Gabinete Caligari

Barbarella

No había nadie. Nada. Ni un vehículo estacionado. Ni un perro callejero. Ni gatos ni murciélagos ni insectos.

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Era de noche. Estaba perdida. A medida que caminaba por las calles de la ciudad, sabía que me adentraba en territorios peligrosos. Eran calles oscuras, con casas malhechas y torcidas, construidas con láminas de zinc y tablas, sin ninguna armonía arquitectónica. Parecía una calle de la película El gabinete del doctor Caligari.

Caminaba por esa calle oscura, buscando el final de la misma, donde se veía algo de luz. Quería encontrar un punto de referencia que me permitiera orientarme para regresar a un lugar seguro. El silencio era absoluto. Escuchaba mis propios pasos y el crujir de la gravilla en el suelo. Tenía algo de temor, pero fingí compostura. Tenía que salir de ahí y no podía detenerme. No ahí.

De pronto, se escuchó un silbido. No vi a nadie, pero sabía que era alguien que avisaba de mi paso. Estaba siendo vigilada. Se escuchó otro silbido, más adelante, como una respuesta. Miré las ventanas y las puertas, los segundos pisos, los angostos callejones. Quería saber quién silbaba, pero sólo vi oscuridad. Mejor así, pensé, mejor no verlos ni que sepan que los he visto.

Seguí caminando. Sabía que podían golpearme, matarme, hacerme cualquier cosa. Imaginé que me vigilaban desde alguna ventana. Me visualicé a mí misma caminando con el pelo largo suelto sobre mi espalda. Mi flacucho cuerpo. Me consolé pensando que no me pasaría nada. Las mujeres mayores de 50 años tenemos el dudoso super poder de ser invisibles. Nadie nos quiere para nada.

Al fin llegué a la calle iluminada. Miré a izquierda y a derecha. El alumbrado público chorreaba una débil luz sepia sobre la fachada de las casas. No había nadie. Nada. Ni un vehículo estacionado. Ni un perro callejero. Ni gatos ni murciélagos ni insectos. Ningún ruido. Ni un televisor o radio encendido. Ninguna tos o ronquido. Ningún murmullo de voces. Ningún movimiento. Nada. Sólo casas con puertas y ventanas cerradas.

No reconocí el lugar ni tampoco las calles que se miraban más adelante, así es que caminé de regreso sobre el mismo pasaje oscuro, buscando salir a alguna calle más ancha, que estuviera mejor iluminada. Pensé que tentaba al peligro volviendo sobre mis pasos, que quienes me vigilaban no iban a tolerarlo, pero me dejaron pasar.

Encontré una arteria principal. Para llegar, tuve que saltar sobre la verja de un parque y al hacerlo vi a Jane Fonda, no como es en la actualidad, sino como era cuando actuó en Barbarella, en 1968. Sentí alegría de encontrar a alguien. Le dije, casi le grité: “¡Hola Jane Fonda… o mejor dicho, Barbarella!”. Ella sonrió, con esa sonrisa que sólo los Fonda tienen. Nos abrazamos como si fuéramos viejas amigas y caminamos juntas. Nos agarramos de la mano, para no perdernos, para no separanos.

Le dije que buscaríamos un lugar conocido para ayudarla a regresar a su casa. Ella no decía nada. Sólo sonreía y asentía con la cabeza. Las calles seguían solitarias, pero sabía que nada malo me podía pasar porque iba con Barbarella de la mano.

Por fin, salimos a una calle ancha e iluminada, un boulevard que me parecía conocido, pero cuyo nombre no recordaba. Nos detuvimos frente a un edificio de paredes blancas que tenía pintado en letras azules “Iglesia evangélica”. Sabía que había culto, porque se escuchaba una tenue música que surgía del interior. Pero las puertas estaban cerradas. Al otro lado de la calle, había una parada de buses y tres personas con mascarillas blancas que esperaban un autobús que nunca llegaba.

Le dije a Barbarella que siguiéramos caminando, que no reconocía esa parte de la ciudad pero que ya estábamos cerca de encontrar un lugar con tránsito normal. Seguimos sobre ese boulevard hasta que vimos un gran centro comercial. Había luces de colores, música, gente, palmeras, negocios, movimiento. No me gustaba el lugar, pero entramos.

Leí los nombres de los negocios, todos en inglés. No reconocí ninguna de las tiendas. Parecía que estábamos en una ciudad gringa y no en Centroamérica. “Esto no nos ayuda en nada”, dije en voz alta. A Barbarella le dio risa mi sarcasmo.

Adentro del centro comercial, había un redondel donde los carros daban la vuelta para dejar o recoger gente. Vi un carro convertible, pequeño, de color plateado, abollado de los lados, que era usado como taxi. Corrimos hacia él. En cuanto bajó su pasajera, me aproximé para hablar con el conductor. Era un viejo, con cara de pocos amigos, que tenía la piel gris y unas pústulas verdosas en la cara. La más grande de ellas, sobre su pómulo derecho, parecía a punto de reventar. Al ver el interior del carro, noté que había mucha basura y suciedad.

Le pregunté si podía llevarnos, pero el viejo me espetó que no, que no estaba trabajando. Lo dijo enojado y se fue de inmediato. Pensé que era mejor así, que nos pudo pasar algo malo si nos íbamos con él, aunque seguíamos con el problema de no saber cómo movernos.

Entonces vi un taxi amarillo. Era lo primero que reconocía desde hacía horas. Me emocioné, porque era de la cooperativa en la que me suelo transportar. Lo detuve. Le pregunté al taxista si podía llevar a Barbarella. Me pidió la dirección. Le dije que la llevara a Lindavista Norte, la zona donde viví en Managua durante una docena de años. No supe por qué le di esa dirección, porque de lo poco que estaba segura era que no estábamos en Managua. El taxista, sonriente, me dijo que no había problema.

Abrí la puerta trasera. Le dije a Barbarella que se fuera ella primero, que yo esperaría otro taxi. Ella sonrió de nuevo, sin decir nada. Me quedé ahí, viendo cómo el taxi se iba por una salida que la terminaría llevando a la misma calle oscura y peligrosa donde yo caminaba al inicio del sueño.

Volví a estar sola. Vi el centro comercial a mi alrededor. Seguía sin reconocer nada. Seguía sin saber dónde estaba. Seguía sin saber a dónde ir.

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