Rumbos confluidos

Distancia amarga

Desde esta parte del mundo he aprendido que la muerte de un ser amado sabe más amarga con la distancia. Que la impotencia de no poder satisfacer la necesidad (quizá egoísta) de decirle adiós a la materia es fustigante

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Periodista salvadoreño radicado en Hyattsville, Maryland

Siempre creí que su vida fue fascinante. A cada uno de sus platillos le correspondía alguna tragedia o dicha que hubiera pasado por su vida. Nació en una casa de bahareque ahumada por fuego de leña. A los 10 años, su madre leyó su destino en un huevo de gallina india: estaría ligada por siempre a la cocina. Usó calzado solo hasta que pudo comprárselo con su primer trabajo, como aprendiz de cocinera. Formó una familia a cucharadas de guisos y a punta de ejemplos firmes. Hizo todo lo posible por aprender a leer y a escribir, y nada disfrutó más que devorar libros y alimentar a todos los comensales que estuvieran a su alcance.

Nuestra relación fue mucho más que un cliché entre nieto y abuela. Fue una complicidad que tenía su culmen en jornadas casi ceremoniosas de cocina. En ellas, sus historias y experiencias eran ingredientes infaltables. Más que sus trucos y secretos para que cada comida quedara exquisita, lo mejor de nuestras sesiones eran esas lecciones de vida que me daba con tanta sencillez. Sus risas, su caridad, desprendimiento y sabiduría siempre me satisficieron.

La última vez que pude abrazarla me susurró una bendición cálida. Su vestido celeste tenía pegado el olor del café de maíz que ella misma preparaba y molía a mano. Ella tenía los ojos humedecidos y la voz entrecortada. “Hasta pronto, mi viejita”, le dije con las cuerdas vocales hechas nudo. Era la segunda vez que me le iba del nido y, contrario a lo que me había imaginado, esa despedida fue más difícil.

Hoy, a menos de 8 días de su partida, se me llena la mente de verbos en condicional. Si entonces hubiera sabido que esa mañana de agosto sería la última vez que podría sentir su tibieza, no la habría soltado. Entonces solo tomé sus manos maltratadas por décadas de trabajo en la cocina, besé su frente llena de surcos y tuve que volar de nuevo.

Desde esta parte del mundo he aprendido que la muerte de un ser amado sabe más amarga con la distancia. Que la impotencia de no poder satisfacer la necesidad (quizá egoísta) de decirle adiós a la materia es fustigante. Sobre todo, que nunca se está listo para el dolor, sin importar cuán anunciado sea el golpe. La peor parte de estar lejos sale a flote en estos momentos en los que no hay más remedio que conformarse con despedirse a través de recursos tecnológicos. La vida y la muerte calan más hondo cuando se está distante.

El país que uno ama se condensa en los rostros que uno anhela volver a ver al regresar. Y cuando esos rostros se hacen más, las raíces se debilitan. Lo único que queda, para aminorar el sabor amargo, es alimentarse de las buenas memorias.

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