Historias sin Cuento

–¡Aleluya, y que el año que entra sea una nueva obra de Puccini!

TORMENTA DE CRISTAL

Los visitantes habituales de este lado de la orilla estaban ya en el borde del agua fluyente, aguardando que el lanchero llegara a recogerlos desde la otra orilla. El día era uno de esos primeros del verano tropical, y en el aire se confundían constantemente los respiros aún húmedos y los soplos de calidez anunciada. Ellos sabían que era preciso tener paciencia, porque Melquíades nunca era puntual, y eso lo resolvía con un gesto de paisano envalentonado. Entretanto, iban pasando por ahí gentes conocidas y desconocidas, que saludaban y se iban de largo, hacia abajo y hacia arriba por las playas abruptas del río mayor que tenía un nombre emblemático: Lempa.

De repente, y como si apareciera por arte de magia, ya estaba llegando a la arena pedregosa la lancha conducida por Melquíades, y luego de que les hiciera un saludo puramente gestual los pasajeros fueron ingresando al vehículo tambaleante a pesar de que la corriente que iba suavemente hacia abajo a cruzar de manera sesgada frente a un paredón de lajas imponentes no tenía ningún sobresalto.

Uno de los que estaban sentados adentro comentó:

–Miren para allá: parece que va a haber tormenta. ¿Estás de acuerdo, Melquíades?

De nuevo un gesto de él que hubiera podido interpretarse como “Pregúntenle a las nubes, como discípulos agradecidos”.

Cuando tocaron la otra orilla, en la hacienda Jiboa, sólo unos segundos después, comenzó a desatarse una llovizna que los envolvió como si fuera una frazada de briznas voladoras. Y el más joven de los transeúntes dijo sin poder contenerse:

–Vamos a llegar empapados a la casa de la hacienda…

A lo que le respondió el mayor luego de hacerle una señal de despedida a Melquíades:

–Algo se quebró arriba, allá en lo alto del cielo, y lo que nos ha caído es un reguero de cristales. Algo querrá decir. Y antes de subir la cuesta persignémonos para dar las gracias…

Y en ese instante se detuvo la llovizna con un suspiro.

FARO A LA VISTA

Era campesino por tradición familiar, pero su ilusión de origen desconocido era ser marinero. Y aunque el mar estaba a corta distancia del cantón en que él había vivido siempre, apenas lo había atisbado desde uno de los cerros inmediatos. Cuando arribó a la adolescencia, los anhelos de horizonte líquido se le hicieron aún más entrañables. No se lo decía a nadie, pero lo sentía como una necesidad que estaba prendida a sus células mayores, las de la imaginación en movimiento.

La adolescencia es un brote de impulsos, y para él fue el despertar de la espuma, esa que llevaba escondida en el fondo de su conciencia desde el mismo instante en que ésta se le empezó a revelar. Una espuma salada e incansable, que le llamaba sin descanso.

Se fue entonces en dirección a la costa marítima, con la urgencia que caracteriza a los mandatos misteriosos y supremos, como si las voces interiores hubieran tomado ahora sí control de todos sus impulsos. Y cuando tuvo el mar abierto a la vista se fue directamente al área en la que había embarcaciones atracadas.

–¿Hay algún trabajo para un desconocido que quiere salir al mar al momento?

–Aquel barquito necesita un ayudante de motores. ¿Usté tiene experiencia? ¿Se anima?

Sin responder, corrió hacia donde le indicaban, tropezando con todo lo que le salía al paso. Y como no había disponible nadie más, le dieron la plaza. Él saltó de alegría. Sin ocuparse de ir a avisar a sus familiares, se instaló ahí, porque el viaje iba a comenzar en unos momentos.

El barco evidentemente era de los de antes, pero para él eso ni siquiera era advertible, porque no tenía ninguna información al respecto. En unos minutos estaban navegando hacia altamar. Él, inclinado sobre unos de los barandales de cubierta, observaba en éxtasis. Y de pronto vio algo que lo invitó a saltar sobre las estructuras metálicas: era el faro en la punta de la costa.

