La esperanza del volver a ser persona es del tamaño de un diente

Cada vez que la Fiscalía General de la República abre una fosa clandestina gracias a la información de un testigo criteriado, por lo general, no encuentran solo a la víctima que el criteriado identifica, hallan más. Pero, con esas otras osamentas, no se abre investigación, no se cotejan muestras de ADN ni se entregan características a familiares de desaparecidos. Solo se almacenan en cajas de cartón. Y ahí, esperan.

Fotografías de / Infografías e ilustraciones de Moris Aldana y Jorge Contreras
Ilustración de Moris Aldana

Lo primero que extraen los arqueólogos forenses de una osamenta son los huesos de los pies. Recogen falanges, metatarsos y tarsos con la paciencia de quien arma un rompecabezas . Siguen con las tibias y los peroné, fémures, la pelvis, el sacro, las vértebras y costillas. Así, de abajo para arriba, hasta terminar con el cráneo.

Afuera, los forenses meten los huesos en una bolsa y la marcan con una serie de números y letras que indica la fecha y el lugar donde ocurrió el hallazgo. Un inventario que sirve, a veces, para identificar a esos restos.

La segunda parte del proceso, que busca dar con el nombre de la víctima y el culpable del crimen, ocurre en un laboratorio del Instituto de Medicina Legal (IML). Allí, los antropólogos retiran todo el tejido blando que pueda tener la osamenta como músculos, tendones, ligamentos y cartílago.

Y los cocinan.

“Después de que se cocinan, se secan sopladitos con el aire de un ventilador”, dice Óscar Armando Quijano, jefe de Antropología Forense del IML. Un médico locuaz que suma 27 años de experiencia en recuperar huesos de fosas clandestinas o de pozos en El Salvador.

Los huesos, ya limpios, son ubicados en una mesa para formar un esqueleto desmembrado. Allí, cuenta Quijano, el proceso ocurre al contrario de la exhumación: el estudio comienza por el cráneo y termina en los pies. La razón: “Si recuperamos la pelvis y el cráneo, tenemos casi el 90 % de identificación”.

Aunque eso de “identificación” es relativo en El Salvador. No todas las víctimas tienen la suerte de que sus huesos sean recuperados completos. Hay casos, en los que los arqueólogos contratan a un pocero (una persona que se dedica a dar mantenimiento a los pozos) para que descienda por el hoyo, meta en un saco los huesos que encuentre en el fondo y los suba. La mayoría de las veces, sube con lo que puede. Un pocero no se dedica a sacar huesos.

Un informe de Medicina Legal da cuenta de que, en los últimos dos años, han encontrado 161 osamentas; la mayoría, en fosas y pozos ubicados en predios baldíos. Siguen en la lista, como lugares favoritos para desaparecer cadáveres, las fincas y los lotes privados.

En la mayoría de los casos, los verdugos de las víctimas enterradas en cementerios clandestinos son pandilleros, aunque investigaciones fiscales han demostrados la existencia de grupos ilegales armados compuestos por militares y policías, en asocio con particulares, que se aliaron con el ideal de matar pandilleros; pero terminaron como sicarios a sueldo. Ellos también siguieron el guion de las pandillas de sembrar los cadáveres en fosas clandestinas.

Los cementerios clandestinos atribuidos a las pandillas aparecieron después de 2000. Aunque las autoridades reconocen que no hay estadísticas confiables que precisen cuántos cadáveres o huesos han sido recuperados desde entonces. Después de 2005, esos hallazgos aparecieron con mayor frecuencia.

Las autoridades de El Salvador coinciden en que ubicar a unas osamentas depende de la confesión de un soplón. Se trata de un verdugo que ha decido confesarle a la Fiscalía dónde están sus víctimas y, a la vez, traicionar a sus compañeros de pandilla, a cambio de obtener beneficios judiciales. La legislación salvadoreña eleva al soplón a la categoría de testigo criteriado.

Ilustración de Moris Aldana

Como ocurrió el martes 29 de enero de 2013, cuando un grupo de investigadores antipandillas sentaron a un criteriado en las raíces de un amate, cerca de un cañal, en el cantón Joya Galana, de Apopa, al norte de la capital salvadoreña. Allí, le permitieron que se empinara una botella de aguardiente hasta terminársela. Pasados unos minutos, el testigo dio con la ubicación de donde enterró a una mujer que, junto con sus compañeros de pandilla, decapitaron.

Los policías cavaron un pequeño agujero y detectaron los primeros huesos. Esperaron a que se le pasara un poco la borrachera al testigo, taparon el hoyo con hojas y raíces y avisaron a la Fiscalía que la inspección había dado resultado positivo.

