“Canjeables e inadaptados” Mario Benedetti

La Agencia Efe difunde un nuevo artículo de Mario Benedetti, en esta ocasión, “Canjeables e inadaptados”, que fue publicado por el semanario Marcha, de Montevideo, el 27 de junio de 1958. Esta publicación se hace por cesión de la Fundación Benedetti, en el marco del próximo centenario del nacimiento del escritor uruguayo, en septiembre de 2020.

Ilustración Moris Aldana

El dominio de un oficio es algo que siempre importa en un escritor. Pero ese oficio debe representar algo más que dejar caer el acento obligatorio en la sexta cuenta del endecasílabo o cuidar que un drama cumpla puntualmente con las exigencias de planteo, nudo y desenlace. Solo cuando llega a ser el instrumento adecuado para desarrollar un enfoque personal, solo cuando se convierte en el brazo ejecutor de un sentimiento o una idea originales, solo entonces el oficio del escritor adquiere su sentido, cumple verdaderamente su función. Pero cuando ese enfoque personal no existe, cuando el estilo se apabulla hasta el punto de convertirse en un desvaído y ajeno sonsonete, entonces el oficio pasa a refugiarse en un lenguaje híbrido, reseco, un lenguaje que, ni murmurado ni vociferado, habrá de provocar jamás la menor resonancia en el espíritu.

Por más que no se trata solo de ritmos o de estilos; se trata simplemente de jugarse o no en la propia obra. Ni siquiera es cuestión de comprometerse, con un fervor integral, en ordenaciones políticas, filosóficas o religiosas. Un escritor puede, a veces, salvar su nombre no comprometiéndose, sosteniendo porfiadamente su resistencia a dejar de ser él mismo. Pero lo menos que puede pedírsele a quien escribe es que crea en la literatura, y, en consecuencia, que esta le importe como medio de expresión, como forma de desbordar hacia el mundo.

Todo esto tiene un inevitable aire de manual (mejor dicho, de notas al pie de los manuales), pero consiente sin embargo cierta referencia a algo que no sabemos exactamente si somos, pero que por las dudas pregonamos ser. Este es un país de muchos escritores. Cierto. Un país de pocos enfoques personales. Más cierto aún. La consecuencia que podría extraer algún observador sin excesivos prejuicios, es que no alcanza con tener ganas de escribir. Es preciso, además, tener algo que decir.

Uno de los aspectos más patéticos de nuestro presente literario, lo constituye el hecho de que muchos escritores uruguayos no tengan nada que decir, y sobre todo, que ellos sean los primeros en saberlo. Pero no todas las culpas deben de caer sobre esas testas, tantas veces coronadas por los jurados ministeriales. En realidad, todos somos responsables.

Este es un país de muchos escritores. Cierto. Un país de pocos enfoques personales. Más cierto aún. La consecuencia que podría extraer algún observador sin excesivos prejuicios, es que no alcanza con tener ganas de escribir. Es preciso, además, tener algo que decir.

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Hasta los diputados suelen darse cuenta, por ejemplo, de que la sociedad es responsable principal en el arduo problema de los menores inadaptados. Y los mayores inadaptados? Acaso la sociedad no es responsable de estos poetas, desdoblados en un Doctor Jekyll, honorable ciudadano de la Arcadia, y un Míster Hyde que pichulea en cuanto acomodo se le pone a tiro? En rigor, la única inadaptada es la porción jekylliana (confunde abstracción con distracción), ya que se debe reconocer que la mitad hydiana se adapta como un guante al más autóctono de los camanduleos.

El pobre lector cree hacer lo que puede: es decir, niega su mirada. Pero con eso no basta, porque, naturalmente, los poetas gacelares no escriben para. Ellos escriben. Punto. De modo que al lector, representante social en esta circunstancia, también le toca una poción de responsabilidad. Si el lector no ignorara deliberadamente las corzas (+), si el lector fuera en su busca y dijera su opinión sobre las mismas, quizá todo cambiara, quizá aquellos poetas “desterrados de sí mismos” (como alguno de ellos reconoce serlo) se resolvieran por fin a escribir para. A nadie se le ha ocurrido pensar qué podría suceder en el panorama literario nacional el día en que los poetas gacelares encontraran su segundo lector.

Aunque, en definitiva, no es el tema lo que cuenta. Fue Sara de Ibáñez, creo, quien introdujo las corzas en la literatura nacional, y hay que reconocer que aquellas eran válidas. Por qué? Porque evidentemente la autora creía, tenía fe en sus propias imágenes; de ahí que estas aparecieran pulidas por el fervor del descubrimiento, por la consciente adopción de un lenguaje. Aun hoy, cubiertas por varias capas de sonetos de imitación, aquellas primeras corzas siguen manteniendo un único, irrepetido color. Es bastante obvia la explicación de que fueron las únicas que pasaron por el resguardo de un buen gusto personal; y también, de que todas las otras tienen menos de emulación que de abigeato.

Salvo excepciones, que suelen depender más del azar que de la deliberación, la incanjeabilidad es un rasgo significativo en la obra de un poeta. La incanjeabilidad no siempre garantiza la calidad de un poema, pero asegura en cambio que este solo puede tener un autor. Un librito (tan vulnerable en lo específicamente literario) como Tata Vizcacha, de Washington Benavides, resulta empero absolutamente incanjeable, y es seguro que esta cualidad bastará para salvarlo justicieramente del olvido. Versos como: “Cuando descalzo recién salí/ era época de música bailable” solo pueden ser de Humberto Megget, y otros como: “La noche pozo suave/ y atorado de sueños/ soporta aún la cuota/ de otro y la rebasa” son de Idea Vilariño y nadie más. Pero versos tan deliberadamente neutros como: “Nacida en el temblor de una gacela/ y rodeada de tenues amapolas/ vieja mi niebla, con sandalias de olas/ por el sueño que un hálito desvela” podrían ser indistintamente de Juvenal Ortiz Saralegui, Luis Alberto Caputi, Arsinoe Moratorio y quién sabe cuántos más; el hecho de que hayan sido autorizados por la poetisa nombrada en tercer término, parece obedecer mejor al cumplimiento de un trámite administrativo que al de una vivencia personal.

La lectura de estos poetas que pueden sustituirse y hasta superponerse sin mayor compromiso ni violencia, deja por lo general una sensación extraña. Cada uno de sus sonetos está rebosando palabras famosamente poéticas, pero es evidente que todas esas notas no llegan a constituir un acorde. Resulta obvio señalar que no es el derecho a equivocarse lo que aquí se cuestiona. ¿Quién de nosotros está libre de errores? Lo que aquí se objeta es el desinterés por lo literario que esa poesía, tan fácilmente canjeable, pone de manifiesto, ese desinterés que al final de cuentas se convierte en desprecio, y que no solo alcanza a lo estrictamente literario sino también a los valores humanos que la literatura suele arrastrar consigo. Escribir porque sí, sin una necesidad interior que fuerce a ello ni un impulso vital que justifique el esfuerzo, no parece en verdad una tarea ineludible sino un largo apagón de la conciencia. Alguna vez escribió el incanjeable George Orwell: “En una época como la nuestra, en que el artista es una persona enteramente excepcional, ha de permitírsele el goce de cierto grado de irresponsabilidad, así como se le permite a una mujer embarazada”, cabría preguntarnos si ese grado de irresponsabilidad seguirá siendo lícito, en el caso de una extendida y falsa alarma.

(+ Nota de edición: La generación del 45, a la que pertenecía Benedetti, usaba esa expresión en contra del modernismo cursi imperante en la literatura anterior y fue precisamente él quien la popularizó).

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