Opinión

por Jacinta Escudos, Gabinete Caligari

 

Jacinta Escudos
Escritora

Apuntes de una observadora de pájaros

Cuando se iban, yo salía a recoger los vestigios de aquel empeño inútil. Palitos, ramitas secas y alambres. Examiné cada pieza con detenimiento. Fotografié los grupos según el día de recolección.

Hace un par de años comenzó a venir a la ventana de mi estudio una pareja de palomas ala blanca (zenaida asiática). Venían por las mañanas. La hembra llegaba primero, se echaba en el borde de la ventana y cantaba. Se escuchaba la respuesta desde algún lugar cercano. A los pocos minutos, llegaba el macho.

Siempre hacían lo mismo: cucurrucuquearse, hacerse cariñitos con el pico, espiar hacia adentro del estudio. Me quedaba sentada, muy quieta, observándolos desde mi escritorio que está junto a la ventana. No quería espantarlas. Me encantaba ver su rutina. Las extrañaba cuando se ausentaban.

Hace pocos meses, al abrir la ventana, descubrí un par de palitos. Las palomitas querían hacer nido. Empezaron a venir casi a diario. El macho le traía palitos a la hembra. Aterrizaba en el balcón, caminaba encima de ella, como si fuera una alfombra, y se los colocaba directamente en el pico. Ella tomaba cada palito y comenzaba a tallarlo, afanosa. Luego se los colocaba alrededor suyo mientras el macho volaba por más.

Cuando se iban, después de un par de horas, me asomaba a la ventana con la ilusión de ver algo construido. Pero nada. El espacio de la ventana es tan angosto que lo único que quedaba en el borde era un par de palitos o de alambres cortos. Todo lo demás caía al piso encementado de la cochera, que está justo debajo de la ventana.

Continuó la rutina. Cuando se iban, yo salía a recoger los vestigios de aquel empeño inútil. Palitos, ramitas secas y alambres. Examiné cada pieza con detenimiento. Fotografié los grupos según el día de recolección. Me pregunté cuál era el criterio de selección del palomo. Por qué se decidía por un palito o por un alambre.

Un día trabajaron sin interrupción de 8 de la mañana a 1 de la tarde. Salí a recoger el material caído. Era la mayor cantidad de tiempo que habían trabajado en el nido, la mayor cantidad de material que había llevado el palomo. Lo del nido iba en serio. Por qué el empeño de hacerlo allí, en mi ventana, donde era obvio que no tenían el espacio adecuado, no lo pude entender.

Pero aquella tarea se había convertido en una versión alada de la piedra de Sísifo: llevar y llevar palitos y nunca lograr construir el nido. Me sentí mal por ellas. Pensé ayudar. Se me ocurrió ponerles algo en la ventana (previa consulta con un amigo biólogo). Por la noche, acomodé un pedazo de cartón fuerte que pudiera servirles de soporte.

Al día siguiente, jueves, las palomas trabajaron con disciplina prusiana de 8 de la mañana a 5 de la tarde. Gracias al cartón, los palitos por fin tomaron forma de nido. El viernes por la noche, la hembra durmió en él por primera vez. Domingo en la mañana, cuando me asomé a espiar a la palomita, vi un par de huevos. Comenzó el empollamiento.

Trece días después descubrí un cascarón roto y a un pichoncito en el nido. El otro huevo seguía entero. Al día siguiente, el segundo pichón ya había nacido. Se miraban tan frágiles, tan pequeños, que hasta me pregunté si estaban muertos. Pero los vi respirar y me tranquilicé un poco, aunque su fragilidad me preocupó.

En los días siguientes logro ver a los pichones bebiendo “leche de buche”, una sustancia abundante en lípidos y proteínas que las palomas producen en su buche y que es su primer alimento. Estos meten sus piquitos en las esquinas del pico de la madre. Se abalanzan sobre ella con avidez. Mueven sus pescuezos al ritmo del regurgitar, un polluelo a cada lado del pico de quien alimenta. Es un espectáculo extraño. Parece una forma de sacrificio ritual. Me recordó a la imagen esotérica del pelícano que picotea su propio pecho para alimentar a sus críos con la sangre que mane de la herida. Un símbolo de sacrifico y lealtad.

Una semana después han abierto los ojos. Tienen canutos de pluma en todo el cuerpo y han crecido una inmensidad. Son feos. Parecen seres primitivos, ancestrales, polluelos de dinosaurios voladores.

Macho y hembra se turnan en el nido para cuidar y alimentar a los críos. Uno llama al otro y a los pocos minutos ocurre el relevo. Lo hacen a horas bastante exactas, cuatro veces al día. Los chiquitos no quedan sin la protección de las palomas adultas ni un minuto.

El más grande de los polluelos me descubre un día espiándolo detrás del vidrio de la ventana. Cuando me mira, queda paralizado. Nos aguantamos la mirada. Soy el primer ser humano que mira en su vida. Es el primer pichón de paloma cuyo desarrollo me es permitido observar tan de cerca. Me conmueve vernos ojo a ojo. Descubrirnos.

Escuchar el canto de las palomas, todos los días, a un brazo de distancia, conforta mi quebrantado corazón. Imagino ser uno de esos polluelos y me pregunto cómo será escuchar desde ahí su canto, amparada bajo la bóveda acústica de un cielo hecho de plumas, magnificado aquel sonido arrullador de mi melancolía.

Los pequeños crecen a una velocidad asombrosa. Quince días después de nacidos, los polluelos ya no caben debajo de sus progenitores. Aprenden a acicalarse. Acomodan las plumas recién estrenadas. Un día veo al más grandecito estirar las alas. Las sacude, torpe pero enérgico. El viento que le despierta el ímpetu del vuelo es el augurio de la despedida. La mañana del día 19 después de nacidos, el nido amaneció vacío. Todos habían volado. Los escuché cerca, cantando. Los busqué. Miré a alguno en el techo de mi casa y ya no supe reconocerlos.

Desde entonces me parece escuchar palomas cantando en cada lugar al que voy. Y cuando escucho el currucuqueo, me pregunto si no serán ellos, mis parientes voladores, mis cómplices del viento, mi familia pájaro.

Puede ver las fotos de todo el proceso en mi página web, jescudos.com.

 


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