“El territorio del ciprés”
“El territorio del ciprés” es una antología narrativa que reúne el trabajo de ocho personas. “El Taller Literario Palabra y Obra empezó en 2013, en la cafetería del Teatro Nacional de San Salvador. Fue un taller de escritura creativa que evolucionó a ser de poesía y finalmente de narrativa. Las páginas que ahora presentamos constituyen una memoria: el resultado de las sumas y restas de los miembros del taller, los asentamientos territoriales, la itinerancia y, especialmente, las incansables correcciones”, escribe Jeannette Cruz, como nota introductoria. Se publicó el año pasado bajo el sello de Índole Editores. A un costo de $5 está a la venta en Café Luz Negra, Clásicos Roxsil, Tienda MARTE (Museo de Arte), Librería UCA y Los Tacos de Paco.
“Marina”
Hugo G. Sánchez
Marina despierta con el desaliento empotrado en el cuerpo, siente que le carcome los huesos y le invita cada mañana a terminar de derrumbarse. La mujer se sienta y contempla en una mesa, junto a su cama, la mecha negra y marchita de la vela que durante mucho tiempo ha iluminado el rostro de su hijo. Se apresura a sacar de su delantal una veladora nueva, una con la estampita de san Judas Tadeo, y la enciende. Su madre le enseñó que cada vela en favor de un ausente es una plegaria perenne y una guía, y que, si se apaga, este perderá el camino de regreso. Ella sabe que el cansancio y el tiempo le han comenzado a ganar la carrera y le hacen más corto el aliento; siente vergüenza y un presentimiento indescifrable le golpea el pecho, cree que con su descuido ha llamado a la desgracia.
Saca de debajo de la cama el guacal con agua limpia que llenó por la noche, moja un trozo de tela roída y comienza a limpiarse de la cara a los pies; después se humedece el cabello, lo peina, hace una bola con el pelo que queda en sus manos y la tira al suelo. Se viste con ropa limpia y comienza a preparar las prendas para la venta. Uno a uno se coloca los blúmeres, las tangas, los hilos y los cacheteros en el brazo derecho, lo copa. En el izquierdo repite el ritual con los brasieres, los de varilla, sin varilla, con relleno, con “push up” y los “strapless”.
Marina sale, camina hacia el centro de San Salvador, allí se la ve casi a diario revolotear como una mariposa. Las telas de la ropa que vende le dan textura y color a sus alas. En las delegaciones de la Policía, en los hospitales y en las morgues también se la ve, pero como una mariposa triste.
Su caminar da frutos lentamente, tarda más de lo esperado en vender lo suficiente como para continuar con la búsqueda de su hijo, para pagar los pasajes para llegar hasta al lugar donde el ingeniero la ha citado. La tarde se acerca, ella se dirige al sitio con una leve esperanza, pero también con el tímido deseo de no concluir ahí su faena.
El día que el chico se ausentó, Marina estaba despierta desde las 5, se quedó en cama a la espera de que sonara la alarma del teléfono de su hijo. El aparato marcó las 6, ella se cambió de ropa para salir a la calle por dos sobres de café Listo, dos huevos, una cora de frijoles y pan. Afuera clareaba, el humo de los buses empañaba los paisajes, sus pitos golpeaban los oídos, el bullicio de la ciudad se aceleraba a cada momento como un corazón nervioso. Regresó pronto, la alarma seguía sonando, preparó la comida. El joven salió de la ducha que compartía con todos los habitantes del mesón, desayunó y vistió la camisa blanca, ya de tono amarillento, y el pantalón azul del uniforme escolar. Marina lo besó en la frente, le puso el escapulario que le regaló por sus 15 años y le pidió que se cuidara mucho. Él se limpió la saliva con el brazo, ocultó la prenda bajó la camisa y se fue.
Marina, con los brazos llenos de calzones y brasieres, se fue a vender y regresó al mesón pasadas las 11 de la mañana para esperar a su hijo con el almuerzo y retomar juntos la venta. Lo esperó hasta cerca de la 1 de la tarde, pero el chico no volvió. La mujer le dejó para almorzar una pieza de sardina, un puñado de arroz y dos tortillas. Se fue tranquila porque no era la primera vez que él se iba por la tarde a vagar. Cuando hacía esto, el muchacho la esperaba en la noche en una esquina cerca del mesón. Esta vez no fue así.
