Carta Editorial
No es una angustia que se conjugue en pasado. Como bien lo ilustra Mejía, este es un dolor de hoy, de mañana y de todos los días.
La voz de Guadalupe Mejía, madre Lupe, encierra muchas de las deudas de justicia que tanto daño han hecho a esta sociedad. La firma de los Acuerdos de Paz hizo callar las armas. Pero la paz no es solo dejar de agredirse. Implica también la reparación y después la reconciliación. Un proceso que aquí jamás se llevó a cabo.
Y en este cúmulo de deudas, no hay ninguna angustia más grande que la de las madres y padres en busca de sus hijos desaparecidos. No es una angustia que se conjugue en pasado. Como bien lo ilustra Mejía, este es un dolor de hoy, de mañana y de todos los días.
La pregunta que lanza esta entrevista, desde el titular, describe a la perfección ese vacío: “¿Dónde se enflora a un desaparecido?” Adónde se despiden y hacen cierre ese ejército de personas que se ha quedado buscando y que no puede dar paso a un luto en forma porque ni siquiera tiene claro si busca a un vivo o a un muerto.
La respuesta debería venir de una construcción social que no solo busque superar y olvidar las heridas de guerra, sino que conciliarlas y aprender a vivir con ellas para, sobre todo, no repetirlas. Para esto último, tan importante y tan básico para no seguir agolpando víctimas contra el muro de la impunidad, también hemos llegado tarde. A los dolores de las madres como Guadalupe se les unen los de tantas otras familias rotas por la violencia, de otro tipo, pero violencia al fin, que comienzan a andar por este camino de buscar a un desaparecido en un país pequeño, pero oscuro.
En este mismo número hemos incluido un texto en el que se hace un repaso del acuerdo de paz de Colombia, a un año de la firma. Las preocupaciones sobre el cumplimiento de lo negociado hacen pensar también en los pasos dados en El Salvador y remiten, de nuevo, a esa idea de que dejar de agredirse no siempre implica aceptarse. Para esto, hace falta mucho más esfuerzo.