Historias sin Cuento

Él movía la cabeza, como lo hacen los hindúes para decir sí o no, según se interprete.

LA FUENTE SOTERRADA

Las condiciones familiares se les habían venido tornando cada día más dificultosas, hasta el punto de sentir laceraciones crecientes en todas las experiencias del vivir cotidiano. Y no es que los sentimientos originales hubieran desaparecido del todo: lo que pasaba era que tales sentimientos iban asumiendo modos diferentes.

Una noche, estaban los dos cónyuges en el camastrón de siempre, que les regalara el abuelo paterno de ella como presente de boda. Despiertos en la densa penumbra, y enfundados en los atuendos nocturnos, comenzaron a hablar:

–No tengo sueño, pero siento que el sueño me llama –dijo él, en su modo enigmático.

–¿Y por qué no atendés al llamado? –le preguntó ella, conocedora de tales gestos.

–Es que no quiero que la fuente se me vaya a derramar…

–¿Fuente? ¿Cuál fuente? No me vayás a decir que tenés menstruación –se burló ella, medio ocultando la risa entre las sábanas para hacerla más provocadora.

Y la reacción de él fue inusualmente compungida:

–No, qué va a ser. Es la fuente del buen deseo. Quiero tenerla bajo control. ¿Me ayudás?

Y entonces se abrazaron, desnudos como estaban. Respiraban como recién casados.

¿Y AHORA QUIÉN NOS PROTEGE?

Para llegar a la vivienda ubicada en el pasaje final de la colonia había que recorrer varias cuadras urbanizadas por las que circulaban aquellos muchachos que a todas luces pertenecían a los grupos delincuenciales instalados por toda la zona.

Él, que laboraba como conductor de vehículo comercial en una empresa que estaba ubicada bien lejos de ahí, hacía el recorrido de ida y vuelta en la motocicleta que le proveían en el trabajo. Todos los días la misma ruta; y como nunca se desviaba, el horario de mañana y tarde era impecable.

El pasaje era el límite entre los territorios que se repartían las dos pandillas dominantes. Él estaba perfectamente consciente de ello, y nunca hacía nada que pudiera levanta sospechas, ni en la autoridad policial que tenía una sede muy cerca ni en los pandilleros que rondaban constantemente, conforme a sus reglas de reparto, por todo el lugar.

Esa tarde, sin embargo, algo estaba pasándole en el interior de la mente, porque el paisaje se le confundía a cada instante. Detuvo su motocicleta junto a un predio baldío para no levantar sospechas, y cerró los ojos. Adentro, como es natural, reinaba lo oscuro, que parecía ser tranquilizante; pero de súbito se abrió una rendija insospechada, y entró un amago de claridad.

–¿Quién está entrando? –pensó, casi tembloroso.

Y lo que oyó fue un sonido muy semejante al que se hace para guardar silencio. Y en el silencio venía un mensaje perfectamente inteligible:

–Somos los de la pandilla contraria. Vos no nos conocés, así como tampoco conocés a los de la otra pandilla. Vas a tener que tirar una moneda, porque estás entre la vida y la muerte. ¡Rápido, que aquí nadie tiene tiempo!

MISIÓN AÉREA

A la familia ni siquiera le alcanzaban los escasísimos fondos disponibles para pagar el transporte público de todos los que formaban parte de ella, y eso había hecho que los integrantes de la misma se turnaran en la forma de conducirse a sus destinos educativos y laborales. Alternativamente, algunos caminaban y otros se movilizaban en autobuses o microbuses, y los días estaban previamente decididos sin tomar en cuenta las circunstancias.

Las exigencias de la formación académica en la Universidad recién iniciada hacían que aquel adolescente ilusionado e inventivo casi no tuviera tiempo para nada más. Iba a las aulas, frecuentaba las bibliotecas y volvía a su casa, a encerrarse en su «torre de marfil», que era un desván en el que antes se arrinconaban los objetos algún día desechables, y que hoy estaban apilados como escombros de una catástrofe por venir.

Ese día, a media semana, le tocaba a él irse a pie. Emprendió camino con apuro, porque tenía examen tempranero, y era una prueba decisiva para la suerte del semestre. Había muchos vehículos y mucha gente en el trayecto, y era preciso ir sorteando obstáculos para que la marcha no se perturbara.

En una de esas, y al arribar a la acera contraria, tuvo un deslizón y fue a dar al suelo encementado, con la rodilla lastimada. Trató de incorporarse pero no pudo. Algunos transeúntes trataron de ayudarle. Él los rechazaba suavemente. Y optó por desvanecerse. Alguien llamó a una ambulancia, pero antes de que el sonido característico apareciera, ocurrió lo que tenía que ocurrir: sin que fuera visible para nadie que no fuera el desmayado apareció del aire aquella águila clásica que lo alzó como si fuera una hoja y se lo llevó en vuelo hasta su destino.

EL MEJOR SALUDO MATINAL

Cuando estaba en aquella casa de campo de los remotos entonces pasando fines de semana y vacaciones, ocupaba un cuarto esquinero cuya ventana hacia el exterior daba a un largo arriate poblado de plantas de flor aromática, que eran la debilidad gozosa de su madre. Él fue entonces asumiendo, desde la primerísima infancia, la condición instintiva de los seres privilegiados; y tal condición no la compartía con nadie porque era estrictamente íntima.

Aquel día, la noche se acercaba como si tuviera pereza de hacerlo, y las sombras iban aposentándose en cualquier lugar que encontraban a su disposición. Él no tenía la somnolencia acostumbrada, y cuando llegó la hora de retirarse al descanso porque todos lo hacían a la vez, se fue a su cama y se quedó ahí, entre la colcha de siempre, pensando con los ojos abiertos.

Cuando al fin el sueño se hizo presente, ya los primeros destellos del amanecer iban poniéndose a la vista. Entonces se incorporó, tal si tuviera la intención de iniciar el arreglo personal de todas las mañanas. Pero se quedó ahí, como si aguardara a alguien. Y lo que apareció sólo era visible para él:

–¡Buenos días, Ángel de la Guarda!

ENSUEÑO VIRAL

En esta era en la que le había tocado construir académicamente sus bases de futuro lo que llevaba la delantera en todo era la tecnología, hasta el punto de sentir –sobre todo los mayores— que la vida era un ejercicio fuera de control personal. Para él, en cambio, la volatividad tecnológica era un juego de niños y lo que en verdad le ponía los pelos de punta estaba en materias como la filosofía y la literatura clásica.

–¿Y por qué no te gusta el conocimiento serio, hijo? –le preguntaba con suavidad su padre, que era justamente experto en enseñanza trascendental.

Él movía la cabeza, como lo hacen los hindúes para decir sí o no, según se interprete. Y el padre proseguía:

–Vas a tener que ganarte la vida, y para eso se necesita más que dominar los caprichos de una máquina. ¿Entendés?

El movimiento de cabeza se reiteraba. Y así fueron pasando los días, los meses y los años, sin cambio perceptible, al menos en apariencia. Hasta que llegó el momento de decidir destino final.

Todos se miraron a los ojos, a la espera de la palabra definitoria, que al fin llegó:

–Voy a vivir de mi máquina. Ya tengo un blog que me comunica con el mundo entero. Distribuyo mensajes de ensueño viral. ¿Comprenden?

Estupor sin palabras. Él se levantó, cogió su máquina y se dirigió hacia la puerta:

–Hasta muy pronto. Nos vemos en el paraíso cibernético. Los invito a pasar una temporada sin que les cueste ni un solo centavo. ¡Bye!

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