día de tantos pareció que el fusible principal se había fundido, y todo lo que quedaba era una especie de nublazón sin salidas perceptibles. Buscó algún compañero de confianza con quien compartir sensaciones, y ahí estaba “El Tuerto”, limpiando su arma de faena y silbando a medias una canción de Silvio Rodríguez:
—¿Sabés algo, Tuerto?
—¿Ummm? –murmuró sin dejar el silbido.
—Que si sabés algo…
—¿Algo de qué?
—De esa mierda de la paz…
—Ah, pues lo único que sé es que hay que preparar los bártulos.
—¿Y entre los bártulos hay que meter lo que creíamos que iba a ser la vida después de todo este desmadre?
—Eso ya es cosa tuya. Yo me voy con lo puesto.
El mismo diálogo, ya en forma de rememoración a veces lamentosa y a veces colérica, lo había oído mil veces en boca de su padre, sin que nunca se despejara el enigma. Ahora su padre era un hombre que iba llegando a la tercera edad, y ya se había retirado de la ocupación de vigilante a la que se dedicó al regreso de sus largos años como activista en el terreno; y él, que nació dos años después de que se cerró el conflicto bélico, tenía inquietudes intelectuales y estaba iniciándose en el periodismo investigativo, ahora tan en boga en todas partes.
Un día, el hijo quiso tocar más fondo para un reportaje sobre la memoria, y se acercó a su padre, escurridizo en aquellos temas, sin que fuera a sentir que era un interrogatorio en forma. Estaban en el pequeño traspatio de la casita de suburbio que les dejaron unas tías solteras. Y comenzó por el diálogo con el Tuerto.
—Y en fin, papá, ¿te llevaste tus bártulos como te dijo el Tuerto?
—Ah, y eso qué importa ya. Es historia vieja, que se acabó en el polvo.
—Sí, ¿pero te los llevaste?
—Algo metí en la mochila.
—¿Y ahí también metiste la paz?
—Quizás.
—¿Y entonces?
—Pues si la metí se me cayó en el camino. Otros de seguro la recogieron y fueron a venderla cara… ¿Entendés?
—A medias. Pero es suficiente.

MISTERIOS DE INTERIOR

Se oían ruidos que no parecían provenir de ubicaciones precisas. La casa tenía muchos recovecos, y eso estimulaba la dispersión difusa, lo cual había propagado entre los residentes inmediatos la impresión de que era un lugar donde pasaban cosas fuera de lo normal, de seguro en el plano mágico. Y como los brujos y sus brujerías iban poniéndose cada vez más de moda en todas partes, aquella convicción hizo que hubiera hasta visitantes interesados en conocer el sitio, que desde luego nunca llegaron a hacerlo.

En la casa había tres habitantes: la abuela casi inválida, la madre que seguía dedicada a confeccionar artesanías dizque espirituales y el hijo que no quería hacer vida propia porque su mundo era una especie de laberinto imaginativo sin salidas. Durante el día, la casa permanecía en una quietud que no era normal; y por la noche parecía activarse esa energía que también estaba fuera de lo común.

En el día la abuela empujaba apenas su casi inutilizada silla de ruedas hacia un rincón que era su favorito, la madre se inclinaba sobre su mesa de trabajo como si quisiera sumergirse en alguna alberca ceremonial y el hijo, recostado cuan largo era en el sofá que era el habitante más antiguo de la casa, parecía estar rezando una letanía con ritmo de música hippie. En la noche la abuela estaba siempre a punto de incorporarse para iniciar una danza profética, la madre iba repartiendo por todas partes sus figuras a medio hacer y el hijo se sumergía en otro tipo de silencio, que tenía los pálpitos de un reloj recién activado.
Desde afuera, nadie podía advertir aquellos efectos tan personales, y lo que se percibía, por extraños reflejos sonoros, era una sucesión de vibraciones que en verdad invitaban a creer en la presencia de voluntades invisibles.

—Alguno de ellos está aliado con fuerzas oscuras –decía alguien.
—O quizás los tres son practicantes del mismo rito –apuntaba otro.
—A mí se me hace que están jugando a hacerse notar –deslizaba un escéptico.

Y todos llamaban al lugar “la casa de los brujos”. Los tres habitantes de la casa salían de ella a proveerse de lo indispensable para sobrevivir, y nunca se relacionaban con nadie. La abuela, en su silla de ruedas, se desplazaba paradójicamente con mayor soltura que los otros dos. El hijo era el más inhábil para sostener el paso. Los demás los veían de reojo, evitando el contacto, y “los brujos” parecían no fijarse en nada. Lo curioso era que cuando ellos no estaban en la casa, los ruidos que salían de la misma se hacían sentir de otra manera, como con mayor libertad.

Hasta que, un día de tantos, algunas gentes del vecindario observaron cómo los tres asomaban del interior con ciertos bultos no habituales, como los que se llevan para algún desplazamiento de varios días.

Los días pasaron, y la casa permanecía cerrada. Los ruidos que brotaban de ella no habían dejado de hacerlo, con creciente libertad y con una naturalidad casi sonriente. Y cuando el tiempo pasó, las autoridades del lugar decidieron inspeccionar aquel interior abandonado, por razones de seguridad. Y la sorpresa de todos fue dramática. Ahí adentro todo se hallaba en completa normalidad: los tres habitantes en sus sitios, haciendo cada quien lo suyo. La abuela, la madre y el hijo apenas reaccionaron por la presencia externa. Uno de los oficiales les preguntó:

—Creímos que ustedes se habían ido de aquí hace algún tiempo.
La madre respondió:
—Nosotros nunca nos iremos. Los que salieron de aquí fueron ellos.
—¿Quiénes?
—Los tres inadaptados, que nunca estuvieron contentos con ellos mismos, y por eso hacían ruidos que los mantenían al margen. Al fin tuvimos que expulsarlos.
—Pero ustedes son ellos… ¿O no?
—Sí y no. Somos el otro yo de cada uno de ellos. Estuvimos sometidos desde siempre, y hoy estamos liberados. Por eso nuestros ruidos tienen música… ¿La escuchan?

MISTERIOS DE JARDÍN

Cuando ya estaban a punto de unir formalmente sus vidas tuvieron que buscar dónde instalarse, y luego de ver muchas opciones se inclinaron por aquel terreno en las afueras, rodeado de construcciones recientes. Como era terreno baldío había que hacerlo todo. Un amigo arquitecto realizó el diseño y una pequeña empresa constructora se encargó de la obra. Así, al contraer nupcias la casa se encontraba casi lista, con su jardín alrededor. La ocuparon de inmediato.

Las plantas del jardín comenzaron a crecer, y entonces un fenómeno inesperado se fue haciendo presente. Las flores que surgían eran exactamente las mismas, sin importar las especies de que se tratara. Capullos rosados que parecían alas a punto de alzar vuelo. Él consultó con jardineros y con algún experto en jardinería y no había respuestas convincentes. Entonces, y como último recurso, se le ocurrió ir a ver a un psíquico, que luego de concentrarse le hizo saber:

—Aquí veo lo que había en esa zona hace mucho, mucho tiempo: un cementerio de lugareños, y donde está su casa se hallaba el ala de los recién nacidos. Cuando usted plantó ahí un jardín, les dio alas… Esos capullos son sus almas inocentes queriendo hacerse sentir…

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Séptimo Sentido

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