CIUDADANÍA FANTASMAL (26)

Las voces, las manos y los alientos se unieron. El milagro anhelado, aun sin proponérselo. Liberación feliz.

EN LA OTRA GAVETA

Cuando concluyó la época activa de su carrera militar, tuvo que retirarse a vivir a aquella casita suburbana que había sido el hogar familiar desde que tenía memoria. Su mujer de avino a acompañarlo, aunque ella prefería su piso en el centro de la ciudad. Fue una batalla silenciosa, que él ganó por su experiencia en aquellas lides. Los hijos vivían fuera, y no tuvieron nada que ver con aquella decisión.

Ya instalados, comenzaron su nueva vida, como retirados sin retorno. Bueno, al menos para él, porque ella, que era periodista de larga data, siguió siéndolo por las vías virtuales en creciente vigencia.

Una tarde, cuando ya el sol se despedía por los cuatro horizontes, él le preguntó:

–¿No has visto el arma que acabo de comprar?

–Está ahí, en la otra gaveta.

–¿Cuál?

–Esa que tenés en la mente.

Y en ese instante se oyó un sonido de disparo y él se desplomó. Los médicos dijeron que había sido un accidente cerebral fulminante, pero ella sabía la verdad.

EL CUARTO REY

Los tres de siempre estaban preparándose para emprender aquella ruta que los llevaría hacia el encuentro con su mejor destino. Los vehículos animados estaban listos en el corral de siempre. Los trajes propios para una trayectoria semejante pendían de sus perchas, a la espera. Las bebidas calientes se hallaban a punto para entonar los cuerpos antes de que salieran a campo abierto. Y los tres bultos que encerraban las ofrendas aguardaban a la salida.

Uno de ellos advirtió:

–Si no salimos ya, no llegaremos a punto.

–Sí –dijo otro–: nuestra guía ya dio la señal.

–Y la Estrella nunca se equivoca –confirmó el tercero.

En ese preciso instante, un intenso ruido de cabalgadura se hizo sentir. Y el hombre, trajeado para la aventura del camino, entró sin más:

–¡Aquí estoy, vámonos!

Los otros tres le respondieron a coro:

–El cupo está lleno. Tardaste en incorporarte, y la Providencia no pudo tomarte en cuenta. Hasta la próxima. Adiós.

DESDE EL OTRO BALCÓN

La calle era estrecha, como ocurre casi siempre en las zonas clásicas de las ciudades más antiguas. Él vivía en el tercer piso de una edificación de larga data, y justamente enfrente había otra semejante. Su cuarto tenía balcón, y la reja permitía asomarse al aire. Así se acostumbró a permanecer ahí un buen rato cuando regresaba por las tardes de su encierro laboral, casi en un sótano.

otro lado, en línea recta, se abría un balcón exactamente igual. Y una tarde apareció ahí una imagen. Sí, era ella. La conocía. Le hizo un gesto de bienvenida, y ella en ese mismo segundo se esfumó. Pesar profundo, pero sin perder la esperanza, porque las imágenes de los sueños nunca se van del todo.

EN EL BARRIL DE LAS LETRAS

Era su primera noche en Madrid, e hicieron lo de siempre: ir a cenar en el Barril de las Letras, que está en la Calle Cervantes, a una cuadra del hotel. El frío invernal apenas se hacía sentir, y eso le daba al momento su nota gráfica. Gráfica de color y de pálpito.

Comieron y bebieron lo de siempre. Eran frugales pero entrañables. Él pidió ostras:

–Del mar azul, por favor.

Ella pidió lubina:

–De la bahía del ensueño, si es posible.

Ante las dos peticiones hubo respuestas afirmativas. Luego de saborear el tinto Malleolus 2017 de Ribera del Duero, se dispusieron a esperar sus platos, y en cuanto llegaron hicieron la prueba gustativa.

–Lo justo.

–Perfecta.

Y aquello fue el augurio de una noche estelar, con desvelo acariciante incluido.

GOOD MORNING, DEAR MOON

Él la veía cada vez que llegaba a la agencia bancaria a realizar depósitos o a hacer retiros. Era una rubia de piel resplandeciente, que daba la inmediata impresión de ser una inmigrante del Norte, cualquiera de los Nortes. Pero curiosamente nunca le tocaba ser atendido por aquella joven que era un imán irresistible, al menos para él.

Hasta aquel día en que sólo había una ventanilla abierta y un solo cliente en espera. Ella y él. De ahí quedaron en verse fuera del lugar, como si fuera un mandato superior. Y en verdad ella no era originaria del país sino hija de un canadiense que llegó casi por casualidad y se halló con la mujer que le envolvió el anhelo.

De inmediato se fueron a vivir juntos. Y la primera noche descubrieron el misterio común, con la luna en su cuarto creciente. Ahora podían compartir la luz interior que viene de arriba. Y al despertar él la saludó a ella con una frase en su idioma original:

–¡Good morning, dear moon!

UN ALTO EN EL CAMINO

Su enfermedad era enigmática, aunque no precisamente misteriosa. Empezó a ver médicos de distintas especialidades, que le daban opiniones de las más variadas índoles, pero los síntomas iban y venían como si estuvieran encariñados con ese juego sin fin. En eso llegó a la consulta de aquel curioso profesional que tenía toda la pinta de ser un experto en ejercicios atávicos.

–Dígame qué siente, para poder adivinar qué necesita.

–¿Lo que siento? Cansancio e ilusión al mismo tiempo.

–¡Entonces es usted un elegido!

–¿Elegido de quién?

–De usted mismo. De su propia impaciencia. Cálmese, por favor. Concéntrese. Vamos a penetrar juntos en el vitral que tenemos enfrente.

Lo tomó del brazo y avanzaron juntos hacia aquella superficie que parecía una tela pero que era sólo un reflejo. Cuando lo atravesaron, todo se esfumó, y ya estaban adentro. En ese interior, todo parecía un lugar de culto, pero no culto religioso, sino culto emocional.

–Relájese. La ceremonia comienza.

Y todo, ellos incluidos, alzó vuelo. ¿Hacia dónde? Hacia el día siguiente, que era día de asueto. Perfecto para reprogramar los espejismos apaciguadores.

SANTO REPOSO

Cuando se tendía a descansar en aquel catre que resumía en sus crujidos los destellos de su propio crecimiento, todas las fantasías heredadas se le hacían presentes sin esperar nada más.

–¿Estás aquí, como siempre?

Eran voces que cambiaban a diario, sin dejar de ser las mismas.

–No, no estoy aquí, pero voy a estarlo si ustedes me guían…

–Entonces, a deambular se ha dicho por las escarpaduras del insomnio atávico.

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