De repente, Perla

Rodrigo Fuentes es un escritor guatemalteco, ganador del premio de Cuento «Centroamérica Cuenta». «De repente, Perla» forma parte de «Trucha panza arriba». Este libro llevó a Fuentes a ser finalista del Premio hispanoamericano de cuento Gabriel García Márquez en 2018, uno de los más prestigiosos. Hace un mes, la editorial Los Sin Pisto lanzó la versión con la portada en la que aparece el arte del artista japonés Akira Ikezoe. Sobre su libro, Fuentes afirma: «Me ha enseñado cuán líquida es la frontera entre la literatura y todo lo demás».

Ilustración de Moris Aldana
Ilustración de Moris Aldana

Era época de zafra y por eso ardía el cañaveral. Desde aquí hasta las montañas se veía el fuego. De día flotaba la ceniza y se pegaba al pelo, al bigote, a las pestañas. Todos andábamos ennegrecidos. Al quinto día llovió. No llueve en diciembre, pero esa vez llovió tres días sin parar. Se empantanó la caña entre el lodo y la ceniza. Nadie trabajaba ya, nadie cortaba la caña. Eran días extraños. Fue entonces que nació Perla, la vaca que quería ser perro.

En mi primer dibujo de Perla la vaquita aparece de perfil. Atrás suyo todo está embarrado de ceniza; la sonrisa de Perla brilla blanca y nítida en la oscuridad. ¿Qué te parece?, le pregunté a mi hijo luego de hacerle los últimos retoques. Vio el dibujo y volteó a verme con esa cara que me recuerda a su madre: No se encariñe, dijo, es una vaca, papá. Con eso se fue a cortar la caña junto a los otros trabajadores, y yo me quedé delineando la cola con el carboncillo.

A Perla no la quiso su madre. Desde el primer día le negó la teta. Se acercaba Perla muy mansa y la madre la desalojaba con un movimiento de cadera. ¡Tas!, y la Perlita que salía despedida. Empezó a adelgazar. Yo me fijé desde el principio, la llevé con otras vacas que andaban con crías, vacas que tampoco la aceptaron. Fui a consultar con el patrón. Necesita un biberón, le dije, uno de esos biberones grandotes para darle leche tibia. Don Henrik me miró ladeado y con algo de sospecha, pero me confiaba ese patrón. A los dos días la estaba alimentando ya, dándole de mamar con un enorme biberón que chupaba a borbotones.

Rodrigo Fuentes – escritor guatemalteco

La tratamos de regresar con su resto, pero a Perla no se le daba el ganado, y al ganado no se le daba Perla. Tuvo compasión Don Henrik. Tráigamela al jardín de la hacienda, dijo, ahí la vamos criando, agregó, y fue ahí que Perla conoció a Derrepente, el perro mestizo que de repente había aparecido en la finca unos años atrás. Se hicieron cuates al instante. Pura química. Nada romántico, solo amigos. Cómo jugaban, cómo se revolcaban en ese jardín Perla y Derrepente.

Aprendió a pararse en dos patas después de tanto ver a Derrepente hacerlo. Calcado, si me pregunta a mí. Porque hasta el mismo bailecito hacía para quedarse parada, moviendo un piecito para delante y otro para atrás, uno para delante y otro para atrás. Raro ver eso, la ternera en dos patas y haciendo su equilibrio. Se la pasaban juntos todo el día, se reían juntos también. No me pregunte cómo, pero cuando me iba acercando al jardín los veía de lejos y juro que se mataban de la risa esos dos condenados.

Nuestra finca era de melón, pero todo alrededor eran extensiones de caña que pertenecían al ingenio. En esas tierras laboraba mi hijo junto a otros jornaleros. Trabajaban duro macheteando el día entero, animados con pastillas que repartía el capataz. Anfetaminas, eso les daba. Ya a la vuelta de la jornada venían con las pupilas enormes. En el dibujo Hijo, otra vez aparecen esos ojos, esas pupilas alocadas, aunque mi hijo no quedó contento con el retrato. Qué feo está, papá, mala le salió la gracia. Sostenía el papel a distancia, pellizcándole una orilla. Le dije que la culpa no era del dibujo: la culpa es mía y de tu madre, no culpés al arte. Soltó el dibujo, dejó que cayera al suelo y salió de mi ranchito sin decir palabra. Tanta pastilla le ha quitado el buen humor.

