Carta Editorial

Así, han terminado siendo consumidos por una dinámica injusta en la que han sido los que más han perdido.

La enfermedad renal crónica lleva décadas instalada en las casas de los agricultores. Y acá no importa si hablamos de Guatemala, Honduras, Nicaragua, Costa Rica o El Salvador. Esta enfermedad ha demostrado que no conoce fronteras. De lo que sí da cuenta es de desigualdad y silencio.

En esta edición, arranca una serie de reportajes que busca, de la mano de los datos y los hallazgos científicos, contar las enormes dimensiones que ha llegado a tener este problema para las familias marcadas por la escasez de recursos para hacerle frente al escenario tan complejo que impone esta enfermedad.

Con el apoyo de la Fundación Bertha, con sede en Londres, Inglaterra, como un socio externo para hacer posible la investigación, en estas publicaciones el principal objetivo es el de hacer la tarea de llegar a dar voz a las personas a las que les ha tocado apostar el cuerpo en función de que la tierra produzca tanto como pueda y, con ellos, crezca la productividad de los países. Así, han terminado siendo consumidos por una dinámica injusta en la que han sido los que más han perdido. Han acabado como protagonistas de una historia cruel de pobreza y enfermedad.

En contraste, los gobiernos y todos los que han reportados ganancias basadas en el esfuerzo campesino, no han hecho lo que les correspondía para atajar las consecuencias de esta epidemia. La desidia ha derivado en que el drama de miles de personas afectadas por la enfermedad ha sido silenciado, pese a las evidentes características sociales que unen a los diagnosticados y que la ciencia ya se ha encargado de delimitar bien.

Lo que sucede en la costa del Océano Pacífico de Centroamérica es, en toda regla, un caso grave de discriminación. La gente está sufriendo un serio daño en los riñones y ha faltado quien ponga atención a este flagelo colectivo.

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Séptimo Sentido

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