Algo sombrío se posó en la mente de Marina cuando volvió y el joven no estaba. La inundó un sentimiento de enojo, por la prolongada salida, y de temor, porque la ciudad a oscuras, San Salvador a oscuras, es tierra enemiga, aunque uno sea hijo de ese mismo concreto.
En vela esperó a que asomara la mañana. Llegada la hora en la que entraban los estudiantes a la escuela marchó para preguntar por su muchacho. Por boca de varias personas supo que el chico llegó a tiempo, que recibió clases, que salió a recreo, que se peleó con alguien, a quien nadie quiso señalar y que ante la pregunta de su nombre el silencio era la respuesta. También supo que lo dejaron castigado bajo el sol hasta el segundo recreo, que se fue a la hora de siempre. Nada más.
Trató de reconstruir los pasos de su hijo: fue a una cancha cercana, rondó el mercado Tinetti, caminó entre sus corredores. Preguntó a quién pudo y cuando se cansó de preguntar, preguntó más. A mediodía deshizo el camino andado y volvió al mesón, la esperanza de encontrarlo en casa fue vana. Dejó nuevamente un plato con comida para el chico y salió a vender.
En el centro preguntó a varias de sus compañeras de calle, algunas eran madres de otros muchachos que cursaban estudios con su hijo, pero ninguna sabía nada diferente a lo que Marina había escuchado. Una de ellas le dijo que apurara el paso, que fuera a la Policía si no llegaba esa noche, que habían rumores de que los bichos estaban limpiando la zona de los que no era brincados, que letras y números andaban en las mismas.
Cerca de las 6 de la tarde, volvió al mesón. La esquina estaba nuevamente sola. Esa noche solo el miedo la acompañó.
Los primeros rayos que entraron por la ventana le hirieron la mirada, se levantó de la cama, todo le parecía opaco, como envuelto por una niebla. Bebió un café, buscó la foto más reciente del chico, también su partida de nacimiento. Prendió una vieja radio, sonaban himnos religiosos, creyó que eso la reconfortaría, pero las voces eran tenues, lejanas, irreales. Las dejó un rato solo para sentir algo de compañía.
Volvió a la escuela, volvió a la cancha, volvió al mercado, al mediodía volvió a su cuarto y nada. En ninguna esquina nadie la aguardaba.
Marina dejó nuevamente un plato con comida, vistió sus alas y se fue a vender. Se dirigió a los chupaderos de El Zurita, era una ruta acostumbrada y que sabía que su hijo disfrutaba por la cercanía con las mujeres vestidas solo en los pechos y la entrepierna. Ella entró a varios negocios con la foto del muchacho en mano y preguntó a las encargadas, a las putas, a los lustradores, a los bolos y nadie sabía nada, parecía que en esta ciudad nadie nunca sabe nada.
La única pista que obtuvo fue en el local de la Charlotte, uno de los travestis más cotizados de la cuadra, una cliente asidua de sus hilos y tangas, y con quien sospechaba que su hijo se había desvirgado. Al ver llegar a Marina, Charlotte se apresuró a llevarla hasta el baño con el pretexto de probarse algunas prendas, ahí se encerraron.
—A su hijo lo vieron pelearse con “el Skinny” en la escuela y dicen que después se encontraron en una de las entradas del Hoyo, de ahí nadie sabe para dónde se lo llevó y no vaya a decir ni mierda de que yo le conté, que los bichos me van a batear, sino es que amanezco ensabanada en la calle –le dijo la Charlotte.
Antes de marcharse, las mujeres se congregaron alrededor suyo y en un gesto solidario algunas abonaron sus deudas, otras se quedaron con más ropa y sus cuentas en un viejo cuaderno crecieron un poco más.
Marina conocía al “Skinny”, recordó que era uno de los chequeos en el barrio San Esteban y que estaba a punto de brincarse y sintió más miedo.
De la rocola salía la voz de un charro, la vida misma le dedicaba una canción a Marina: “Cuatro caminos hay en mi vida, cuál de los cuatro será el mejor, tú que me viste llorar de angustia, dime, paloma, por cuál me voy”.
Esa noche prendió por primera vez una veladora frente a la foto del chico.
Llegó la mañana del cuarto día. Intuyó que sería un desperdicio de tiempo buscar al “Skinny” y decidió apuntar más arriba, se fue a hablar con “el Ácido”, el palabrero de la zona y a quien conocía desde cipote. Lo encontró en La Barca del Olvido, un chupadero de fachada para la casa destroyer. Marina llegó hasta la mesa en la que estaba, le deslizó la foto de su hijo.
