Las madres con las que nadie habla

Los acusados no son los únicos que enfrentan las consecuencias de una investigación poco robusta. En sus casas, madres y esposas esperan, algunas en la miseria, que alguien les lleve alguna noticia sobre sus familiares.

-¿Aquí vive su hijo?”-, preguntaron los policías que llegaron a buscar a Ernesto Ramírez a eso  de las 9 de la mañana del sábado 8 de mayo de 2021. 

-¿Para qué lo buscan?- cuestionó Mercedes, madre de Ernesto.  

Los policías no le respondieron.

A Ernesto solo le dijeron que querían hacerle preguntas por lo que había pasado a unos metros de la casa, allá donde estaba acordonado. El relato de Mercedes es confirmado por Dania, pareja de Ernesto, quien asegura que los policías le solicitaron a él el Documento Único de Identidad (DUI). Al cabo de unos minutos, explica Dania, los agentes se retiraron. Dijeron que “era una confusión”. 

Cronología

La tarjeta

Ernesto es taxista. En el Barrio Apaneca, a unas calles de la casa 11, el pastor Walter Tobar cuenta que Ernesto repartía tarjetas de presentación para promover sus servicios. Esas, en un par de ocasiones, se las imprimió el mismo Tobar en la máquina de la iglesia.

“Yo me di cuenta, cuando se supo todo este relajo, que decían que habían encontrado una de las tarjetas en una de las fallecidas”, cuenta el pastor. Algunas personas de la zona alcanzan a decir que la tarjeta estaba entre los cuerpos. Otras, en cambio, que la tenía “el malo”, como se refieren a Osorio, en su cartera. Nadie, a pesar de contar tan bien el cuento, sabe de dónde salió esta idea.

El 21 de mayo, el ministro de Seguridad, Gustavo Villatoro, el fiscal general de la República, Rodolfo Delgado, y el responsable fiscal de homicidios, Max Muñoz, presidieron una conferencia de prensa bajo un canopy azul colocado en la colonia Las Flores. Hablaron de forma contradictoria del número de personas encontradas en la fosa. 

Tan solo 20 días después de que la bancada oficialista de la Asamblea Legislativa impusiera a los nuevos magistrados de la Sala de lo Constitucional y al fiscal Delgado, este último aprovechaba para calificar de “irresponsables” a los medios de comunicación que se acercaron al personal de la FGR para solicitar información del caso. Este solo es uno de muchos comentarios de ese tipo que funcionarios allegados al gobierno han hecho a la prensa salvadoreña que no se adhiere al discurso oficialista. 

Mientras esta conferencia rompía con el silencio de la zona, a la vuelta del callejón, una casita de dos cuartos y una cocina sin paredes se desmoronaba. No había nadie que pudiera repararla. Y, hasta la mañana del 2 julio, sigue sin haberlo. 

La policía ejecutó la detención de Ernesto el 8 de mayo a las 3 de la tarde, horas después de la primera visita que unos agentes le hicieran en su casa. Lo detuvieron en un puesto de reparación de bicicletas, ubicado a las afueras de las ruinas de Tazumal. “No te preocupés, ya voy a venir. Así como vos estás no podés ponerte mala”, recuerda Dania que fue lo último que escuchó de él antes de que se lo llevaran en la patrulla. “Iba tranquilo, no opuso resistencia”.

Los agentes no mostraron, para ese momento, ninguna orden de captura. “Ella es mi señora, no quiero que se preocupe, porque no quiero que se venga antes de tiempo el hijo que estamos esperando”, fue una de las pocas frases que Ernesto dirigió a los agentes, cuenta Dania, a inicios de julio, afuera de la casa. Ella se lleva las manos al abultado vientre de finales de gestación. Cuando capturaron a Ernesto, ella tenía siete meses.

 Osorio era conocido por transitar la zona. “Buenos días”, “buenas tardes”, “buenas noches” decía cada que pasaba, relata Dania. A Ernesto, con base en el testimonio del expolicía, la fiscalía lo acusa de feminicidio agravado. Él asesinó, según la acusación, a una mujer que fue pareja de otro de los acusados.

 Al otro lado del Barrio Apaneca, ya no hay, como en los primeros días, decenas de familiares de personas desaparecidas agolpados alrededor de la casa 11 de la colonia Las Flores. Ya no los hay porque, ahí, la investigación de las autoridades ha concluido. Mientras estuvieron en la zona, ni la PNC ni la FGR actualizaron datos sobre las desapariciones que hasta abril de 2021 sumaban 424 denuncias. 

La mayoría de cuerpos encontrados en la casa del expolicía correspondían a mujeres y niñas, declaró Isarel Ticas, criminalista del caso, antes de ser sancionado por brindar declaraciones a la prensa. La sanción disciplinaria la anunció el fiscal impuesto.

 Para 2020, la PNC reportó 525 mujeres desaparecidas. 

