Misterios de escalera

La casa a la que se trasladaron cuando el jefe de familia –como a él le gustaba que le llamaran– estuvo económicamente capacitado para subir de estatus residencial no era de grandes dimensiones pero tenía tres pisos.

MISTERIOS DE ESCALERA

La casa a la que se trasladaron cuando el jefe de familia –como a él le gustaba que le llamaran– estuvo económicamente capacitado para subir de estatus residencial no era de grandes dimensiones pero tenía tres pisos. Sin duda, una extravagancia arquitectónica en un ambiente de estricta clase media, aunque bien se sabe que la imaginación no tiene límites de clase. Esto, en otros términos, es lo que dijo “el jefe de familia” cuando les comunicó a los suyos la decisión de adquirir el inmueble para trasladarse a vivir ahí de inmediato:

—Tenemos que subir de todas las formas que sea, y para recordárnoslo cada día van a estar los escalones que nos llevarán hacia arriba…

Y es que el tercer piso, el más reducido de los tres, con solo dos pequeñas habitaciones, sería el lugar para reposar y dormir. En una, el señor y la señora; en la otra, las dos hijas en edad escolar. Cuando estuvieron acomodados, todo pareció normal, sin resistencias aparentes. Y como no era ninguna novedad ese reparto de espacios, la vida siguió de inmediato su curso.
El vivir diario, sin embargo, no siempre es lo que parece. Cada uno de los cuatro habitantes de la casa vivenciaba aquel ambiente de manera muy distinta, aunque las diferencias no surgieran a la superficie. El señor, que ahora prestaba servicios de consultoría por internet, pasaba buena parte de su tiempo en el escritorio mínimo que estaba junto a la única ventana de su cuarto; la señora, que era costurera por encargo, elaboraba sus piezas en una antigua máquina Singer que heredó de su madre y que tenía ubicada en el casi vacío segundo piso; y las dos hijas, adolescentes que empezaban a experimentar inquietudes existenciales, siempre estaban en la primera planta, entre la cocina, la sala de estar y el galponcito donde permanecían las bicicletas.

Pasados los meses se fue haciendo evidente que aquella distribución de espacios estaba deshaciendo casi todas las posibilidades de comunicación cotidiana. Hubo días en que ni siquiera se cruzaban, ni siquiera en los momentos habitualmente comunes, como eran los tiempos de comida. El señor se llevaba los alimentos al escritorio; la señora, que era de muy poco comer, tenía un hornito microondas en una repisa a la par de la máquina de coser; y las dos niñas picaban todo el día en cualquier lugar como pájaras insaciables.

Así las cosas, llegó el momento en que el sitio donde más posibilidades había de encontrarse era la escalera, pero como ahí no era posible quedarse quieto por más de unos segundos, los encuentros parecían estaciones en una banda en movimiento, aunque desde luego la escalera siempre estaba inmóvil.

De pronto, aquella rutina tuvo un quebranto inesperado. La señora padeció un desvanecimiento sin antecedentes y hubo que llevarla en ambulancia al hospital más cercano, con todos los signos de una dolencia verdaderamente grave. Los médicos, luego del examen de rigor, llamaron al señor para informarle:

—Su esposa está padeciendo una insuficiencia cardíaca severa, y lo que ha tenido es un aviso de que tiene que cambiar todo su esquema de vida…
—Nosotros dormimos en un tercer piso, y hay que subir escaleras…
—Eso debe ser evitado desde este mismo instante.

No había tiempo que perder. Al nomás volver a la casa comenzó la mutación. Todo lo que estaba en el segundo piso y en el tercer piso pasó al primero, que hoy era un hacinamiento donde apenas se podía dar un paso. ¿Por qué nadie se quedó en el segundo o en el tercer piso? Quizá por un naciente sentimiento de solidaridad. El jefe de familia dio su veredicto:

—Es una lección. Dejamos la escalera que se mira y hoy tenemos que aprender a subir en la escalera que no se ve, que es la escalera de la vida.
La señora, quieta por necesidad, se pronunció al respecto:
—Y yo quiero llevar la iniciativa. El corazón me lo manda.

