De cuentos y cuentas

Fe

La fe, la confianza en mis funcionarios no puede ni debe ser un cheque en blanco ni un salvoconducto para que hagan lo que les dé la gana.

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Periodista

La fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve, según la definición bíblica. Aunque en el plano metafísico es algo básico y en la parte espiritual es el sostén de millones y millones de personas en el mundo, es cierto que hay muchísimas cosas para las que no basta con creer.

Puedo tener fe en que el próximo año será mejor, pero depende de mí actuar, trabajar y poner de mi parte para que eso suceda. Puedo, así mismo, tener fe en mis gobernantes, en esos a los que les confié mi voto y quienes ahora se sientan en las sillas del poder y deciden cosas que serán determinantes para mi calidad de vida y la de mis compatriotas.

Con ese poder, dado por la mayoría que acudió a las urnas, pueden decidir en qué usarán nuestros dineros, esos que pagamos cada vez que compramos algo, recibimos un pago o nos aplican tasas e impuestos que ni sabemos que existen —con la gasolina seguimos pagando el FEFE, al que le decían «impuesto de guerra»—. Deciden, además, en qué montos y para qué fines contratar más deuda.

Entonces, sobre esa plata pueden tomarse decisiones que fomenten el bienestar social: invertir en mejorar la salud pública, la educación, los servicios para la población más pobre. Puede priorizarse recursos para reforzar lo que se traduzca en mejoras para la gente y reducir el gasto en cuestiones como viajes o lujos para los funcionarios públicos. Incluso tenemos un fallo de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia en este sentido.

Mucha fe puedo tener en mis gobernantes, pero allí sí necesito ver, sí necesito saber y sí necesito conocer cómo y en qué usará la plata. No se vale que el proceso de elaboración y discusión del presupuesto sea tan poco público y tan poco transparente. La población tiene acceso al proyecto de presupuesto una vez presentado y luego, tras su aprobación, una vez publicado. Porque pese a que las reuniones de la Comisión de Hacienda de la Asamblea Legislativa se transmitan por radio o televisión, las verdaderas decisiones se siguen tomando a puerta cerrada, bajo la mesa, y según pactos que poco tienen que ver con el bienestar de la gente.

La fe, la confianza en mis funcionarios no puede ni debe ser un cheque en blanco ni un salvoconducto para que hagan lo que les dé la gana. La transparencia ha sido el gran ausente en los procesos de formulación del presupuesto durante décadas y si de verdad vamos a hacer las cosas distintas, cambiar esto es un buen inicio.

Es delicadísimo que el plan de gastos del Estado no se maneje como lo que es: una herramienta de política fiscal cuyos fines deben ser asegurar una gestión alineada con el bienestar social, con la sostenibilidad y con la austeridad en las áreas en las que se pueda aplicar. Seguimos siendo el país con una de las planillas públicas más caras de la región, se sigue manteniendo partidas de gastos reservados, le seguimos dando más recursos a publicidad que a entidades que cuidan del bienestar de los niños, del medio ambiente o de la promoción del turismo. Incumplimos fallos judiciales que nos mandan a tener presupuestos equilibrados y sin gastos subestimados ni ingresos inflados.

El problema de un presupuesto mal elaborado y mal enfocado es que el resultado es una merma en la calidad de la vida de la gente, sobre todo de los más pobres, por dos causas principales. Primero, si no se prioriza bien el gasto, no se dedican suficientes recursos a los servicios básicos, esos a los que la población más vulnerable no puede tener acceso a menos que el Estado se los provea.

Segundo, con presupuestos desequilibrados, se debe recurrir cada vez más a deuda, y los futuros presupuestos deberán destinar, como ya pasó en 2019, más recursos al pago de la deuda que a salud y educación combinados.

No es poca cosa. Tengo fe en que finalmente nuestros gobernantes entenderán. Ojalá no me equivoque.

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