Lo que pasa en Venezuela, visto desde lejos, puede resumirse diciendo que el régimen de Nicolás Maduro (que no es el de Hugo Chávez, pero intenta con desesperación colgarse de los últimos hilos del chavismo para perpetuarse en el poder) terminó de perder los papeles y, cual borracho desbocado, trastabilla violento llevándose por delante todo lo que encuentra: el orden constitucional, los pocos atisbos de democracia y, lo más grave, la vida de los venezolanos.
El chavismo lleva ya mucho tiempo agonizando. El movimiento político con el que el teniente coronel de Barinas respondió a la caducidad del sistema político venezolano, al que muy pronto convirtió en un modelo al uso de su megalomanía, terminó estrangulado por la corrupción de la nueva burguesía bolivariana, la cual, aupada por los viejos eslóganes de la izquierda continental, parió una grotesca pléyade de sinvergüenzas y atracadores del bien público.
Es cierto, o al menos es lo que cuentan algunos que llevan contando Venezuela desde Venezuela y no, por ejemplo, desde la Zona Rosa de San Salvador, que el chavismo empoderó a importantes sectores de las clases más pobres del país. Por las buenas y por las malas.
Mientras le alcanzaron los réditos del petróleo, el régimen financió el asistencialismo que le facilitó a su clientela política más leal, pero también llevó pan a quienes antes de aquello lo tenían salteado. Con la misma plata, el chavismo cimentó la lealtad de los grupos parapolíticos y paramilitares que hoy, junto a la Guardia Nacional Bolivariana, le sirven a Nicolás Maduro para sofocar a quienes se le oponen.
Incluso alcanzó esa plata para financiar la red internacional de amigos en Centroamérica, el Caribe y Suramérica. Esa red también agoniza a falta de petrodólares y pretende, agotado el líquido para pagar campañas y socios, mantenerse, de nuevo, a punta de las viejas peroratas (puede parecer mentira, pero en esta era de redes social parece que lo del yankee invasor y la reivindicación de los derechos del pueblo, invocados por funcionarios que visten de rojo, aman viajar al norte y del pueblo llevan tiempo sin saber un carajo, sigue encendiendo a un buen rebaño de ilusos).
De Venezuela y el chavismo pueden decirse hoy muchas cosas. Y es importante decirlas, entenderlas y aprender de ellas. Pero para empezar a hacer eso, como en todo, más vale hacerlo distinguiendo el vino del vinagre.
Por ejemplo. Lo del orden constitucional es grave. En América Latina, en todo occidente, ahí, en el respeto de las cartas de navegación que fijan la autoridad del soberano –esta vez sí, del pueblo– está la base de todo lo demás. Son ya demasiados los iluminados que hemos puesto en la silla y quienes, envalentonados por sus propias ínfulas –¡Qué bien le ha hecho usted al país, señor presidente!–, por el coro de aduladores o simplemente por su enfermiza devoción por los zapatos de marca, deciden que es por el bien de la nación que él y los suyos se queden un poquito más en el poder.
Y romper el orden constitucional puede hacerse a la brava, como quiere Maduro, pero también revistiendo el asunto de triquiñuelas legales, como quiso Mel Zelaya y hoy pretende Juan Orlando Hernández en Honduras. O, en una versión más sutil, apelando a la “gobernabilidad” y al “sistema de libertades” para, a punta de partida secreta, comprar la independencia del Judicial y el Legislativo, como hicieron Francisco Flores y Antonio Saca, y como con tanto ahínco ha intentado el FMLN en El Salvador.