Historias sin Cuento

Ellos movieron las cabezas, incrédulos y confundidos, pero no dijeron nada. Sabían que Edwin era inconmovible.

PARÁBOLA DEL BUEN VECINO

Aquella comunidad suburbana se había venido formando desde hacía muy largo tiempo, pero las condiciones de la realidad en los decenios inmediatamente anteriores determinaron un crecimiento expansivo sin precedentes. Expansivo y aglutinante, porque ahora las viviendas estaban literalmente apiñadas, sin espacios para las siembras caseras de antaño y sin senderos semejantes a las veredas de otro tiempo. Y todo eso hacía que el costo de una de aquellas viviendas fuera más accesible para la gente desposeída que iba en aumento.

Así llegó Lucio a vivir ahí con su pequeña familia, inmediatamente después de que el logro de un trabajo mejor remunerado le permitiera optar a un crédito en el sistema público. Se instalaron en aquel espacio con sólo dos reducidas habitaciones, un par de metros de acceso y una ínfima mediagua posterior. Como era la última construcción del pasaje, únicamente estaba el vecino de al lado, y ni siquiera lo habían visto, aunque ya hacía algunas semanas del arribo.

En los primeros días, el silencio tras la pared divisoria era total, como si nadie viviera ahí; pero poco a poco se fue percibiendo una especie de rumor, que bien podía ser el efecto de un grifo que estuviera fluyendo sigilosamente. Y ese rumor iba transformándose en algo como una conversación casi secreta. Lo curioso era que sólo Lucio percibía aquellos signos, como si fueran dirigidos a él. No lo comentó con nadie, pero al fin se animó a indagar.

Salió, dio la vuelta y tocó. No había timbre, Se tenia que hacer con la coyuntura de los dedos. El silencio volvió a ser total. Entonces tuvo el impulso no pensado de empujar la puerta, que cedió sin ninguna resistencia. Estaba adentro. ¿Pero qué era aquello?

–Bienvenido, hermano, aquí estamos a la espera del Apocalipsis que nos toca. Sólo vos faltabas, vos que sos el más sencillo de los escogidos…

Él quiso escapar, porque aquello bien podía ser una trampa mortal, de esas que hoy abundan.

–Shhh, no te preocupés. Por algo somos vecinos. Esto es ley superior. Y por tu familia tampoco te preocupés. Los otros hermanos velarán por ellos, mientras nosotros nos dedicamos a la confianza en lo desconocido…

Y al decir aquellas frases, una iluminación envolvente que parecía cobija sagrada se apoderó de todo, incluyéndolos a ellos.

GRACIAS, CAMBIO CLIMÁTICO

El día amaneció soleado, aunque los servicios meteorológicos habían anunciado una vaguada de alta intensidad. Y como era domingo, lo que estaba en perspectiva era ir a algún paseo por los alrededores, que eran predominantemente arbolados. Él le dijo entonces a su esposa:

–¿Tenés preparados los bocadillos del almuerzo, ¿verdá?… Ah, bueno, entonces vamos a ir a caminar un poco por el bosquecito que tanto nos gusta. Hay que decirle a la niñera que se quede con los cipotes…

–Ella se fue desde bien temprano. Vamos a tener que llevarlos.

–Ah, no. Es que entonces no vamos a gozar el paseo como nos gusta.

–Bueno, pues lo que queda es que nos vayamos a boquear en el ático, mientras los niños permanecen encerrados en su cuarto viendo sus programas favoritos en la tele o moviéndose como animalitos voladores por las redes sociales…

–¡Uf, pues que así sea!

Subieron al ático por la casi desquiciada escalerilla de caracol, y fue como si el trayecto ascendente durara por tiempo indefinido. Así lo sintieron. Y al llegar arriba los envolvió de pronto una densa bruma que se colaba hasta por las más leves rendijas.

Detenidos entre los promontorios de objetos ya sin destino, la pregunta les nació de muy adentro y al unísono:

–¿Y qué pasó afuera mientras subíamos?

No había respuesta disponible. De la claridad deslumbrante a la espesura envolvente. Y en cosas de minutos, al menos dentro de la lógica de los relojes. Ahora se hallaban ahí, como en una cúpula sin tragaluz.

