Carta Editorial
Juana es una superviviente que lleva 36 años esperando que las instituciones pongan atención a su dolor y al crimen del que fueron víctimas cerca de 200 personas.
Se trata de justicia. Sin apellidos, sin nada, solo justicia. Que a una persona le hayan matado a toda su familia y que por eso haya pasado por quién sabe cuánto sufrimiento debería traer como consecuencia un proceso de investigación y luego de sentencia. Debería haber para esta persona la posibilidad de saber dónde están sus familiares, debería poder hacer un duelo y debería tener acceso a todo tipo de herramientas que le permitan superar la pena y después, si quiere, perdonar. Eso sí, antes, el Estado, por medio de las instancias pertinentes, debería explicar qué pasó, por qué pasó. En el relato que sirve de hilo conductor al reportaje de esta edición no hay nada de esto.
Lo único que hay es una voz que, hasta ahora, no se ha cansado de contar cómo perdió a sus padres, hermanos e hijo cuando se llevó a cabo la masacre de El Calabozo, una especie de playa del río Amatitán, en San Esteban Catarina, municipio de San Vicente.
Juana es una superviviente que lleva 36 años esperando que las instituciones pongan atención a su dolor y al crimen del que fueron víctimas cerca de 200 personas. La primera denuncia sobre esta masacre se recibió solo 10 años después de ocurrida, es decir, en 1992. Y la primera exhumación solicitada por la Fiscalía General de la República para investigar la masacre de El Calabozo se realizó este año, hace solo 34 días. Esto solo ilustra cómo les ha ido costando a los supervivientes romper el grueso escudo de la impunidad.
Juana no espera que las diligencias avancen con rapidez. No sabe si va a poder ver algún resultado de las exhumaciones que recién se realizaron. Pero su dolor y su lucha han sido tan grandes que hay hijos y nietos que no solo saben lo que sucedió, se han apropiado de la causa. La restauración no tiene como base el olvido, sino que el vívido recuerdo de lo que no se debe repetir.