Cuando no se existe en vida ni en muerte
En vida, a Tania le negaron el derecho al nombre con el que se identificaba. Hace cuatro años la mataron. Su asesino sigue suelto y sin castigo. Ya muerta, Tania no existe. No existe en las actas de defunción, los tribunales, ni siquiera en el cementerio. Esta es la historia de ella y de una minoría que en El Salvador existe, resiste y exige ser visibilizada, en vida y en muerte.
Violada, cercenada y con un tiro de gracia. Así fue encontrada Tania dentro de una bolsa plástica en el barrio Lourdes, en la orilla del bulevar Venezuela, una vía que bordea el cinturón de pobreza de la zona oriente de la capital de El Salvador. Era mayo de 2013.
¿Quién la mató? ¿Por qué? El caso de Tania, quien familiar, biológica y legalmente fue considerada hombre, seguía a finales de 2017 en las etapas más tempranas de una investigación judicial. Han pasado cuatro años y la justicia aún no tiene pistas. No hay testigos directos. Nadie vio, nadie oyó. No hay sospechosos, no hay capturados, mucho menos culpables. No hay nada.
El expediente judicial de Tania ha pasado de mano en mano por tres fiscales de la Unidad de Vida. Hasta septiembre de 2017 el caso continuaba en la etapa inicial. Ni siquiera se ha judicializado. Estamos cansados de la lentitud del proceso, admitía, con hálito de desahucio, la abogada Kerlin Belloso, de la Fundación para el Estudio del Derecho (FESPAD), organización que representa a la familia de Tania.
La primera fiscal del caso fue trasladada por actuar de manera discriminatoria y arbitraria durante las primeras investigaciones, detalla Belloso. El segundo fiscal asignado argumentó que la muerte de Tania había sido catalogada como negligencia. El tercer fiscal expresó que se disponía a entrevistar a testigos indirectos. “El caso no ha caminado”, resume Belloso.
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AHOGADOS EN VIOLENCIA Y TORTURAS
La sociedad salvadoreña está sumergida desde 2005 en alarmantes niveles de violencia que tienen en aprietos al ministerio público.
En 2016, El Salvador promedió 81.7 homicidios por cada 100,000 habitantes. La Organización Mundial de la Salud (OMS) considera “violencia endémica” cuando se registran 10 o más homicidios por cada 100,000 habitantes.
Medicina Legal ha tenido que adquirir unidades móviles para procesar el volumen diario de escenas de violencia que debe procesar solo en el área metropolitana.
Cárceles y tribunales están saturados. Los penales acogen casi el triple de reos de su capacidad. Más de 2,000 casos están pendientes de dictamen solo en una de las salas del máximo tribunal de justicia de El Salvador.
La Policía no da abasto. Recurre, desde 2009, a los militares para dar seguridad. La institución es señalada de corrupción y abuso de autoridad. Hay un patrón de ejecuciones, decía, a finales de 2017, el relator de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, James Cavallaro.
En ese contexto, identificar a las víctimas LGBT y castigar a los perpetradores de crímenes de odio constituye un enorme reto para El Salvador.
¿Cuántas personas de la diversidad sexual han sido asesinadas? El dato es incierto. La Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) y la Asociación Solidaria para Impulsar el Desarrollo Humano de Personas Trans de El Salvador (ASPIDH Arcoíris Trans) han documentado 54 casos cometidos entre 1998 y 2016.
La cifra puede ser superior. No existe un registro único. Entre las organizaciones de defensa de los derechos LGBT se calculan más de 600 crímenes cometidos desde 1993. El dato es solo una aproximación ya que cada institución reseña casos bajo sus propios métodos, criterios y recursos. Mucha de la información de estas agrupaciones proviene de publicaciones periodísticas (impresas o digitales), redes sociales o denuncias de familiares.
En la esfera pública, el Instituto de Medicina Legal no puede dar fe de cuántas víctimas son LGBT ya que las cataloga como “masculino”, “femenino” y, en circunstancias especiales, utiliza la categoría “no determinado”. El director interino, Pedro Hernán Martínez, solo espera una “modificación a la política institucional” para ofrecer un “trato igualitario, inclusivo y sin discriminación”.
Informes en manos de la PDDH dan cuenta de los niveles de crueldad ejercidos por los agresores. Las armas de fuego fueron, entre 1998 y 2016, las más utilizadas (42 %) para perpetrar los crímenes contra este colectivo, de acuerdo con datos de ASPIDH y la PDDH.
Previo, las víctimas son atadas, degolladas, heridas con alambre de púa, cercenadas de los genitales. A pesar del uso de estas prácticas de sevicia contra este colectivo y las víctimas de pandillas, El Salvador aún tiene pendiente la ratificación del Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura.
