Carta Editorial

En El Salvador nos falta dar su lugar a personajes que sean referentes con mística de disciplina y dedicación.

Rubén Martínez es el arquitecto que diseñó y ayudó a construir la iglesia El Rosario. También es el cerebro detrás del Cristo de la Paz y del Monumento a la Constitución. Hizo bustos: desde Roberto d’Aubuisson hasta Mauricio Funes. En una iglesia de Costa Rica hay una más de sus obras, una de 4 metros. Su carrera está llena de esos que ahora son referencia física de la ciudad, ha recibido encargos desde fuera del país y hasta ha sido imitado. Su queja, sin embargo, es la misma que la de otros artistas que han sido entrevistados en este espacio: el reconocimiento de este país que lo vio nacer ha tardado demasiado en llegar.

No es una queja hueca. No es algo que se pueda dejar pasar solo porque todos lo dicen. De hecho, debería ser motivo de mucha vergüenza que este sea el sentimiento que uniforma a quienes aquí han buscado mantener una carrera relacionada con el arte y la cultura. Dice mucho, para mal, de quiénes somos y cómo nos recibimos.
La forma en la que se construye la memoria histórica de un país está influenciada por los personajes que toman por asalto las coyunturas. Así, un texto de esta edición narra cómo la ciudad de Medellín, en Colombia, lucha por descartar del ideario colectivo la imagen romántica de Pablo Escobar como un Robin Hood y busca que ningún narcotraficante sanguinario pueda limpiar su imagen y soslayar sus crímenes entre la sed de héroes de una sociedad de posguerra.

En El Salvador nos falta dar su lugar a personajes que sean referentes con mística de disciplina y dedicación. Nos falta entregar a las nuevas generaciones información suficiente de esos personajes que, al margen de sus imperfecciones y de la ingratitud del entorno, supieron formarse, crear y dejar huella. Urge ser más justos para encontrar la ruta a la reconciliación.

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