Los trabajadores del ingenio acostumbraban pasar frente a nuestra finca al final de la jornada, cuando iban de vuelta a sus champas. Así se fueron encariñando con la Perla, que se aparecía en el jardín para saludarlos. Hinchados de trabajo y de pastillas caminaban, y Perla que les movía la colita, les sonreía, se paraba en dos patas para despedirlos. Que baile, le pedían, que baile, gritaban los menos cansados, y Perla los premiaba con un pasito para delante y otro para atrás, uno para delante y otro para atrás.

Ni modo, Perla empezó a crecer. Se hizo grande en cosa de un año. Igual iba a la terraza del jardín a descansar, se echaba con las patas desparramadas, la trompa plana sobre el ladrillo, los ojos turnios del puro placer. Cómo le gustaba que le hicieran cariño detrás de la oreja, mugía quedito la Perla con esas atenciones. A la par de ella se tiraba Derrepente, iguales los dos. Seguían de cuates, pero cuando se revolcaban se veía que el perro andaba con más cuidado, amagaba ante el cuerpo de Perla. Ya poco se paraba en dos patas la vaca, muy grande estaba, pero aun así daba unos brinquitos de lo más agraciados.

El libro. “Trucha panza arriba” se puede obtener a un precio de $10. Los pedidos se coordinan por medio de la página de Facebook de la editorial Los Sin Pisto, al enviar un correo a [email protected] y también por WhatsApp al 7682-4079.

El mismo año en que Perla dejó de crecer llegaron las primeras máquinas cortadoras al ingenio. El trabajo de cien hombres lo hacían en mitad del tiempo. Cómo podaban esas desgraciadas, cómo destazaban la caña con sus aspas de acero. De un día para otro empezaron a echar a los trabajadores, pero el sindicato se plantó, y a finales de ese año se armó el relajo. Eligieron la época de zafra para dejar el machete y juntos se lanzaron a la huelga, juntos marcharon entre la caña.

Pasaron frente al jardín de la hacienda esa vez, los niños y los hombres bien alborotados, mi hijo entre la marcha y gritando con el resto. Fue ahí que Perla se lució. De un brinquito saltó el arriate para ir a meterse entre el gentío, mugiendo de lo más amigable y dejándose sobar por todo el mundo. Movía la colita, agachaba la cabeza y luego la levantaba con mugidos de pura alegría.

Quedó claro lo que ya todos presentíamos: Perla estaba con los trabajadores.

Los meses que siguieron estuvieron jodidos. La gente empezó a incendiar las máquinas cortadoras. La primera la agarraron en enero, una noche en que prendió fuego todo un bodegón del ingenio. Desde aquí se veían las llamas, se escuchaban las sirenas como si la misma caña se estuviera lamentando a gritos. Don Henrik estaba quedándose en la hacienda esa vez y salió a la terraza a ver qué pasaba. Ahí nos mantuvimos los dos muy quietos, parados en el resguardo de nuestra propia finca. Usted se me queda aquí, dijo, ni se le ocurra ir a meterse allá. No estaba yo tan viejo todavía, pero los bochinches eran cosa de otros tiempos. Ya mucho había dado yo al sindicato en la ciudad. Ahora le tocaba a mi hijo dar la lucha. Las llamas iluminaron la noche: entre la oscuridad noté la mirada brillante de Perla, sus ojos encandilados por el fuego.

Lo que vino luego era cosa de tiempo nomás. Los dueños del ingenio se trajeron a gente de oriente para patrullar el cañaveral. Malas personas eran esas. Yo con oriente no tengo riña, pero esos hombres llevaban la muerte en la jeta. Al poco tiempo empezaron a caer los sindicalistas. A dos de los principales los balearon, ahí mismo en sus ranchitos les fueron a meter plomo. A un tercero le mataron al hijo, un patojo que ya andaba metido en el asunto también. Y así parecía que el relajo tocaba fondo, porque esos golpes los dieron en cosa de unos cuantos días nada más.

Poco se mira en mis dibujos de esa época, como si el mismo carboncillo se hubiera encabronado con la hoja en blanco. Solo a Perla la tengo bien delineada o, más bien, la sonrisa y la energía de Perla, porque llamaba la atención la inquietud de la vaca, un ir y venir más de perro que de res.

Cuando apareció la Antorcha Justiciera para hacerle frente a tanto agravio, la gente ya estaba hablando de dejar la huelga y regresar al trabajo. Hacía falta la comida. Pero el rumor de la Antorcha corrió como el fuego en plena zafra: son veinte mugrientos, empezaron a decir, tal vez más, pero a pura antorcha se están cobrando una vida de afrentas.

