ÁLBUM DE LIBÉLULAS (209)

Las filas de vehículos eran interminables a aquella hora de la tarde, cuando los trabajadores de todo nivel iban de regreso a sus hogares luego de la jornada laboral.

1710. LA FICCIÓN MÁS REAL

Las filas de vehículos eran interminables a aquella hora de la tarde, cuando los trabajadores de todo nivel iban de regreso a sus hogares luego de la jornada laboral. Ellos estaban en una de esas filas y la impaciencia por el atascamiento les ganó la voluntad. En la siguiente bocacalle doblaron hacia la derecha, y de inmediato se dieron cuenta de que aquella zona de callejas y callejones parecía instalada en otra época. Como ya no era viable regresar, siguieron adelante, y muy poco después se hallaban en una plazoleta rodeada de edificaciones, a todas luces habitacionales. “¿Te acuerdas de este lugar?” le preguntó él a ella, con un dejo de emoción. “Sí, en uno de estos edificios vivían tus padres contigo, y en otro mis padres conmigo”. “¿Pero cómo puede ser, si nosotros aquí somos inmigrantes?” Se quedaron mudos. La nostalgia los acunaba como a recién nacidos.

1711. CONOCIÉNDOSE AL FIN

“¿Y usted, de dónde ha salido?” La pregunta era un soplo. “Yo soy un residente de siempre en este lugar”. Rechazo sin paliativos, como si el soplo se volviera ráfaga: “¡No mienta, usted es un intruso recién llegado, y la prueba es que no me ha reconocido…” El interrogado pareció sacudirse un peso de encima: “¿Quiere conocer el espacio donde resido?” Silencio, evidentemente de duda. “Bueno, como dicen que el que calla, otorga, tomo su respuesta. Sígame, por favor”. Las voces se esfumaron. Todo quedó en quietud, como siempre. Pero el jardín parecía otro, aunque los detalles de eso eran muy sutiles. Por ejemplo, un reguero de hojas verdes que llegaba hasta la boca entreabierta del hormiguero. ¿Y quiénes habían sido entonces los interlocutores recientes? Quizás el brote que nació ahí y que regresó en maceta y el recién elegido líder del hormiguero.

1712. PARÁBOLA DE LA SALVACIÓN

Cuando lo encontraron, tirado en una rústica acera de la pequeña urbanización donde vivía gente de recursos casi inexistentes, todos supusieron que era una de esas víctimas que acribillan en un lugar y van a abandonar en otro. Las autoridades, luego de unas simples indagaciones, lo dieron por desconocido, como a tantos otros. Pero unos pocos días después apareció en el lugar una mujer desconsolada que preguntaba por el ausente. Nadie le daba razón, hasta que se topó con otro desconocido, que merodeaba por ahí. “Yo sé a quién busca. Era narco clandestino, como yo. Cada vez que nos veíamos me hablaba de usted, “la Rubia”, y me pedía que la protegiera cuando él ya no estuviera. ¿Me deja hacerlo? A él se lo acabó la mara contraria…” Ella sollozó, confortada. Y ambos desaparecieron, pero por huida, no por muerte, aunque la diferencia sea tan sutil.

1713. NUEVO DESTINO

La luz se encendió sin que nadie activara ningún dispositivo mecánico. ¿Puro efecto de la voluntad, entonces? Puede ser, aunque esos efectos inesperados nadie puede probarlos. Los presentes se encontraban ya sentados alrededor de la mesa, con sus copas de vino servidas, a la espera del brindis. El que estaba en la cabecera era el más joven, y abrió el encuentro en estos términos: “Como siempre, Él nos ha convocado, pero esta vez no quiere estar en persona, para que lo podamos recordar sin ninguna reserva…” Alguien pidió la palabra: “Como esta es la primera vez que nos reunimos sin Él, tenemos que hacerle honor a su presencia, que es el mensaje que nos encarga”. Otro alzó la mano: “Yo, como el mayor que soy, siento que su decisión nos une y debe unirnos para siempre: expresemos, pues, el compromiso alzando la copa sagrada…” Y la reacción fue unánime: “¡A la salud del Espíritu Universal!”

1714. IDENTIDAD RECUPERADA

La mañana despertó con una luminosidad que no era la común en aquellos días del año, en los que las brumas están prontas a imponerse. Él salió a la pequeña terraza del apartamento ubicado entre el mar y la montaña. Y, para su sorpresa, el mar parecía haberse recluido en una esquina y la montaña mostraba una amplitud de la que comúnmente carecía. Era, pues, momento propicio para salir a caminar por las sendas arboladas. Se apresuró a dirigirse hacia ahí. Como normalmente no lo hacía, cualquier sensación sería inesperada. Se internó al azar, y pronto estuvo en un claro cuyo centro era una pieza intacta, con todas las características de las imágenes clásicas en los monasterios más antiguos. Se preguntó en voz alta: “¿Dónde estoy?” Y un rumor entre las hojas le dio respuesta: “En el inicio de tu retorno a los orígenes. Eres un monje sin edad”.

1715. GESTIÓN DEFINITIVA

La ceremonia sería al borde del agua, en aquel hotel de playa que era el más solicitado del momento. Todo estaba a punto, con el mobiliario, los arreglos florales y los adornos previstos. Los contrayentes se hallaban en sus respectivas habitaciones, arreglándose para cuando llegara la hora. El mar parecía otro invitado expectante, con un suave oleaje animador. El grueso de los asistentes ya se hallaba ahí, y entre ellos ninguno se percató de que había una presencia que nadie conocía. Se dio la señal. Aparecieron los novios. El letrado celebrante ocupaba su puesto. Dio comienzo el acto. Llegó el instante del enlace, y al ir a consumarse una ola se alzó envolviéndolo todo. Desastre total. La presencia desconocida se hallaba en un rincón, a salvo. Era la otra enamorada del novio, la desdeñada, que se había aliado con poderes oscuros para reponerse del daño.

1716. OFERTA CON ORÍGENES

Ahí, enfrente, se alzaba la formación rocosa que tenía en su parte superior aquel monumento inconfundible. Él, que era anímicamente un turista de mochila, estaba sin embargo hospedado en un hotel de cinco estrellas, en cuyo piso superior había un restaurante con vista total sobre el paisaje en el que convivían los grises de las colinas con los verdes de los boscajes y en medio las urbanizaciones blancas. Esa mañana, ya en vísperas del equinoccio de otoño, aquel hombre de mediana edad que andaba en busca de emociones de tránsito vital, era de los primeros en llegar a tomar su desayuno en el restaurante del piso octavo, y lo primero que vio fue aquella mujer joven ataviada como una deidad antigua: “¿Eres tú, Afrodita?” Ella sonrió, halagada. “Pues si no lo soy, puedo serlo: la Diosa del Amor… Si quieres te lo demuestro, aquí frente a la imagen milenaria del Partenón”.

1717. LA SUERTE DE DON ELÍAS

La pregunta surgió como un cometa repentino: “¿Alguien aquí recuerda a don Elías?” Todos se miraron entre sí sin atinar. El que había hecho la pregunta se sintió obligado a dar algún tipo de explicación: “Don Elías circulaba por todas partes en el Barrio San Miguelito, donde crecimos. ¿No se acuerdan? Era el cartero”. Entonces todos sonrieron, y algunos hasta soltaron la risa. ¿El cartero? Oficio en vías de desaparecer, porque ya no hay cartas, ni postales, ni tarjetas de Navidad… “¿Y qué se ha hecho don Elías?” “Está en un asilo, de seguro recibiendo cartas del más allá…”

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Séptimo Sentido

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