Saltó al aire, porque ahí estaba su nuevo hogar. Y las olas lo envolvieron, emocionadas.

HAY QUE SOÑAR DE PIE

–¿Me permite pasar, señor?

–Este no es lugar para indigentes, perdone.

–Ya lo sé, y por eso le pido permiso respetuosamente. Yo no soy un hombre que vive en la calle, sino que tengo una preciosa casa en las laderas más exclusivas.

–No me diga. ¿Puede comprobarlo?

–No a usted, que me ha rechazado sin conocerme.

–¿Y entonces a quién?

–A aquel guardián que está allá, mire, en la entrada principal. ¿Me permite llegar hasta él?

–Si me presenta algún documento que dé fe, con todo gusto.

–Aquí tiene.

–¿Y esto qué es?

–Lo que escribí ayer por la noche.

–Ay, señor, no quiera verme la cara. Este es un papel cualquiera con unas líneas mal escritas.

–Pero no ha leído lo que ahí dice.

–Es que eso es lo de menos. Yo lo que le pido es una constancia sobre usted.

–¿Y qué de seguro tiene un papel firmado y sellado?

–Bueno, es lo que establece la ley.

–¿Cuál ley?

–La ley de la sociedad.

–Ah, pues yo le estoy presentando algo superior: una hoja donde está escrita la ley de Dios.

–¿Cómo es eso? Usted está loco. ¿Quién se cree?

–Un enviado de Dios que viene a constatar que la tierra puede ser un refugio seguro.

OBRAS SON AMORES

Don Emigdio estaba en su rústico lugar de trabajo ubicado en la parte trasera de su casa suburbana. Era un artesano de vocación heredada, porque su padre, su abuelo y se seguro también su bisabuelo habían hecho lo mismo en sus respectivas épocas. Las artesanías buscaban reproducir los sueños heredados, y por eso las maderas procesadas parecían florecer en ruta hacia el futuro. Don Emigdio ahora tenía un solo nieto, porque el hijo murió en los últimos meses de la guerra interna, allá en 1991, cuando el nietro acababa de nacer.

Fermán, el nieto, recibió su nombre del comandante del grupo guerrillero al que perteneció su padre, y ahora también era artesano. El abuelo decía: “Fermán es un maestro de los de antes. Lo que yo le he enseñado es sólo una señal para que él camine hacia sus orígenes. Verdaderamente el que me enseña es él”.

Y fue entonces cuando Fermán conoció a Milagro, la maestra de parvularia que había llegado al cantón a trabajar en la escuela recién abierta.

–Usted es nueva, ¿verdá?

–Novísima, como la luna que se ve allá, detrás de aquel muro de árboles.

–¿Y cómo se llama?

–Milagro, para que vea.

–Ah caray.

–¿Y usté?

–Yo soy Fermán, un pinche artesano.

–¿Cómo que pinche? En la vida nadie es menos que nadie, salvo por su conducta.

Desde ese mismo minuto el enlace emocional se hizo presente, y ambos dijeron al unísono, con tonos diferentes pero con la misma intensidad:

–Hasta ver a Dios.

Y entonces pareció emerger de las respectivas conciencias una nueva artesanía, que tenía todas las características del destino compartido.

Frente a ellos, una pequeña plazoleta sin arriates ni bancos los invitaba a estar de pie, como si fueran transeúntes que necesitaran un momento de sosiego. Así lo tomaron, sin pensar en ello, y sólo unos minutos después estaban agarrados de las manos, perfectamente seguros de hallarse en la mejor estancia de sus vidas.

–Vamos a trabajar juntos, ¿verdad? –dijo ella, con su sonrisa más incitante.

–¡Claro: artesanías para infantes, como en el principio de los tiempos!

–¿Y eso qué significa?

–Que el amor es la Creación en movimiento… ¡Milagro en vivo!

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Séptimo Sentido

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