Fantasmas, esa sensación daban. Porque los condenados corrían y corrían entre la caña, aparecían con sus antorchas y en un dos por tres se esfumaban, dejando fuego y desorden nomás. Salían los matones por un lado de la finca y la Antorcha aparecía del otro: robaron fertilizante, atrancaron las máquinas del ingenio, le prendieron fuego a las cortadoras. Buena plata perdió el ingenio esa temporada, entre tanta quema y tanto robo.

Yo supe quiénes eran por Derrepente. Ese perro tenía un par de amigos entre los cortadores de caña; supongo que así terminó enrolado en la Antorcha Justiciera él también. Leal era ese Derrepente: leal con el despelote, porque la travesura la llevaba en el alma. Era de color canela, pero en las mañanas empecé a encontrármelo negro, enlodado de cola a trompa. Solo los dientes blancos, la pura sonrisa me lanzaba el muy chistoso. Derrepente, le gritaba yo, pero antes de alcanzarlo ya se había metido entre la maleza.

Escuché su correteo una noche de luna llena. Ya le conocía los pasos al Derrepente, porque tenía una pata cuta y corría como a trompicones. Cuando salí a ver iba llegando con dos de los mugrientos, él a la cabeza: el muy canalla los había traído de vuelta a la hacienda del patrón. Me tomó un segundo darme cuenta de que uno de ellos era mijo. Directo al cobertizo donde guardábamos la leña se fueron a esconder, frente a la terraza del jardín.

Ilustraciones de Moris Aldana

Al llegar los matones ya todo era silencio; lo cierto es que la cosa no estaba para hacer presencia. Emputados venían esos hombres, con ganas de cobrarles las costillas a los malandrines. Y el patrón por ninguna parte, nadie para hacerles frente.

Derrepente más jodido, pensé. Mijo más jodido. Caña más jodida, pensé también.

Cuando salí de mi covacha los matones ya estaban cortando el alambre de la cerca, listos para entrar sus caballos a la finca. ¿Qué quieren?, salí diciendo, esto es propiedad privada. El primer matón ni se dignó a responder. De un tajazo cortó el alambre y mientras iban entrando alcanzó a decir: Si los encontramos por aquí usted también se fue feo.

Algunos le dieron la vuelta a la hacienda, pero el jefe de ellos se bajó del caballo y ahí se quedó muy quieto. Tomándose su tiempo. Y entonces se le tensó el cuerpo como un alambre de púas. Volteé a ver a donde miraba y por ahí venía Perla, de algún lugar del jardín había aparecido. Fresca y rápido avanzaba la vaca, directa hacia el hombre.

Era bonita esa bestia, no digo que no, pero bajo la luna llena refulgía como santa en pascuas. Tan blanca que brillaba. Y coqueta, amigable, con personalidad. Así era ella. Se acercó tanto y con tanta confianza que el jefe pareció desubicarse, tomó un paso para atrás. Si sus hombres no hubieran estado ahí, estoy seguro que hasta el arma desenfunda.

Pero Perla era una vaca, y ante una vaca no hay que acobardarse.

A un metro paró. Se acercaron un par de matones y la observaron. Perla lanzó un mugido al cielo y empezó a darles la vuelta la muy confianzuda. Uno de los hombres dijo algo, palabras duras, pero el resto siguió quieto, tan curiosos como yo. Porque Perla los miraba como mira una persona. No como mira una persona cualquiera: como mira una mujer, una mujer que se sabe vista por un hombre. De esas mujeres que le agarran a uno la mirada y se la cachetean de vuelta. Así miraba Perla.

¿Y aquí qué?, empezó a decir uno de los tipos.

Ni tiempo le dio de seguir. Perla dejó de caminar y lo miró de frente. Perla frente a ellos, Perla frente al mundo. Tomó un par de pasitos hacia atrás y con el mismo empuje echó todo el cuerpo hacia arriba: fácil se vio el asunto, serena la Perla poniéndose de pie. Ya en dos patas pareció equilibrarse, como asentando el peso sobre los tacones. Y entonces dio dos pasitos hacia el frente y los hombres se hicieron para atrás, abriéndole cancha. Cayó blando, Perla, como una sábana.

Vaya circo, dijo uno de ellos. Lo admito: sentí un calor en las tripas, algo sabroso que me subió por el cuerpo. Orgullo, algo así será lo que sentí.

Es su jardín, dije acercándome. El jefe me volteó a ver, volteó a ver a Perla otra vez. ¿Su jardín? Es que es especial, le dije, no le gusta que se meta gente a su jardín. El jefe escupió al suelo y le señaló a los hombres los sembradíos de melón, la hacienda, el cobertizo. Me revisan bien, dijo, y usted se me queda aquí, viejo, sea de quien sea este jardín.

