Hard Rock

Felipe A. García es miembro fundador del proyecto cultural Revista Café irlandés, espacio digital dedicado a la promoción de la nueva narrativa salvadoreña. En el año 2013, su novela inédita: “En caso de familia, rompa el cristal”, obtuvo el primer lugar del Concurso Nacional Ingenio, organizado por el Centro Nacional de Registros (CNR). En el 2018 publicó las novelas “Diario mortuorio” y “Hard Rock” con la Editorial Los Sin Pisto. El capítulo que se publica en esta ocación corresponde a esta última. Las novelas de García se pueden adquirir a través de la Editorial, escribiendo un correo electrónico a [email protected], o por WhatsApp al 7682-4079. También se pueden adquirir en las sucursales Campus y SOHO Las Cascadas de la Librería y Papelería UCA.

Fotografías de / Ilustraciones de Moris Alldana
Ilustración de Moris Aldana

Lunes 21 de enero del 2008

A pesar de que tenía mi propio carro, desde el incidente en el Santa Cecilia por el cual me expulsaron, mis padres ya no confiaron en mí. Papá decidió contratar un microbús que me llegara a traer y dejar al colegio, así él estaría seguro de que no me zafaría de clases.

El micro me dejaba al menos una hora antes del toque de entrada. Tenía tiempo de sobra para caminar por el campus mientras esperaba que sonara el timbre. Frente a una de las cafeterías del colegio, mejor conocida como La Cafe, estaban Los Ranchos. Una zona con mesas de concreto que eran ideales para tomar nuestros refrigerios o terminar tareas pendientes. Fue allí donde me encontré a Ernesto. Entre otras cosas, fue su camisa negra la que llamó mi atención. Era una camiseta alusiva a la banda Iron Maiden.

Ernesto estaba solo, escuchando música en su Ipod con los ojos cerrados, y esperando a que sonara el timbre. Parecía que, al igual que yo, evitaba acercarse al aula antes de la hora.

Cuando faltaban quince minutos para entrar a clases, observé que Ernesto se quitó la camiseta de Maiden para ponerse la del uniforme. Cualquiera que hubiera visto su físico lo hubiera confundido con un alumno de primaria. Tenía el cuerpo de un niño de diez años.

Una vez dentro del edificio de secundaria, mientras esperaba a que abrieran las puertas del salón, me quedé observando un juego de básquetbol que se desarrollaba en la cancha interna. Poco a poco la fachada del grado comenzó a llenarse de compañeros, pero ninguna señal de Ernesto.

El timbre sonó a la 1:15 de la tarde, y fue hasta entonces que lo vi asomarse. Tortugón aún no había llegado. Todos estábamos dispersos por el pasillo.

Yo seguía mirando hacia la cancha, observando cómo terminaban el juego un grupo de alumnos de noveno grado, cuando de pronto advertí la presencia de Ernesto a la par mía. Al igual que en Los Ranchos, tenía los ojos cerrados. Parecía querer concentrarse con la canción que escuchaba. Su presencia era casi tácita. Si me pude percatar de tenerlo a mi derecha, fue únicamente después de escuchar la música que sonaba de sus audífonos, tan fuerte que era probable que padeciera de sordera.

La calma se rompió cuando Alberto se aproximó a él. Con un dedo tiró de los audífonos de Ernesto para poder susurrarle al oído: “Sos maricón, ¿veá? ¿Tenés hermanos?”. Ernesto se sobresaltó al escucharlo. Agitó sus hombros para advertir que no quería que lo tocara, pero eso no le importó a Alberto. Él siguió con su repertorio de preguntas. “¿Tenés hermanos? ¿Te masturbás cuando los ves desnudos?”. A medida continuaba sus preguntas, estas se volvieron más grotescas. Ernesto no respondió a ninguna. Se limitó a devolver su audífono al oído, aunque Alberto volvía a quitárselo. Molesto, Ernesto intentó retirarse, pero Alberto no lo dejaba irse. Lo persiguió con su interrogatorio, cada vez con voz más alta: “¿Ya se la mamaste a tus hermanos?”.

Cuando Ernesto se cansó de las bromas, se dio la vuelta y enfrentó a Alberto cara a cara gritándole que se callara, culero maricón. Con las manos le dio un empujón a Alberto que sólo consiguió hacerlo retroceder unos cuantos pasos. Pero una vez recobró el equilibrio, Alberto dibujó una sonrisa en el rostro.

“¡El profe!”, gritó alguien.

Todos voltearon a ver al pasillo que conectaba con la sala de maestros. Ahí estaba Tortugón, caminando a paso lento. Alberto cesó sus preguntas. Dedicó una mirada despreocupada a Ernesto y sin decir nada más le dio la espalda.

We don’t need no education
We don ´t need no thought control
No dark sarcasm in the classroom
Teachers leave the kids alone
Hey! Teachers! Leave the kids alone!
All in all it’s just another brick in the wall.

Another Brick in the Wall Pink Floid

***

Lo primero que hicimos al entrar al salón fue rezar. Era una norma del colegio orar cada mañana para poner en manos de Dios las actividades de todos los días. Para mí eso era una pérdida de tiempo. A nadie le interesaba lo que decía la Biblia. Sólo lo hacían para perder tiempo de la primera clase.

