Historias sin Cuento

MISTERIOS DE BONANZA Aunque en apariencia el estatus social y económico se mantenga estático en el tiempo, eso con frecuencia no pasa de ser un espejismo desorientador, porque lo que acaba imponiéndose siempre, sin que necesariamente lo parezca así, es la suerte de cada persona, con sus expresiones y sus enigmas propios. El caso de […]

MISTERIOS DE BONANZA

Aunque en apariencia el estatus social y económico se mantenga estático en el tiempo, eso con frecuencia no pasa de ser un espejismo desorientador, porque lo que acaba imponiéndose siempre, sin que necesariamente lo parezca así, es la suerte de cada persona, con sus expresiones y sus enigmas propios. El caso de Vladimir era justamente ese.

Primogénito en un hogar acomodado, desde muy niño se manifestó dispuesto a conquistar su mundo propio con todos los recursos que le fueran posibles. En el colegio tenía fama de concentrado y misterioso, ajeno a los deportes y a las prácticas juveniles. No pertenecía a ningún grupo de amigos, y menos de compinches. Muchos lo consideraban una rara avis.

En su casa nunca faltaba nada en lo que a cosas materiales se refería. Más bien la abundancia parecía ir en aumento, porque los negocios familiares prosperaban y las inversiones daban beneficios crecientes. Pero en contraste, los componentes de la familia por momentos ni siquiera daban la impresión de pertenecer al mismo núcleo. Anímicamente, algunos abiertos y otros encapotados; funcionalmente, algunos activos y otros indolentes. Y él, Vladimir, que estaba en el centro cronológico de la descendencia, reunía características contrastantes: era encapotado y activo. Quizás por eso no encajaba de ninguna manera. Todos lo miraban de reojo, aun los padres…

Estaba en la etapa final de su educación media, ya en vísperas de entrar a la formación superior, y eso le producía una ansiedad adicional. Se lo consultó al consejero psicológico del colegio exclusivo donde estudiaba, y la respuesta no le dio pistas:

—Si quieres estudiar fuera, hazlo; si no quieres, no lo hagas. Eres libre.

Y aquel vocablo –“libre”– se le clavó como un dardo en la sien. ¿Libre? ¿Libre para qué? Lo tenía todo y ahora se daba cuenta del sentimiento de no tener nada. Un conato de hoguera se le encendió por dentro.

Aquella misma noche se acercó a sus padres, que estaban en la terraza tuiteando como siempre:

—Voy a decirles algo: lo que quiero es ser libre.

—¿Y eso? ¿Qué mosca te ha picado?

—La mosca de la ilusión, que no necesita presupuesto. No sé si entienden.

—Estás hablando como un cipote inmaduro. Esos son nervios porque vas a pasar a una nueva etapa. Voy a darte un calmante.

Él se levantó, sin decir más. Los padres siguieron tuiteando. A la mañana siguiente no apareció. Lo único que hallaron de él fue un mensaje en la web: “Ya soy libre. Nos vemos”.

MISTERIOS DE PENURIA

Entró en su habitación, que era la única de aquel espacio que a duras penas resistía el calificativo de vivienda. Los cuatro rincones eran lo verdaderamente disponible: en el más próximo a la puerta, el par de sillas raquíticas con la cocinita al lado; en el rincón paralelo, la mesita de trabajo; en el rincón derecho del fondo, la litera estrecha destinada para dos; y en el último rincón, un altar improvisado que cambiaba con frecuencia. Una sola ventana con ansia de tragaluz, y protegida por una rústica tela de alambre, le proveía alguna claridad al encierro, que rápidamente iba desvaneciéndose por la hora.

Era hora de comer algo porque la noche estaba encima, pero él ni siquiera se acordó de eso. Lo que necesitaba era otro tipo de alimento: el de las imágenes reconfortantes luego de una jornada de la que siempre quedaba exhausto anímicamente porque le tocaba lidiar con las insatisfacciones de los clientes que iban a recoger sus bultos en la bodega de la fábrica.