 El 12 de julio, Dania contesta el teléfono con prisa. No puede hablar mucho, al fondo se escucha el llanto del recién nacido. Ella se excusa porque debe ir a darle un baño al bebé. Lo más seguro es que, a estas alturas, Ernesto aún no sepa ningún detalle del nacimiento de su hijo.

 Mercedes llora cuando habla de su hijo, porque lo extraña y porque está preocupada “de lo que le pueda pasar ahí”, en la cárcel. Y llora también porque teme que, en una tormenta, su casa se venga abajo. Para ella el tiempo se detuvo aquel sábado 8 de mayo cuando Ernesto salió a trabajar allá, cerca del Tazumal. Desde entonces, las autoridades no le han cumplido su derecho a verlo.

 “Yo le dije ‘hijo, entrate, a saber qué está pasando ahí”, cuenta Mercedes que le aconsejó la noche del viernes 7 de mayo, frente a la puerta de lámina sostenida por dos cercos de alambre de púas.

 Mercedes tiene la mano fracturada. Se lastimó antes de que la policía se llevara a Ernesto. La última noche que lo vio, recuerda esta mujer de más de 90 años de edad, él regresaba del culto de una iglesia cercana. La obedeció: se encerró.

Otra madre que también espera

Henry Olivares, Nelson Olivares y Hugo Osorio crecieron en el mismo barrio: en el Apaneca. Fueron, durante la infancia, compañeros de juegos. Osorio vivía a la vuelta de la esquina de la familia Olivares, pero se mudó de la zona. Y no volvieron a verlo hasta, más o menos, hace un año, según parientes. 

En el caso del asesino de Chalchuapa hay demasiados cabos sueltos. Él creció, aseguran sus vecinos, en esta zona. Pero el expolicía también tenía residencia y familia en Cojutepeque, como reveló LA PRENSA GRÁFICA el 28 de mayo. Allá, aquellos otros vecinos aseguran que él se “iba a trabajar” a Chalchuapa una vez cada 15 días. En este otro municipio, sus amigos de infancia lo reconocieron cuando lo descubrieron viviendo al otro lado del cañal. Ese mismo cañal que separa las casas de Mercedes, la madre de Ernesto,  y de Dora Perdomo, la madre de Henry y Nelson Olivares.

Dora se atropella en palabras y, de vez en cuando, en llanto al hablar de sus hijos. Hace pausas largas para recuperar el aire. Están todos “más flaquitos” en su casa desde que no tienen noticias sobre Henry y Nelson, detenidos desde el 8 de mayo. El testigo criteriado Estévez también los señaló como autores directos de feminicidio agravado. Le puso, dice su madre, “un saquito” de culpas a cada cual. 

Dora se dice atribulada. Todos en la casa Olivares lo están. A pesar de esto, hay un detalle que no olvida, que reconstruye con facilidad: el día en que las autoridades se llevaron a sus hijos.

La policía detuvo primero a Henry. Nelson, para entonces, iba llegando a casa. Alcanzó a ver la escena y, sin embargo, aclara Dora, siguió caminando. “Si él hubiera hecho algo, ni a la esquina hubiera llegado”. Pero, dice, avanzó hasta donde estaban los policías y preguntó por qué se estaban llevando a su hermano. Ahí lo capturaron. 

A los hermanos Olivares la policía los detuvo el mismo día que a Ernesto: “Él es el único amigo que está con ellos”, dice Dora. Y, luego, como si se viera en un espejo, comienza a hablar de Mercedes. “Pobrecita, solo come cuando le regalan los vecinos. Si no es así, no comen ni ella ni su nieto. La ha dejado aguantando hambre. Porque él con su carro la mantenía a ella, a su mujer y a su niño”. 

Un grafiti de la MS13 anuncia la entrada del polígono 13 de la Colonia San Francisco. Ahí vivía Henry Olivares. En ese mismo pasaje, según vecinos de la zona, se encontraba la casa de Reina, amiga íntima de Hugo Osorio. Por esta razón no era extraño, según relatos de lugareños, ver a Osorio y a Olivares frecuentarse. Algunos, dicen, llegaron a pensar que eran familia. 

El relato de Dora es distinto. En él no existe cercanía entre ambos. Es solo aquello que queda de las viejas amistades que no se esfuerzan por mantener contacto: un saludo por cortesía. Y que, durante todo el periodo de la cuarentena estricta impuesta por el gobierno, ni sus hijos salieron ni a Osorio se le vio por el lugar. Pero Dora no ha podido explicarle esto a ninguna autoridad: ni la policía ni la Fiscalía han regresado a la casa o a la zona para investigar.

La casa de la familia Olivares mantiene sus puertas abiertas. Adentro, en la mesa del comedor, descansan algunos de los moldes que Nelson, mecánico dental, utilizaba para trabajar. Debajo de los moldes hay varias páginas. Son cartas, explica Dora, que recogen firmas. Han iniciado, según relata, una campaña entre abogados y doctores que trabajaban con los hermanos. Con estas firmas, la familia busca demostrar que Henry y Nelson son inocentes.

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