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INVISIBLES EN LA VIDA Y LA MUERTE
En esta vorágine, la población LGBTI exige ser visibilizada y sujeto de derechos, tanto en vida como en muerte.
Durante su ciclo vital, las personas LGBTI están a merced del rechazo tanto en el seno familiar como en la esfera pública. No tienen derecho a casarse o heredar beneficios sociales.
El Salvador, constitucionalmente, no reconoce el matrimonio igualitario ni el cambio de género en documentos oficiales, incluyendo las actas de defunción. Las parejas de este colectivo no pueden ser inscritas como beneficiarias de seguridad social, por ejemplo.
Al morir, legalmente no son reconocidos por su identidad o expresión de género. En las lápidas, muchas familias optan por registrar los nombres de pila de las víctimas.
Tania, por ejemplo, fue identificada por su nombre masculino en una sencilla cruz durante su funeral, en un cementerio de Panchimalco. En el expediente fiscal también figura el nombre masculino con el que fue inscrita al nacer.
Su expresión de género incluso fue motivo de controversia durante el velatorio. Los familiares, quienes la criaron a partir de los 11 años tras la muerte de sus padres por el huracán Mitch, se referían en masculino hacia su persona. Sus amistades, activistas de derechos LGBTI, salieron en defensa. La llamaron por su nombre femenino. Recordaron su lucha por la tolerancia y el respeto a la diversidad sexual.
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AVANCES
Pese a todo, hay pequeños avances para esta comunidad. En mayo de 2017, la Corte Suprema de Justicia de El Salvador permitió que se agregue el nombre femenino en documentos legales a una persona salvadoreña que se sometió a una cirugía de reasignación de sexo en Estados Unidos.
A finales de 2017, la Corte Interamericana de Derechos Humanos llamó a los países miembros a “reconocer y garantizar todos los derechos que se deriven de un vínculo familiar entre personas del mismo sexo”, incluido el matrimonio.
En el ámbito judicial también ha habido avances. En 2015, El Salvador endureció las condenas para las personas que amenacen o asesinen movidas por el odio o la intolerancia de género. La pena máxima se fijó en 50 años de prisión, gracias a una reforma al Código Penal que gozó del beneplácito de 75 de los 84 diputados de la Asamblea Legislativa. Los delitos de violación y agresiones motivados por intolerancia quedaron fuera.
A la cantidad de años en la cárcel, los condenados deben sumar las terribles condiciones del sistema penitenciario salvadoreño. El hacinamiento ronda el 248 %, según datos de 2016 del Instituto Latinoamericano de Naciones Unidas para la Prevención del Delito y el Tratamiento del Delincuente. Además, deben sortear un complejo sistema de castas, donde la movilidad dentro de la cárcel está en función del dinero y la afiliación a alguna pandilla o grupo de poder interno.
El caso de Tania, como ocurrió dos años antes de la entrada en vigor de esta reforma, no podrá ser juzgado como crimen de odio.
La estigmatización y la discriminación por parte de las autoridades son otro factor. A Bianka Rodríguez, actual directora de Comcavis Trans, aún le indigna que el caso de Tania haya sido considerado como un homicidio culposo. Es como si ella no se hubiera dado cuenta de que estaba amarrada de pies y manos, ironiza Rodríguez.
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MUERTES IMPUNES
A pesar del endurecimiento de las condenas, el panorama para la población LGBTI no da señales de mejoría.
Uno de los casos que más estremecieron a este colectivo fue el asesinato de tres mujeres trans en el departamento de La Paz a inicios de 2017. Dos de las víctimas, de 22 y 29 años, fueron atacadas con arma de fuego en la localidad de San Luis Talpa, después de asistir a una fiesta. Una más, que participó en el sepelio, fue reportada como desaparecida y luego fue encontrada sin vida en las cercanías del municipio de Cuyultitán. Ocho pandilleros fueron arrestados bajo sospecha de este crimen. Posteriormente seis mujeres trans decidieron huir hacia Estados Unidos.
Para las organizaciones de derechos humanos y activistas, este caso representa una oportunidad para que las autoridades demuestren su capacidad para hacer justicia y cumplir la reforma legal de 2015.
Sin embargo, un informe de la PDDH es muy poco alentador sobre crímenes de odio por intolerancia a la diversidad sexual. De 19 asesinatos de mujeres trans que esa oficina ha conocido, todos están aún en fase de investigación. No hay ninguna condena, aun cuando los casos ocurrieron entre 2009 y 2017.
Investigadores de la Escuela de Leyes de la Universidad de Georgetown criticaron, en un informe de 2017, que la Fiscalía no posee un registro sobre los casos que han llegado a juicio y las condenas aplicadas tras las reformas a crímenes por odio.
