La personalidad o lo que creemos que somos es una construcción con varias columnas: el entorno social y cultural en el que nacemos, el ejemplo que nos ofrecen nuestros padres o cuidadores, y los valores de una determinada época, entre otros.
Así establecemos nuestras creencias y principios, esas ideas a las que les decimos que sí una y mil veces hasta que se graban en nuestra mente como verdades y se convierten en parte de nuestra personalidad.
Un pensamiento típico que damos a nuestros comportamientos es el de “así soy” y pocas veces nos cuestionamos si debiéramos actualizar nuestras conductas para mejorar con ello la calidad de nuestra vida y de nuestras relaciones más significativas.
Revisar la que creemos es nuestra personalidad requiere de un trabajo interior profundo y salirse de la zona de confort hacia la zona de aprendizaje, pero evitamos la incomodidad de esta travesía, aunque del otro lado se encuentre nuestro potencial de autorrealización.
Una de mis pasiones es ir a mi interior. Me gusta confrontarme y cuestionar esas creencias a las que les dije que “sí” cuando era niña y que me sirvieron en aquel contexto, pero que hoy ya no son útiles.
En un espacio de aprendizaje encontré, recientemente, una característica de mi personalidad que me atrevería a señalar como la más profunda y que definió muchos aspectos de mi vida.