—¿Ustedes lo tienen? ¿Dónde está? –preguntó Marina sin recibir respuesta–. Lo vieron con uno de tus bichos, entregámelo y te juro que nos vamos de aquí y no nos vuelven a ver.
El hombre seguía sin pronunciar palabra, Marina lloraba, una mezcla de aflicción, impotencia y miedo le apretaba la garganta.
—Por la memoria de tu viejita ayudame, mi hijo no les ha hecho nada o por lo menos decime dónde buscar.
—Por respeto a mi jefita no le voy dar plomo, va, que aquí no se viene sin permiso aunque sea la nana de Tarzán –dijo “el Ácido” mientras colocaba un revólver junto a la foto del muchacho–, y mejor quédese quieta, madre, que si no le vamos a dar luz verde –sin respuestas, Marina volvió al camino.
No esperó a que llegara el mediodía para gastar su último cartucho, se fue a la Policía a denunciar la ausencia de su hijo, a decir lo que sabía.
—No se agite, madre, vaya a descansar que nosotros nos encargamos de buscar a su muchacho –le dijo el agente que le tomó la declaración. Después se fue al hospital y finalmente a la morgue. Así Marina comenzó el ritual que le marcaría la vida.
En su recorrido fue parando ante cada persona que encontraba para preguntar por su hijo, con sus alas variopintas subió del Castillo de la Policía por la Calle de la Amargura, en la que cada Semana Santa pasan las procesiones, viviendo su propio viacrucis, sin espectadores, sin cantos, sin penitencias de otros, hasta el mercado Central. Esa noche su cuarto fue un abismo. Esa noche, la cuarta sin el muchacho, la visitaron los bichos.
—Te vas a morir, vieja puta, por andar de bocona, callate o te vamos a partir en pedacitos y te vamos a dar de hartar a los perros –amenazó una voz tras la puerta–. Marina se hundió en el rincón más oscuro de su habitación, arropada solo por la luz de la vela.
Llegaron un par de veces más, pero con los días fue cesando el acoso, los bichos terminaron comprendiendo que no valía la pena gastar plomo en una vieja a la que nadie iba a escuchar.
Al ingeniero, un forense que coleccionaba fotos de desaparecidos y que trataba de ayudar a madres como ella, lo conoció cuando agregó los cementerios clandestinos que los bichos van dejando a la camándula de sitios que visita para dar con su muchacho.
El forense la citó en las cercanías del cerro de San Jacinto. Marina llega hasta una pronunciada cuesta, en el lugar conoce más a fondo la barbarie, el miedo la deja y la posee el dolor. Allí cree reconocer unos zapatos, una camisa, un escapulario. El ingeniero le toma muestras, le da una contraseña, le pide que tenga fe, que aguarde los resultados.
Marina baja del cerro por la Santa Marta y hace señas a un autobús, este para varios metros adelante, Marina trata de caminar rápido para subirse por la puerta trasera, siente que en ese esfuerzo se le va la vida.
Se deshace de sus alas, las mete en unas bolsas, coloca su carga en un asiento. Camina por el pasillo del viejo bus, paga los 20 centavos y cuando trata de regresar ve, con el rabillo del ojo, una camisa blanca con el cuello curtido, un olor agrio le penetra la nariz, es la mezcla de un perfume barato de lavanda y el sudor del día. Todo es tan familiar.
Un joven habla por teléfono, la voz hace que los ojos se le empañen a Marina, ruedan más lágrimas por su rostro, le toca el hombro.
—Perdone, madre, creo que se ha equivocado –le dice el pasajero tras mirarla por unos segundos y entender la mueca de su rostro.
—Perdóneme usted, lo confundí con alguien más –contesta ella y vuelve a su asiento sabiendo que a estas alturas su muchacho posiblemente no tenga retorno.
Marina llega a su cuarto, se sienta a la orilla de su cama, descarga el llanto acumulado. Se asegura de que la vela esté bien encendida, toma el retrato de su hijo, lo besa, se recuesta y trata de dormir.
La canción que sonó en el local de la Charlotte vuelve a ella, le resuena en la memoria como ese día: “Si es que te marchas, paloma blanca, alza tu vuelo poquito a poco, llévate mi alma bajo tus alas y dime adiós a pesar de todo”.
Un fuerte viento entra por la ventana, la llama flaquea, las gruesas facciones del rostro del chico comienzan a desaparecer en la penumbra junto a la silueta de su madre acostada. La mariposa se marchita, la oscuridad se come todo.