Esa gente de oriente era dura, curtida. Conocían de ganado: estoy seguro que en su vida habían visto a una vaca levantarse así. Peinaron la zona y salieron del otro lado de la finca; mientras tanto, me dediqué a arreglar el alambrado de la cerca. Eché un vistazo pero mi hijo y el otro mugriento no estaban por ninguna parte. Seguro que entre tanto alboroto habían logrado salir. Ya que iba regresando a mi covacha me encontré al Derrepente a la par de Perla. Bien juntitos, como hablando estaban, y pensé en ir a darle una buena patada al perro. Pero algo me detuvo; demasiado a gusto se veían los dos, tan cuates ellos, moviendo sus colitas en círculos, como sincronizados.

El rumor me llegó al par de días: que con la Antorcha iban siempre un perro y una vaca endemoniada. El perro liderando, la otra a la retaguardia. Que se reían esos dos animales, que la pasaban a lo grande, que conocían esas tierras mejor que nadie. Carcajeándose todo el tiempo la vaca y el perro: dando brincos alrededor de las máquinas en llamas mientras se carcajeaban. Eso decía la gente.

Pues ni modo: los matones regresaron a los cuantos días por la noche.

Borrachos estaban los hombres, a mí me amarraron de un solo. Dónde está la jefa, decían, dónde está la jefa, gritaban riéndose. Pero risas agrias eran, risas maleadas. Las manos a la espalda y la trompa al suelo; así me embarraron en el lodo a la par de la hacienda. Poco pude ver, pero vi lo suficiente. El mero jefe se metió al jardín y Perla se acercó muy mansa, moviendo la colita, adormilada todavía. El hombre le rascó detrás de la oreja, le sobó el lomo, y ahí mismo dio la orden: Me la cogen, dijo, pero bien cogida. Escuché que la vaca mugía mientras le amarraban las patas. Entre tres la detuvieron, y uno de los hombres agarró un leño, del mismo cobertizo en el jardín fue a sacarlo. Me dolieron hasta el alma esos mugidos, alaridos eran, cómo me dolieron. Ya que se iban pasó uno de los tipos a darme un patadón. No se preocupe, me dijo, igualita va a quedar su yegua, nomás que ya no tan brincona.

Si no se desangró fue por milagro. Yo no sé qué sintió Perla –vaya uno a saber qué se sentirá algo así, qué sentirá un animal en un momento así–. Pero algo le mataron. Porque era coqueta, Perla, era orgullosa, y lo que hicieron fue aplastarle esa elegancia de un leñazo.

La huelga terminó a las cuantas semanas. Algunas mejoras lograron los trabajadores, una subidita al sueldo y poco más. Dejaron de traer nuevas máquinas cortadoras, que igual solo servían para terrenos planos. A veces la tierra no se aplana por mucho que le pasen el rodillo.

Nuestra finca se vino abajo al poco tiempo. Se cayó el precio del melón y Don Henrik tuvo que venderlo todo. A mí me habló, me dio las gracias, me apretó la mano con fuerza. Así es la vida, dijo. Ve pues, pensé, y yo sin enterarme hasta ahora. Al día siguiente juntó a los campesinos para agradecerles, y ahí dio el discurso de despedida. Lo escuchamos en silencio, yo y el resto de la gente. ¿Y Perla? preguntó una voz al fondo del gentío. El patrón vio para abajo, como apenado: Lo que queda del ganado tiene que irse al rastro, dijo. Hay deudas que saldar. Al fondo, en el jardín a la par de la hacienda, Perla movía su colita.

Terminé viniéndome a mi pueblo, a dos leguas nada más de donde estaba la finca. Aquí me he dedicado a mis dibujos, viera el tiempo que les meto ahora. Estoy trabajando unos retratos de Perla, aunque no me convencen todavía. Tantos intentos y siempre la pobre Perla atrapada en el dibujo, inmóvil parece. Así no era ella. En eso coincidimos con mi hijo. Hasta a la pobre Perla malogró con sus dibujos, me dijo viendo los bosquejos.

Me cuentan que Derrepente se mantuvo por ahí, yendo y viniendo entre los cañaverales, haciendo sus travesuras. De vez en cuando se aparecía por la hacienda, convertida ya entonces en un bodegón, y se echaba en la terraza del jardín. Ahí mero, en el mismo lugar donde Perla se tiraba, se echaba él con las patas desparramadas y la trompa sobre el ladrillo. Buscando compañía, me imagino, la compañía que se busca en el recuerdo. Vaya uno a saber si la encontró.

Yo digo que sí.

Ilustraciones de Moris Aldana
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