Álbum de Libélulas 168 (Galindo)

Historias sin Cuento

David Escobar Galindo

1370. JUNTO A LA VÍA DEL TREN

Cuando se trasladaron a vivir en la pequeña casa de adobe que se hallaba casi al haz de los rieles no sabían que temprano por la mañana y temprano por la noche les asaltaría aquella trepidación pasajera pero ensordecedora. Por fortuna, por las mañanas casi nunca estaban ahí, porque ya se habían ido a sus labores, él en un terreno algo distante y ella en una casa del poblado próximo donde lavaba y planchaba; pero en las noches nunca les fallaba el estruendo. Eso se les volvió modo de vida: el tren era su máxima señal de vida, como si el corazón se les saliera por un instante del pecho a tomar posesión del aire. Por eso cuando, por azar del destino, tuvieron que mudarse a otro sitio, cada noche se arrodillaban para rendirle tributo a su deidad el Tren Que Pasa…

1372. CON LA NIÑA BALBINA

Era la única tienda de los alrededores y en ella había todo lo que se podía necesitar en una mesa rústica. Bajó por el declive de tierra viva que estaba en el lindero y avanzó hacia la puerta de la tienda. Ahí nomás estaba ella, la niña Balbina, esa señora de cuerpo grueso y pelo blanco que señoreaba en el ambiente como deidad de los montes vecinos. Él era un niño que, sin saberlo, estaba entrenándose en ser adulto, y de seguro la niña Balbina lo entendía mejor que nadie: “Pase adelante, chelito”. Avanzó un par de pasos. “Si quiere que le fíe, sólo me dice”. Revisó lo que había y sólo tomó una pequeña figura. La niña Balbina reaccionó como una abuela generosa: “Ese animalito para el Nacimiento es suyo. ¡Qué no se le olvide nunca!”

1373. DESTELLO DE ILUSIÓN

Despertó con la impresión de que todo lo que había a su alrededor estaba más que nunca a su disposición. Ahí nomás se oían los ladridos de Pepino y de Corsario, que reaccionaban a alguna presencia inesperada. Se vistió con lo que tenía a la mano y, sin que nadie lo advirtiera, salió al espacio abierto. El amanecer era propio del momento del año, con todas sus luces puestas a disposición del aire. Se encaminó hacia el borde del cerro inmediato y lo que estaba enfrente era aquel manto extendido hacia arriba: la proliferación del zacate rubio con vocación de marea expansiva. Ese zacate que los lugareños conocían como Ilusión. No podía haber nombre más propio. Recordó los ladridos de Pepino y de Corsario, y eso bastaba para que todo lo demás resplandeciera.

1374. ALMAS GEMELAS

Enfrente se alza el cerro El Sartén, cubierto en aquellos tiempos por una vegetación tupida y rozagante. Subir por los senderos pedregosos era una aventura sin consecuencias. Aquel día, sin embargo, iba él subiendo de la mano de la Carmen Renderos, que era su hada madrina con aroma a frutas del lugar. La Carmen trabajaba en su casa, y vivía en uno de los pocos sitios poblados del cerro. Hacia ahí se dirigían. A punto de llegar, alguien se les acercó desde arriba: “Carmen, venís a tiempo. Tu tata se está despidiendo”. Corrimos hasta el punto, y, en efecto, el señor, que era un anciano esquelético, daba sus últimas respiradas. La Carmen se acomodó junto a él en la cama de pitas. Él, que era un niño, lo observaba todo: pan para su matate…

1375. ENCUENTRO CON MARTHA

Estaba ubicado en el lugar de siempre, en el área de Balcón del Teatro Nacional, entonces Cine, y cuando la pantalla se fue animando con las imágenes programadas se sintió en posesión de su espacio destinado. “Romance de fieras” era el título que se anunciaba en cartelera; y ahí aparecía ella, Gabriela de Alba, la protagonista, interpretada por Martha Roth, que era como un hada sensual atrapada por el destino, y que cada día se hallaba más presente en sus ensueños sucesivos. Y la sonata “Claro de luna” iba brotando del piano de Gabriela, como una invitación a la armonía perfecta entre el reflujo de las adversidades que estaban alrededor. En algún momento surgió del fondo la palabra FIN. Pero Martha seguía en algún lugar muy próximo, al que él tenía acceso con sólo revivir en la mente el milagro del “Claro de luna”…

1376. EL OTRO DESPERTAR

Anoche hubo cena, la cena de siempre, temprano con tamales de queso y frijoles y a medianoche con chumpe horneado. Arriba, el cielo despejado hasta parecer una lámina transparente envía mensaje de estrellas despiertas hasta el amanecer. Y, por cierto, ya está amaneciendo. Algún gallo lo anuncia en la cercanía poblada, y las nubecillas agitan sus colchas vivas para que despertemos los durmientes de hace muy poco. Y si alguien no se da cuenta para eso está el Sol con su puntualidad atávica. Un ladrido se lo recuerda a todos, por si alguien quiere hacerse el desentendido. Unos instantes después, todos estamos en pie, dispuestos a iniciar la nueva jornada. Y este despertar es un rito con alas intuitivas. ¡Bienvenido!

1377. ÁRBOL DE NAVIDAD

Acabo de arreglarlo, en el sitio esquinero de la sala, junto al mueble donde están el radio y el tocadiscos. Sala de casa campesina, con puertas hacia los espacios inevitablemente abiertos. La madre ausente y el padrastro despreocupado me dejan hacer, y yo, que estoy encariñado desde siempre con los adornos y con las luces, tomo el encargo como si alguien me lo diera desde algún lugar desconocido. Está puesto, por fin, como si se tratara de un oficio sagrado. Ya encendido, el árbol tiene todo para estar presente. Y esa presencia a la vez inocente e intrépida me lo dice todo desde entonces.

 


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