Tan solo en 2017 al menos 23 homicidios fueron cometidos entre enero y septiembre, según la organización civil Comunicando y Capacitando a Mujeres Trans (Comcavis-Trans). La Fiscalía General de la República, por su parte, solo registraba en sus estadísticas oficiales cinco casos cometidos durante el primer semestre de 2017.
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¿POR QUÉ NO DENUNCIAN?
“La disparidad entre las estadísticas del Gobierno (salvadoreño) y las ONG es sorprendente y muestra que las barreras a la justicia potencialmente están conduciendo a una tasa de reportaje (denuncia) escandalosamente baja”, dice un informe de la Escuela de Leyes de la Universidad de Georgetown sobre la violencia estatal contra la población LGBTI.
“La tasa de impunidad por crímenes contra personas LGBTI es extremadamente alta”, concluye el informe “Injusticia uniformada”, de la Universidad de Georgetown.
¿Por qué no denuncian? “Por miedo”, explica Belloso, la abogada de FESPAD.
En el caso de Tania, por ejemplo, los familiares firmaron un documento para que la organización les represente. Ellos no quieren saber nada por miedo a represalias. Además, disponen de tan pocos recursos económicos que movilizarse hasta la capital para enfrentar la burocracia judicial representa un gasto que está fuera de sus posibilidades.
El desplazamiento forzado entre las mujeres trans que sobrevivieron a ataques es otra manifestación de ese miedo y la desconfianza al sistema judicial. Hasta septiembre de 2017, Comcavis conocía 20 casos de desplazamientos tanto internos como externos. Las mujeres trans optan por huir con la esperanza de salvaguardar su vida en lugar de acudir a la justicia, asociada con la burocracia, la lentitud y los costos de representación legal.
La estigmatización y la discriminación por parte de las autoridades son otro factor. A Bianka Rodríguez, actual directora de Comcavis Trans, aún le indigna que el caso de Tania haya sido considerado como un homicidio culposo. Es como si ella no se hubiera dado cuenta de que estaba amarrada de pies y manos, ironiza Rodríguez. A la activista también le causó malestar que durante las primeras indagaciones fiscales, en 2013, la oficina de Comcavis fuera allanada, señalada de ofrecer servicios de prostitución y que los equipos informáticos fueran retenidos.
“El acceso a justicia en El Salvador tiene debilidades serias; hay falta de compromiso y presupuesto”, abona la procuradora de Derechos Humanos de El Salvador, Raquel Caballero.
La funcionaria exhortó este año al fiscal general de la República, Douglas Meléndez, a “investigar en un plazo razonable” al menos los 19 homicidios sin detrimento de casos nuevos o anteriores. Entre esos casos figura el de Tania, la activista originaria de Panchimalco cuyo cadáver fue lanzado en el bulevar Venezuela, de San Salvador, así como el triple asesinato de mujeres trans ocurrido este año en dos localidades de la zona central de El Salvador.
“Hay una gran deficiencia técnica, jurídica y financiera sobre el crimen de odio en El Salvador. Todo eso no permite un trabajo efectivo”, plantea Karla Avelar, mujer trans fundadora de Comcavis, finalista del premio internacional por los derechos humanos Martin Ennals, recientemente acogida como refugiada por el Gobierno de Irlanda.
“Se están haciendo acciones de capacitación y sensibilización del tema entre el cuerpo fiscal”, reacciona Salvador Martínez, vocero de la Fiscalía e integrante de la Mesa de Atención a Población LGBTI del Ministerio de Justicia y Seguridad. El comunicador trae a cuenta esos esfuerzos en medio de las limitantes presupuestales de la institución.
Mientras tanto, las mismas autoridades se vuelven actores revictimizantes. En los últimos nueve años, la PDDH ha recibido 79 denuncias de personas LGBTI en contra de figuras de autoridad (agentes de la Policía Nacional Civil, Cuerpo de Agentes Metropolitanos, Fuerza Armada, personal de la Fiscalía General, Dirección de Centros Penales así como de los ministerios de Salud y Educación).
La Fiscalía General, por su parte, registra ochos procesos judiciales por amenazas y lesiones cometidas por policías y militares contra este colectivo, entre 2015 y 2016.
Con este escenario, ¿qué le queda a la población LGBTI a mediano plazo? Esperanza y sembrar tolerancia. Sobre esto último, la PDDH prepara, junto con el Ministerio de Educación, un plan para educar a docentes y luego replicar en aulas los valores de la tolerancia, la no discriminación y el respeto a las diferencias. Habrá que esperar un poco para que esa cosecha comience a dar fruto en un entorno violento pero donde todavía hay espacio para la esperanza.