Tomamos asiento y esperamos a que Tortugón diera las primeras indicaciones. La primera hora la tuvimos con él. Habló sobre el sistema de evaluación que usaría en su materia, los contenidos a desarrollar en esa primera unidad y las fechas de evaluación.

— Vayan pensando con quién trabajarán — dijo Tortugón para advertirnos de las tareas en grupo. Tal anuncio me preocupó. Yo aún no conocía a nadie en el aula además de Juan Carlos, pero no quería trabajar con él.

Al día siguiente, durante la clase de matemática, el profesor Rivas, mejor conocido como El Intrépido, pidió a Ernesto ponerse de pie frente a todos. La clase anterior nos hizo un examen diagnóstico, con el que pretendía evaluar nuestro dominio de los contenidos del curso pasado. Tal parecía que Ernesto sacó la peor calificación de la sección.

— Señor Amaya — se dirigió El Intrépido a Ernesto—, su nota es de uno sólo porque escribió bien su nombre. De lo contrario tendría cero.

El Intrépido era del tipo de profesores que les encantaba sentirse superiores. Se sentía muy importante sólo por haber escrito un libro de matemática que aún no publicaba.

Después de un incómodo silencio, El Intrépido le ordenó a Ernesto que resolviera uno de los ejercicios en la pizarra. A pesar de que era evidente que Ernesto no podía hacerlo, El Intrépido, en lugar de ayudarlo, se dedicó a exponer frente a todos en el aula el vacío que su alumno tenía en relación al tema. No dejó de mostrarse con aire de superioridad. “¿No conoce las reglas de los signos?”, le preguntaba sin importarle convertir a su pupilo en el chiste de la clase. “Me temo —le dijo— que usted y yo no podemos estar en un mismo equipo”. Fingió estar atónito ante el fracaso de su alumno. “Por favor — continuó— no vaya a decir mi nombre cuando le pregunten quién le enseña matemática, porque me daría vergüenza”.

A El Intrépido no le quedó de otra que mandarlo a sentarse. Mientras Ernesto buscaba su pupitre, un silencio rodeó el aula mientras lo seguíamos con la mirada. Él no deseaba vernos. Llevaba su vista plantada en el suelo. Ahí me percaté que en su nuca comenzaba a formarse una pequeña joroba por la posición cabizbaja con la que siempre andaba.

La tercera clase de ese día era la de Tortugón. Tan pronto entró al salón nos dio la orden de formar parejas de trabajo.

Ilustración de Moris Aldana

Aquel era el momento al que más le temía. Como yo era nuevo y aún no tenía amigos, no sabía con quién trabajar. Les pregunté al menos a cuatro compañeros si podía unirme con ellos, pero todos me respondieron que ya tenían grupo. En pocos minutos todos en el aula estaban agrupados menos Ernesto y yo. Todo indicaba que seríamos compañeros. Yo no tenía problema con eso. A mí, a diferencia del resto en la promoción, no me caía mal.

Ernesto y yo nos desplazamos a una esquina del salón.

Nos entregaron la hoja con las indicaciones para la tarea, y luego escuchamos al profe leerla en voz alta para explicarla punto por punto.

“Me llamo Rodrigo”, me presenté al mismo tiempo que le extendí la mano. Apenas levantó la vista de la papeleta para presentarse con un tímido apretón de manos. Tenía la mano tan delgada y suave que si yo hubiera ejercido presión en ella, seguro se la rompía.

Aunque nos costó romper el hielo, fue Maiden quien nos salvó. Después de un par de minutos en los que ninguno de los dos habló, tuve la iniciativa de preguntarle cuál era su canción de favorita de Iron Maiden, al mismo tiempo que le señalaba la pulsera de su mano derecha, donde estaba estampado el logo de la banda. La mía, le dije antes de dejarlo responder, es No more Lies. Fue hasta que pasaron unos segundos cuando se animó a contestar, siempre con un poco de reserva en la voz, que la suya era Hallowed by the Name.

Sin darnos cuenta, él y yo comenzamos a hablar de Metal. Dejamos de lado la tarea para comentar cuáles eran las bandas que más nos gustaban. Los dos coincidimos con la santísima trinidad del Metal: Iron Maiden, Black Sabbath y Judas Priest. A él le gustaban también las bandas de Symphonic Metal como Therion, Haggard, Epica y Nightwish. De hecho, me confesó, le gustaba mucho la ópera y la música clásica. Él soñaba con estudiar música. Me comentó que siempre deseó tener una banda, pero en su casa su madre se negaba a que pensara en esas tonterías porque decía que El Salvador no era país para artistas.

Llevamos nuestra charla hasta el segundo recreo. Nunca me imaginé hacer click con Ernesto, pues era muy reservado. Por momentos, al notarlo esquivo, me daba la impresión de que temía que me burlara de él.

Al toque de salida, Ernesto y yo intercambiamos correos electrónicos y números de celular para seguir planeando la tarea de química. Quedamos en reunirnos el sábado para comenzar la investigación.

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Séptimo Sentido

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