Se hallaba solo, aunque ya era hora de que su esposa y sus dos hijos estuvieran ahí. No se alarmó por eso, ya que sucedía con frecuencia. Y como estaba solo bien podía acomodarse a su gusto. Se ubicó en el suelo y se extendió cuan largo era, estirando sus miembros con gratificante libertad. Desde esa posición podía ver hacia arriba sin ningún esfuerzo.

Entrecerró los ojos como si quisiera descubrir algún detalle curioso. El cielo raso era el de siempre: deteriorado y descolorido. Y en el instante en que lo percibía detectó que algo ahí estaba moviéndose entre la penumbra creciente del espacio cerrado. Aguzó la mirada. Sí, una luciérnaga que daba la impresión de no querer ser identificada.

Él unió las manos humedecidas por el calor intenso y se las puso sobre el pecho, como si buscara agradecer aquel encuentro que no tenía explicación. ¿Por dónde podía haberse colado aquel coleóptero que prefería los espacios abiertos? La luciérnaga se quedó quieta, y él interpretó aquello en clave comunicativa. Se incorporó en el suelo, y quedó arrodillado como un devoto que acabara de entrar en éxtasis.
se llenó de destellos. Una nube de luciérnagas vagaba por sus estancias íntimas.
¿A quién estaba rindiéndole aquella pleitesía que semejaba un juego ingenuo? Inclinó la cabeza sobre el pecho y cerró los ojos. Todo en su interior invocaba los poderes olvidados.

Se preguntó sin palabras:

—¿Dónde estoy?

La luciérnaga original descendió hasta su frente y se quedó quieta sobre ella. Y en aquel segundo él comprendió que la pregunta que acababa de hacerse era irrelevante.

MISTERIOS DE APETENCIA

Cuando se sacó aquel premio en la lotería tomó el hecho como un anuncio de la Providencia. No es que fuera creyente disciplinado, pero si quería llegar a serlo, y por eso activaba sus ansias en forma de reflejos anímicos. Como era un ser eminentemente ordenado, trató de armar de inmediato una lista de aplicación de los recursos ahora disponibles, que aunque no eran muchos sí representaban un respiro de amplio alcance en su situación económica normal.

La vida siguió su curso, como si nada nuevo asomara por ahí. Y es que la rutina era para él un estilo de vida. Pero poco a poco, y de manera inesperada, fueron apareciendo señales de que podía haber cambios de algún relieve. Un sábado cualquiera se había quedado sin salir porque sentía un leve malestar generalizado, de seguro por la intensidad de la semana transcurrida.

Se puso a observar, desde la terracita casi inexistente, los entornos del vecindario, y sobre todo ese lugar donde vivía ella, Marisol, que estaba en su mira desde que eran niños.

Por fortuna, Marisol se hallaba visible en aquel instante, recostada en la silla plegadiza que era su acomodo predilecto. Envuelta en una bata de casa, aprovechando también el paréntesis sabatino. Él trató de esconderse cuanto pudo para poder contemplarla con la mayor libertad posible. La había tenido a la vista tantas veces que todos sus detalles le eran conocidos. Así se mantuvo durante varios minutos, inmóvil, con la respiración anhelante y los sentidos a la expectativa.

De pronto, ella pareció darse cuenta de que era observada y se incorporó. Extendió los brazos hacia arriba, como si estuviera desperezándose; y al hacerlo la bata se entreabrió, dejando ver que se hallaba desnuda. Los reflejos sobre la piel eran una invitación al contacto íntimo.
Él tuvo el impulso de llamarla por su nombre, pero se contuvo. Lo que estaba haciendo era saborear el instante inesperado como si fuera un manjar de dulzura exquisita. La experiencia más deliciosa en la placidez de un sábado que tenía todos los visos de ser inolvidable, aunque no tuviera otras consecuencias.

¡Aleluya!

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