Historias sin Cuento

Él movía la cabeza, como lo hacen los hindúes para decir sí o no, según se interprete.

LAS CENIZAS FELICES

Nunca fue fácil, pero hoy estaba siendo cada vez más difícil. Lo venía pensando desde mucho antes de que emprendiera la mayor aventura de su vida, y a pesar de todas las retrancas emocionales y todas las incertidumbres situacionales se decidió a tomar camino, con sólo lo puesto y muy poco más.

La ayuda de algunos parientes que siempre habían estado cerca le permitió juntar el dinero necesario para pagar lo que pedía el coyote para llevarlo hacia arriba, hacia el Norte. Las fronteras son así: puertas que se abren y se cierran al impulso del más atrevido.

Todo listo, pues. Las despedidas y los augurios en primer lugar:

–Que Dios te acompañe, Licho.

–No vayás a olvidarte de nosotros, cipote.

–Lo tenés todo para salir adelante, y lo primero es la fe. Que la virgencita de Guadalupe guíe tus pasos. Y que el éxito que vas a lograr no te pervierta, porque para eso contás con los valores que te hemos inculcado.

–Aquí vamos a estar, atentos a tu suerte. Esa suerte que vas a levantar con tu propia fuerza, como lo hacías de niño con los sacos de café allá en el volcán.

Y todas aquellas frases, pintadas con los colores del cariño, las llevaba en su cuaderno mental, como la escritura del presente para inspirar los desvelos del futuro.

El trayecto afortunadamente se dio sin incidentes traumáticos. Aun su recorrido mexicano en el tren La Bestia transcurrió sin incidentes. Todo le hizo sentir que la esperanza era la guía, y que en ningún momento se apartaba de su lado. Y cuando por fin arribó al lugar de destino sintió que su decisión había sido un mensaje providencial. Estaba ya ahí, a unos pasos de la Estatua de la Libertad, en aquel rinconcito que unos amigos de antaño le habían permitido ocupar como primera estancia.

Pocos días después consiguió trabajo como mesero en una pequeña taberna latina, que se llenaba a diario más que todo con gente de la raza, y eso le facilitó la comunicación, ya que del idioma inglés apenas iba conociendo unas cuantas voces a salto de mata.

Era muy del caso agradecérselo a la Providencia, porque al menos no había tenido que sufrir en el limbo de la desocupación angustiosa, y así lo hizo yendo con frecuencia a visitar una capilla que desde afuera no mostraba ninguna señal de ser tal.

Todo parecía irse moviendo para él con la naturalidad de lo que está concebido de antemano, pero de pronto la ansiedad se hizo presente como una deidad que traía consigo una alforja cargada de amenazas.

Fue entonces cuando uno de sus compañeros de trabajo le hizo la advertencia:

–Hay que tener cuidado, mano, porque la Migra anda más hambrienta que nunca, y esa es la política malvada de aquel que te conté…

–¿El mandamás de la Casa Blanca?

–¡Shhhh! Aquí ahora no sólo las paredes oyen, sino también las copas y los platos…

Sintió que el fantasma de la deportación pasaba sonriendo malévolamente a su lado, y por un segundo la vista se le nubló, y la esperanza comenzó a tragarle gordo. Había oído hablar de aquello, pero sentirlo era otra cosa.

Empezó a padecer de insomnios recurrentes, y eso hacía que el cansancio que nunca había sentido se le mostrara como una compañía insidiosa. También se le desorganizó el apetito, y su estructura corporal, que era propia de los jóvenes con voluntad deportiva, apareciera cada vez más frágil. Uno de sus compañeros de trabajo le preguntó, mientras preparaban unas bebidas remembrantes:

–¿Te está pegando duro la nostalgia, no es cierto?

–A mí, no; lo que pasa es que no acabo de acostumbrarme al horario.

–Ah, pues aquí no hay de otra: aceptar las reglas o caerse de la moto.

–Eso no. Vine a quedarme, y a ganar terreno. Para mí y para mi gentes.

