CIUDADANÍA FANTASMAL (19)

El pequeño velero atracó en el muelle cuando apenas estaba por amanecer. De él desembarcaron unos cuantos pasajeros y unos pocos tripulantes. La embarcación se quedó sola, de seguro a la espera de iniciar la próxima travesía.

CUANDO VINO EL OLEAJE

El pequeño velero atracó en el muelle cuando apenas estaba por amanecer. De él desembarcaron unos cuantos pasajeros y unos pocos tripulantes. La embarcación se quedó sola, de seguro a la espera de iniciar la próxima travesía.

Las horas fueron pasando, y nadie se acercaba a hacer los preparativos para salir del puerto. Los tripulantes no aparecían y los nuevos pasajeros tampoco. Entonces el velero comenzó a hacer movimientos por su cuenta. Las velas aletearon y todas las cuerdas empezaron a temblar.

De repente unos pasos en carrera se hicieron sentir sobre las tablas descuidadas del muelle, y apareció sin saber de dónde aquel adolescente vestido con traje de capitán. Subió a toda prisa por la estrecha escalera habilitada, cuando todo se hallaba listo para la partida.

En el momento en que la nave se había desprendido del muelle e iba hacia adelante llegó la tripulación y se quedó agrupada, observando, como si no fuera la primera vez que eso ocurría. Las velas agitadas decían adiós con ilusión adolescente, y el capitán, que lo era, subido en un mástil, alzaba los brazos como si no necesitara agarrarse de nada. El oleaje iba despertando, y esa fue la señal: el velero empezó a levitar sobre las aguas, y una orquesta de otra esfera alzó sus armonías en saludo al capitán recién llegado, cuya ilusión más antigua zarpaba sin tardanza…

WHATSAPP AMANECIENTE

«¿Por qué te llamás Alondra?», le preguntó mientras salían del instituto nacional en el cual ambos estaban iniciando su educación media. Era el primer día de clases, y ellos dos se acababan de ver por primera vez en el aula, mientras alguien pasaba lista. Venían de zonas distintas de los alrededores, pero de inmediato sus sensaciones existenciales habían hecho clic.

En los meses siguientes la común adolescencia se hizo sentir como un enlace de destellos, que por su propia naturaleza pronto fue perdiendo fuerza, hasta que aquella tarde en que, mientras ambos tomaban un refresco energizante en una refresquería cercana, una especie de modorra desconocida comenzó a invadirles las incipientes conciencias.

Concluyeron la bebida y se despidieron sin mayor efusión. Se fueron directamente a sus respectivas viviendas, con la compartida sensación de que algo les había llegado al estilo de los virus invasores. Los iPhones se hallaban en silencio. Señal extrema. Ninguno de los dos quiso tomar bocado. Ambos les dijeron a sus padres: «No me pasa nada, sólo que no tengo hambre, quiero descansar». Pero no pudieron dormir. Era como si cada uno esperara una señal salvadora. Noche en vela, por primera vez. Y ya cuando la claridad empezaba a asomar, él tomó la iniciativa. Ahí estaba el iPhone. Y sin pensarlo le envió a ella su mensaje:

«Por ti voy a cambiar de identidad: desde este instante me llamo Jilguero, y así estaremos en perfecta armonía».

La respuesta fue un suspiro que de seguro quería decir: «Gracias, destino, por venir».

DORMIR HASTA OTRO DÍA

Nos fuimos a veranear a una costa ignorada, porque no queríamos estar en ningún bullicio turístico, sino en la anónima soledad. La playa en ese lugar era una interminable franja de arena rústica, y en los alrededores había una sola posada, a la que sólo acudían lugareños. Cuando llegamos con nuestros bártulos estrictamente necesarios, el de la recepción nos preguntó:

–¿Vienen a pernoctar o vienen a quedarse?

En aquel instante no hallamos qué responder, hicimos un gesto indefinido y solicitamos una habitación sin ventanas hacia afuera. El empleado nos miró con sorpresa, sin decir nada, y nos envió al único lugar que se acercaba a nuestra petición. No había ventanas, pero sí un tragaluz en el techo de madera sin trabajar. Ahí nos acostamos a dormir, con el arrullo del oleaje haciendo giros en el silencio.

A la mañana siguiente despertamos sin saber dónde estábamos. Lo que hicimos entonces fue volver las miradas hacia el tragaluz, y así descubrimos que éste se había expandido hasta dejarnos ver el cielo abierto. El oleaje ya no enviaba ningún sonido. ¿Sería acaso que el cielo y el mar se habían fundido en su alianza originaria? Nos abrazamos y nos dejamos llevar por el mismo impulso. Y si el empleado de la recepción hubiera estado ahí le hubiéramos podido responder:

–Venimos a quedarnos, pero no aquí, sino en el principio de los tiempos.

LIBERACIÓN CERRADA

De niño leer e imaginar eran sus diversiones favoritas. No le gustaba andar en bicicleta ni hacer deportes, y mucho menos pasar inmerso en las imágenes de un teléfono de última generación. En su familia lo miraban como si fuera un enigma, y él lo tomó en serio.

Ahora era adolescente, mañana sería adulto joven y pasado mañana sería adulto mayor. Y así las etapas van poniendo su propia nota. El adolescente se había vuelto deportista y la Internet era su amiga favorita. ¿Cuánto duraría aquel tránsito? No había cómo saberlo, pero de repente empezó a sentirse un hombre en toda su dimensión. ¿Sería que la adultez estaba invadiéndolo con aceleración imparable? Las canas comenzaron a aparecer. Fue a buscar ayuda profesional, y una señora vecina que tiraba las cartas del tarot acaso podría auxiliarlo:

–Amigo, tu tiempo se acaba. Vas para el más allá.

–¿Y ahí qué me va a gustar?

–Leer e imaginar como al principio.

–¡Qué ilusión, voy a cerrar mi círculo virtuoso!

MUTACIÓN EN EL VITRAL

En aquella zona ubicada en uno de los más remotos rincones rurales no había comercios establecidos, y el único proveedor identificable era don Segismundo, que cada semana recorría los lugares de su escasa clientela lugareña, repartiendo lo usual. Conocía todas las casas y a todos habitantes, desde siempre. Y como no era un destino para llegar a vivir, el vitral de los residentes se mantenía intacto. Por eso aquel día, al tocar una puerta, lo que apareció lo dejó boquiabierto.

–¿En qué le puedo servir, señor? –le preguntó la persona que acababa de abrir.

–Soy Segismundo, y la vez anterior que pasé eran otros los que habitaban aquí.

–Quizás se ha confundido, porque yo hace mucho que vivo en esta casa.

–Perdone. Pero dígame una cosa: ¿Cuál es su nombre?

–Me llamo Segismundo, y soy distribuidor de productos…

Cuando lo dijo, algo les impulsó instantáneamente a mirarse a los ojos. Al hacerlo se les abrieron las cortinas del subconsciente.

–¡Bienvenido, mi otro yo! –exclamaron al unísono.

Se estrecharon en un abrazo, y desde ese instante las identidades compartidas les hicieron la vida más fácil y llevadera.

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Séptimo Sentido

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