Dos días después, los investigadores regresaron al cañal acompañados de Israel Ticas, el criminalista de la Fiscalía General de la República que se encarga de ubicar y extraer cadáveres de desaparecidos. Armado de palas y piochas, abrió una fosa hasta dar con un esqueleto decapitado en el fondo de un agujero de unos tres metros de profundidad.

Ticas se quitó un gorro, una mascarilla y unos guantes de hule celestes y salió del terreno por un pequeño espacio libre del cerco. Afuera, uno de los investigadores atizaba con un pedazo de cartón unas brasas debajo de una vieja olla en la que hervía porciones de yuca.

—Ya está listo el almuerzo ingeniero, le dijo a Ticas el hombre vestido de azul que porta una pistola en su cintura.

El criminalista se tendió en el piso terroso bajo la sombra de un pequeño árbol de mango. Alrededor suyo, se armó una rueda con los investigadores y militares que habían hecho guardia a la orilla del terreno durante el proceso de excavación. A unos metros, sobresalían las hojas de una plantación de yuca de donde habían extraído unas cuantas para ponerlas a hervir.

Uno de los agentes más viejos habló sobre el hallazgo de esos huesos que ya habían puesto a asolear unos metros más allá.

—El criteriado nos contó que el día en que decapitó a la mujer, había tomado bastante guaro, así que le metimos varios tragos para que se acordara—, decía el investigador recostado sobre las raíces.

Imaginate, casi que hemos descubierto una nueva técnica para que los criteriados puedan ubicar los cuerpos—, decía otro de los policías antipandillas. El grupo se carcajeaba, mientras masticaban porciones de yuca salcochada.

La estrategia de emborrachar al criteriado funcionó: la osamenta que encontraron era la víctima que había dicho. Fue identificada con nombre y apellido y entregada a sus familiares que la habían reportado como desaparecida meses atrás.

Solo los huesos ubicados por criteriados son sometidos a una prueba de ADN, como se le conoce al ácido desoxirribonucleico que contiene la información genética, clave para la identificación. Se trata de un trámite que ocurre exclusivamente por una orden judicial.

En la mayoría de casos, en el lugar donde el criteriado ubica a una víctima, hay más osamentas enterradas, pero para ellas no hay pruebas de ADN. Esos huesos que nadie reclama son etiquetados con el código de la escena y luego guardados en cajas de cartón.

“Nosotros no podemos hacer nada si el fiscal o el juez no lo ordena”, justifica Pedro Martínez, director interino del Instituto de Medicina Legal.

Sin embargo, hay otra razón: el Instituto de Medicina Legal, adscrito a la Corte Suprema de Justicia de El Salvador, no cuenta con suficientes recursos humanos ni financieros para procesar a todas las osamentas que aparecen.

El forense Quijano calcula que tiene unos 800 conjuntos de huesos que no se sabe a quién pertenecieron. Están inventariados, desordenados, desparramados en cajas de cartón de menos de un metro, en varios estantes ubicados en uno de los últimos cuartos de Medicina Legal, al que le llaman el osario.

Para ellos ya no hay más. Son huesos de personas, pero no pueden volver a tener un nombre, una edad, un rostro, una familia, y, por último, no pueden tener ni una lápida.

 

***

Tatiana

Tatiana tiene pintado un código en cada hueso. La serie de números y letras está escrita con un marcador permanente hasta en los más pequeños, como los tarsos y carpos, que miden apenas un centímetro y medio aproximadamente. Acaba de cumplir cinco años de estar encerrada en una caja apilada en aquel estante del osario de Medicina Legal. Llegó allí una tarde de diciembre de 2014, cuando, por puro gusto del azar, asomó en el vientre lodoso y apestoso de un cementerio clandestino, en medio de una finca de Santa Ana, en el occidente de El Salvador.

Apareció en una fosa rectangular de 1.50 metros de largo por 1.25 metros de ancho, al borde de una ladera, cuando los excavadores estaban por alcanzar los tres metros de profundidad en busca de un estudiante, guiados por el verdugo convertido en testigo criteriado.

Los arqueólogos estaban a punto de tirar las herramientas, convencidos de que el soplón había mentido, cuando ocurrió: Tania apareció envuelta en sábanas, minimizada, sin ojos, sin cabello, sin piel, sin músculos ni cartílagos. Solo era un conjunto de huesos sumidos en unas sábanas, que presentaban señales de haber recibido golpes con algo contundente. Ya tenía tres años de haber sido asesinada y enterrada.

Aquello fue en 2011. Cinco pandilleros le cortaron el paso sobre la agreste calle del cantón donde vivía cuando caminaba con su hijo de cuatro meses en brazos. Los hombres la rodearon y uno de ellos le arrebató al niño para perderse entre los matorrales. El resto, la obligó a caminar a empujones durante media hora por un terreno escabroso, empinado, impresentable hasta llegar a una ladera cubierta de vegetación. La sentaron en el piso y comenzaron los gritos.

