“El territorio del ciprés” – cuento II

Martes. Supe de su existencia porque nos intentó seguir. Salió de la nada y asustó a mi pequeño sobrino cuando maulló de repente, tras nuestros pasos.

Fotografías de / Ilustración de Moris Aldana
Ilustración de Moris Aldana

“Itinerario”

Claudia Denisse Navas

Martes. Supe de su existencia porque nos intentó seguir. Salió de la nada y asustó a mi pequeño sobrino cuando maulló de repente, tras nuestros pasos. Posiblemente solo quería algo de comer, si es que a ese nivel de deterioro aún se puede tener hambre. Nos apresuramos para desprendernos de su súplica decadente, de su fisonomía decrépita, de su ligero olor agrio.

Miércoles. Oí un gruñido ronco y destemplado que me hizo dirigir la mirada hacia la esquina de la cuadra que yo recorría camino al trabajo. Se había plantado allí, sobre la acera, al cobijo del cesto metálico donde se acumulaban las bolsas con basura del barrio. Su pelambre parecía embadurnada de alguna sustancia húmeda y grasienta; puede que le lanzaran agua para alejarlo de las viviendas, o había dormido cerca de un desagüe. En el sitio donde debieron estar sus ojos se abrían unas cuencas carcomidas, con un centro sin brillo, color gris-pardo. Se había sentado en sus patas traseras y abría la boca al aire con intervalos pausados para dejar escapar un gorjeo agónico. Verlo era una afrenta; tenía color de suciedad y tristeza. Parecía una bolsa de basura más.

Jueves. Iba de nuevo a mi trabajo. Inevitablemente, lo busqué con la mirada. Se había movido a la esquina opuesta de donde estuvo el día anterior, y se había instalado bajo la frescura de un pequeño seto de claveles rojos, sobre el pavimento, con su pequeña cabeza apoyada contra el cordón de la cuneta, como queriendo empujarla. Estaba rígido. Su rostro tenía una mueca confusa que lo hacía parecer sonriente o muy infeliz. Lo miré durante el tiempo que duró mi trayectoria por la calle sin poder apartar mis ojos de aquella masa calamitosa y repugnante. El animal mantuvo su rigor, no se movió un milímetro, no emitió ningún sonido. Murió, me dije. Y seguí para mi trabajo.

Viernes. Allí estaba de nuevo. Lo miré con incredulidad, con terror, con asco. El animal seguía justo donde le diera por muerto el día anterior. Había cambiado de postura. Su diminuta cabeza se escondía tras sus dos patas delanteras, cubriéndose de la luz del día que debía torturarlo sin piedad aún en su agonía. El resto del cuerpo se arqueaba sobre sí mismo y, en conjunto, formaba un ovillo. Una jovencita que corría en dirección opuesta casi lo pisa; alcanzó a verlo y al saltar provocó que una leve nube de moscas se levantara y rápidamente volviera a caer sobre el animal. No se sentía pestilencia alguna, supuse que seguía vivo y me pregunté hasta cuándo duraría su suplicio.

Viernes en la noche. Regreso de mi trabajo. Morbo, lástima, curiosidad, no sé, pero bajo la luz blanca del alumbrado público escudriñé las esquinas de las calles, las cunetas, el cesto de basura, el seto de claveles. Todo limpio, todo está decentemente urbano. Llevo mi mano al pecho, sin pensarlo. Allí dentro también falta algo.


“El territorio del ciprés”

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