MISTERIOS DE HORIZONTE

Desde la ventana, suficientemente amplia para tener a disposición un buen trozo del cielo que daba al poniente, aquella señora que era viuda reciente y sin hijos se había vuelto de pronto contemplativa pertinaz. Su marido fue un hombre dominante y absorbente, que apenas le dejaba respiro, sobre todo en la convivencia hogareña, y ahora, cuando él se había ausentado del todo de seguro movido por el azote orgánico de sus mismas ansiedades, ella estaba ahí, ensimismada y silenciosa, como si estuviera invadida de sentimientos depresivos.

Solo tenía una amiga, que era una prima lejana con la cual habían sido cercanas desde la infancia. La amiga la observaba con inquietud, quizá porque presentía que todo aquello podía conducir a algún desenlace indeseable. Incluso podía andar circulando por aquellas estancias el fantasma del suicidio, que daba escalofríos de solo imaginarlo.

Nunca salía de la casa, y la amiga le preguntó el motivo de ello. Su respuesta fue otro enigma:

—Lo hice cuando no tenía horizonte, y hoy que lo tengo no hay para qué.
—¿Horizonte? ¿Cuál horizonte?
—Ése. Míralo.
—Yo lo que veo es una hilera de colinas al fondo de las zonas pobladas, y encima de ellas un telón de nubes… Lo de siempre.
—Es lo que nunca pude contemplar a mis anchas cuando él estaba conmigo.
—¿Pero de qué te sirve estar así todo el día viendo hacia afuera, cuando podrías estar afuera gozando de muchas cosas?
—Ah, es que yo antes veía el paisaje como si hacerlo fuera algo indebido, casi pecaminoso, porque para él yo debía estar siempre haciendo oficio, para que todo estuviera a su gusto; y hoy, en cambio, puedo quedarme aquí el tiempo que yo quiera, respirando como me gusta, soñando con lo que pueda haber detrás…

—Entonces, ¿no estás deprimida?
—¿Deprimida? ¡No! Al contrario: estoy ilusionada. Me he reconciliado con el horizonte, y eso me llena de serenidad. El horizonte es mi nuevo amigo, ¡qué dicha!

MISTERIOS DE TUMBILLA

Tía Ofelia había sido, desde que él tenía memoria, la parienta más cercana a su inmediato círculo familiar. Ella se casó en su primera juventud, tuvo una hija y muy pronto el cónyuge desapareció como por encanto. La hija de tía Ofelia era una niña aparentemente común, pero al iniciar la adolescencia empezó a dar muestras de ensimismamiento sospechoso, y un día de tantos dispuso irse con una caravana de turistas de mochila a recorrer mundo. Tía Ofelia se quedó sola y casi todas las tardes pasaba a verlos a ellos.

Cuando él se independizó, ya con empleo y con pareja, tía Ofelia le hizo una oferta inesperada:

—Yo estoy sola. Ustedes dos trabajan y el primer niño ya viene de camino. Si me dejan vivir con ustedes, yo me puedo encargar de todos los oficios de la casa. Todavía estoy fuerte.
Aceptó, más por compasión que por necesidad. Tía Ofelia, con solo una vieja tumbilla como equipaje, llegó y se instaló en una especie de rincón techado y protegido por piezas de madera rústica que estaba en la parte trasera de la vivienda. Ella permanecía en las otras partes del reducido hogar, realizando las labores domésticas, que cumplía con gran esmero.

Tía Ofelia pareció rejuvenecer con su nueva situación, y tal efecto se intensificó al máximo cuando la señora de la casa estaba a punto de dar a luz. El parto fue perfecto, pero sorpresivo y urgente. Tía Ofelia tuvo que oficiar como partera. Era una niña. Cuando la tuvo entre sus brazos, tía Ofelia se transfiguró, de seguro por la emoción.

En los días siguientes pareció rejuvenecer en forma casi mágica. Y aquella tarde cuando los dos padres volvieron de sus ocupaciones, ni tía Ofelia ni la niña estaban ahí. Quizás andaba por los alrededores, pero nunca volvió. Se activaron todas las alarmas. Los padres hubieran tenido respuesta de haber ido a abrir la tumbilla, agazapada en una esquina. Ahí adentro había una nota escrita en caracteres enigmáticos: “Mi hija ha regresado, y hoy me toca irme con ella a correr mundo. No nos busquen, no nos van a encontrar jamás”.

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