Se fueron a ubicar en una de las esquinas de aquel espacio y la somnolencia se apoderó de ellos. En un par de minutos ya estaban con los ojos cerrados y levitando hacia adentro. Hasta que…

Sonó la campana, de origen desconocido pero con ecos familiares.

–¡¿Qué es esto?! ¡¿Qué es esto?!

Y con la campana llegaba un torrente de rayos solares. El aire se había despejado por completo y por la ventana de cortinaje corrido entraban todos los destellos imaginables.

Se abrazaron como si acabaran de encontrarse, y ahora fue ella la que habló:

–Quedémonos aquí, porque el ático nos invita a compartir desde su sencillo mirador las travesuras del cambio climático. Es como un templo que no se anima a decir su nombre…

–Oremos, pues, con la confianza de los elegidos.

PELUQUERO DE SEÑORAS

Desde que era niño, Edwin dio muestras de ambición imaginativa, que no era lo común en su entorno familiar de siempre. Aprendió a leer antes de llegar al kindergarten, y su ánimo lector se le desplegó de inmediato. En su cuarto de pequeñas dimensiones tenía una aglomeración de volúmenes, que no dejaba de hojear y de leer, y eso ya era parte de su naturaleza.

Todos creían que iba a decantarse por alguna profesión científica o literaria, y ni siquiera la preguntaban, porque era claro que iba a tomar una opción de primer nivel, ingeniándoselas para hacérsela costeable. Estaba ya a finales de su formación media, y ya pronto llegaría el momento de culminar el bachillerato. Entonces el padre y la madre se juntaron un día con él para conocer sus intenciones de futuro.

–Edwin, ya llegó el momento de la gran decisión sobre lo que querés ser como profesional. ¿Ya lo pensante.

–Claro que sí: voy a ser peluquero de señoras.

Estupor indisimulable. ¿Qué significaba aquello? Se lo preguntaron con las miradas inquisitivas. Él no se inmutó. Y como no daba signos de explicarse, se lo preguntaron en directo:

–¿Y de dónde has sacado semejante cosa?

–De la opinión de un gran autor. ¿Quieren que les comparta el texto?

Lo tenía a la mano, como si esperara la ocasión. Era el libro «Viajes con Charley», de John Steinbeck. Lo abrió y empezó a leer:

«—De acuerdo –dije–, ha tocado usted un tema en el que he pensado mucho. Conozco a varias mujeres y muchachas de todas las edades, todas las clases, todos los tipos. No hay dos que se parezcan salvo en una cosa: el peluquero. En mi modesta opinión, el peluquero de mujeres es el hombre más influyente de cualquier comunidad.

–Usted se burla de mí.

–De ningún modo. Lo he estudiado profundamente. Cuando las mujeres van a la peluquería, y todas van si pueden pagarlo, algo les ocurre. Se sienten seguras, se relajan. No tienen que fingir nada. El peluquero sabe cómo es la piel de ellas bajo el maquillaje, les conoce la edad, las operaciones faciales. Por esa razón, las mujeres cuentan a un peluquero cosas que no se atreverían a contar a un sacerdote, y se explayan sobre asuntos que le ocultarían al médico.

–No me diga.

–Sí le digo. Le repito que he estudiado el fenómeno. Cuando las mujeres ponen su vida secreta en manos del peluquero, el obtiene una autoridad que pocos hombres alcanzan. He oído citar peluqueros con absoluta convicción en materia de arte, literatura, política, economía, puericultura y moral.

–¿Habla usted en serio?

–No sonrío al decirlo. Le aseguro que un peluquero inteligente, astuto y ambicioso esgrime un poder más allá de la comprensión de la mayoría de los hombres».

Edwin levantó los ojos de la página y los fijó, sonriente, en las expresiones de sus progenitores.

–Yo me voy a entrenar como peluquero de señoras, con todas las habilidades que se necesitan, y después voy a usar esa experiencia en otras labores de mayor influencia. ¿Qué les parece?

Ellos movieron las cabezas, incrédulos y confundidos, pero no dijeron nada. Sabían que Edwin era inconmovible.

–Ya tengo la academia donde voy a ir a estudiar en cuanto termine… Ah, y algo más, para que no vaya a haber ningún malentendido, por todos los prejuicios que existen: no soy gay –exclamó, con el risueño gesto que le era tan característico.

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