–¿Y quiénes son tus gentes?

–Los que aquí aparecen.

Sacó su celular y buscó una imagen. Al encontrarla se la mostró a su compañero.

–Todos son niños.

–Hermanos y sobrinos. Los que vienen.

–¿Para acá?

–No, hombre, para la vida. Quiero ayudares a que sean alguien. Allá es difícil, pero se puede más que en ninguna otra parte.

–Vos no pudiste.

–Pero yo no logré estudiar allá, y ellos sí van a poder. Se lo he jurado a mis tatas, que ya no están, pero nos miran desde alguna parte.

–¿Y vos qué?

–Yo voy a ser guitarrista, cuando me llegue el momento.

–¿Guitarrista? ¡Jajajá!

–¿Sabés qué? Voy a entrar en una academia de música en cuanto pueda. Todavía estoy joven, hombre, y el mundo me espera. Te ofrezco desde ya una entrada gratis a mi primer concierto, que va a ser en un gran auditorio…

–¿Y de qué vas a vivir, entretanto, cuando además estás mandando remesas a los tuyos?

–Del aire, cabrón, del aire. En estos tiempos no hay de otra.

–Ah, pues empecemos ya. ¿Querés una copita de aire con piquete?

–Pues para después es tarde…

Y como dice el bolero, todo lo que viene es música. Cuando el dueño de la pequeña taberna se enteró por boca del compañero que su vocación era la música guitarreada, se le acercó a preguntarle si estaría dispuesto a tocar y a cantar algunas noches según el gusto de los asistentes. Él, sorprendido, no pudo decir que no. Quizás era en verdad el principio de su nueva vida.

El repertorio de boleros clásicos, que era lo que había oído desde los más remotos años en su casa y en la voz ronca de su padre, resultaba perfectamente compatible con el ambiente que se quería crear en el lugar.

El dueño se entusiasmó más de lo esperable, ya que en la cotidianidad era una especie de aprendiz de ogro:

–Con Los Panchos, Los Diamantes y Los Tres Reyes estaríamos en onda.

–Por mí, no hay ningún problema. Sólo reviso algunas letras, y ya.

–Entonces, comenzamos mañana a las 8 de la noche, cuando empiezan a llegar los clientes.

–OK.

–Ah, se me olvidaba. ¿Y si alguien pide alguna ranchera, también te podés las más comunes?

–Y no sólo eso: conozco temas de Juan Gabriel y de José José, que también les gustan a muchos. Acuérdese de que yo vengo de donde asustan con canciones entradoras…

–Ah, pues estamos en onda.

Así logró ganar todos los días unos dólares más, y así también el anhelo de ingresar en una academia de música se hacía más visible. En ésas estaba cuando le llegó la súbita noticia de que allá, en su tierra familiar, un incendio de origen desconocido había acabado con la casa donde nació y creció.

La llamada de su tía no se hizo esperar:

–Lo perdimos todo, Licho, todo, todo, todito… Estamos en la calle, como pordioseros…

–¡No se angustie, nanita, voy para allá!

–Pero, hijo, ¿y tu futuro? ¿Dónde va a quedar tu sueño?

–Entre sus manos, para que me lo acaricie cuando yo esté allá.

Y en verdad cogió camino de inmediato, sin pensarlo dos veces. Sin imaginárselo, la necesidad de volver le iba detonando la ilusión. El dueño de la taberna, que sin duda le había tomado cariño, lo despidió con un obsequio:

–Te regalo la guitarra, porque allá también te puede ser útil.

Regresó como pudo, por cualquier vía al alcance. Y a medida que se iba acercando le nacía un entusiasmo desconocido. Al arribar, entre los abrazos poblados de lágrimas, el aroma a fuego manso los envolvió a todos.

Eran las cenizas del incendio convertidas en anuncio de reverberaciones entrañables. Apretó su guitarra entre los brazos, y anunció en voz alta su propósito:

–¡Voy a cantar para vivir, como hacen los pájaros libres!

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