Entonces, la golpearon con una almádana hasta que dejó de gritar, de respirar. Hasta que el último músculo dejó de contraerse.

La desnudaron. Quizás la violaron antes o después de muerta. La envolvieron en dos sábanas curtidas. Y la lanzaron más allá, adentro de una profunda fosa que otros pandilleros habían cavado más temprano. Después se deshicieron en el mismo hoyo de la ropa que Tatiana llevaba puesta aquel día.

No se saben las razones. No se sabe qué hizo, dijo o dejó de hacer para que la clica Fulton Locos Salvatruchos, una de las estructuras más poderosas de la Mara Salvatrucha (MS-13), decidiera matarla y sembrarla bien hondo en esa parte de la finca que habían convertido en un cementerio clandestino.

Cuando los fiscales cuestionaron al criteriado del caso del estudiante si sabía algo de la muerte de Tatiana, contó, con desgano, que recordaba poco sobre ella. Sabía que había sido llevada a la cima y golpeada con una almádana, quizás hasta violada cuando ya estaba muerta. Confesó que había participado de su privación de libertad; pero desconocía su identidad ni el por qué sus compañeros habían ordenado y cometido el crimen.

Cuando la mataron, no hubo revuelo en las redes sociales ni apareció su rostro en las alertas de desaparecidos. Nadie buscó a Tatiana. Por eso, no hubo más preguntas al soplón. No más investigación ni ofrecimientos de beneficios extras para que diera más detalles.

Por eso, cuando los arqueólogos terminaron con lo que dice el protocolo: levantar primero los pies y finalizar con el cráneo. La embolsaron y le colocaron un código para llevarla a un cuarto frío de almacenamiento.

Después la cocinaron, limpiaron, inventariaron y la guardaron en el osario.

Ochocientos

El proceso para que Medicina Legal realice la prueba de identidad a familiares que buscan desaparecidos depende de varias coincidencias. Lo primero que debe cuadrar es que los detalles de la ropa y otros artículos como mochila, carteras, celulares y otras pertenencias, según lo declarado por los parientes cuando reportan la desaparición, aparezcan junto con la víctima.

El forense Quijano dice que, cuando eso ocurre, los fiscales le dicen a la familia que se someta a una entrevista en Medicina Legal, donde debe volver a contar los detalles de lo último que supo del desaparecido.

“Si no tenemos un familiar con quien comparar, no se puede. Eso no se lo voy a mandar al doctor (genetista), porque le voy a llenar de muestras. Yo los tengo archivados, hasta que aparece el familiar”, dice Quijano.

El doctor al que se refiere Quijano es Boris Cornejo, jefe del departamento de Genética del IML. Acepta en una muestra de sinceridad que, como departamento de ADN, no tienen el presupuesto anual suficiente para comprar los reactivos que se requieren para armar un banco genético con las 800 osamentas del osario.

“Si no tenemos una persona con quien comparar, se queda en estado de tejido óseo y no se procesa. Hasta que aparezca algún pariente”, reconoce Cornejo.

—¿Qué pasa si hay 30 cuerpos en una fosa clandestina donde un criteriado llevó a los investigadores por un solo cadáver?

—Vamos a esperar a que tengamos familiares-, reitera Cornejo con cierto aire de resignación.

El genetista, además, dice que como departamento tienen otras 10,000 manchas de sangre que han obtenido de cadáveres de desaparecidos: “Tenemos desaparecidos donde solo hay manchas de ADN que no hemos hecho perfil genético”, señala.

Cornejo dice que si quiera ponerse al día para analizar las 10,000 manchas de sangre y los casi 800 conjuntos de huesos, necesitaría trabajar sin descanso “unos tres años”. Eso y que dejen de aparecer más osamentas o cadáveres de desaparecidos.

Ilustración de Moris Aldana

***

Carmen

Los pandilleros decidieron entregar el hijo de Tatiana a Carmen, su bisabuela. Ella pasó de la sorpresa a la desesperación. Cogió al niño y minutos después, cuando estuvo sola, llamó al celular de su nieta. “Tuuuuuuuuuu, tuuuuuuuuuu, tuuuuuuuuuu, tuuuuuuuuu. Deje su mensaje después del to…”.

No hubo respuesta.

Desde ese día, Carmen comenzó una búsqueda de Tatiana a medias. No fue a la policía ni puso denuncia en la Fiscalía, solo comentaba con los vecinos su esperanza de que alguien se animara a darle alguna pista. Así fue como le contó a una de sus amigas, mientras ambas esperaban las tortillas, sobre lo que le dijeron los pandilleros aquel día en que le llevaron a su bisnieto: “No busque a la mamá de este perrito, porque ya no existe”.

Un policía antipandillas, que aceptó hablar bajo anonimato, dice que las comunidades actúan, muchas veces, como cómplices involuntarias de los pandilleros, porque no cuentan nada de los crímenes que ellos cometen. “Los ven pasar con palas y piochas, saben que las utilizan para cometer delitos y desaparecer a sus víctimas; pero nadie habla, porque ya les ganaron el valor. Viven muertos de miedo”.

Carmen vivió con ese miedo durante tres años, hasta que, empujada por una enfermedad que le aquejaba, encontró el valor para contarle a un investigador sobre su nieta. Le dijo cómo iba vestida el día en que desapareció y lo que los pandilleros le dijeron cuando le entregaron al niño. El policía anotó los detalles y armó un expediente en un fólder donde escribió “sobreaveriguar“.

En diciembre de 2014, el policía se enteró que un criteriado había ubicado un cementerio clandestino en la finca de Santa Ana. Dejó de ser para él un hallazgo más, cuando días después leyó en el reporte que habían desenterrado huesos envueltos en dos sábanas y la ropa de la víctima. A juzgar por las prendas, se trataba de una mujer joven.

Buscó en sus archivos y notó que la descripción de la ropa coincidía con lo que Carmen le había contado meses atrás sobre Tatiana. Con esa información, le dijo a la Fiscalía que podría tener a alguien para coincidencia de ADN y así identificar a la víctima.

El investigador fiscal recuerda que llamó al contacto que Carmen dejó el día en que visitó la delegación, pero no hubo respuesta. Entonces, fue a buscarla a la dirección que decía el expediente.

Al llegar a ese cantón en donde casi toda la gente vive muerta de miedo, se enteró de que Carmen no pudo esperar los resultados. Murió antes de saber qué había pasado con su Tatiana.

 

***

Un diente

Lo más cercano que tienen las víctimas de desaparecidos en El Salvador a una restitución digna de sus seres queridos ocurre en este salón de Medicina Legal. Este cuarto, que mide unos cuatro metros de ancho por seis de largo, tiene una esquina equipada con lo que intenta ser un altar: una repisa con un crucifijo y el salmo 23 enmarcado con un fondo verde. El forense Quijano dice que la idea de colocar el crucifijo y el salmo fue para ser equitativos con la fe que puedan profesar los parientes, protestantes o católicos, que llegan a retirar los restos que se logran identificar con el proceso de ADN.

El altar luce coronado con un lienzo negro colocado sin mucha destreza. Quijano dice que este cuarto es una idea que tuvieron como forenses desde hace unos meses y que fue posible gracias a la ayuda del director del instituto, que permitió acondicionar el salón contiguo a la entrada principal de Medicina Legal, aunque es un proceso que ha quedado a medias. La puerta principal tiene mala la cerradura, por lo que el cuarto siempre está abierto. No hay intimidad.

Adentro del mismo salón donde están los huesos de cientos de personas funcionan, también, los baños que utilizan vigilantes y los vendedores que tienen sus puestos en la fachada del instituto.

-Ha habido veces en que los familiares están adentro, orando, después de recibir los restos de sus seres queridos y los vendedores irrumpen, porque tienen ganas de utilizar el baño-, cuenta Quijano.

De las 161 osamentas que los arqueólogos han recuperado de fosas clandestinas o pozos durante los dos últimos años, solo se ha logrado identificar y restituir a sus familiares un 32 %. El otro 68 % espera en las cajas de cartón del anaquel.

Pero no todos los huesos de los desaparecidos permanecen guardados en el osario. Medicinal Legal reconoce que tuvo que enterrar varias osamentas en fosas comunes de los cementerios municipales de San Salvador y Santa Tecla, porque ya no había espacio en los estantes. Estos eran, según el forense Quijano, restos que tenían en reguardo desde 1996.

No se pudo -por tiempo, por recursos, por falta de protocolo- someter estos huesos a pruebas de identificación antes de depositarlos en la tierra. Lo que hicieron los forenses fue crear camino donde no había. De cada conjunto de huesos que antes fue una persona, se rescató un diente o un fragmento de hueso del tamaño de un diente. Y así dejaron viva la esperanza de que, algún día, en un banco de ADN en El Salvador sea posible encontrar una pista que lleve a la identificación.

Afuera, quizá, quede alguien que todavía busque. Y, quizá, todavía quiera devolver a este diente -o hueso del tamaño de diente- el nombre, el rostro, la familia, la dignidad de haber sido alguien.

Ilustración de Moris Aldana
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