Carta Editorial
Al Estado y a la sociedad siempre les ha costado mucho escucharlos a ellos, a los vulnerables de siempre, a los que ponen los muertos en cada tormenta.
Al Estado y a la sociedad siempre les ha costado mucho escucharlos a ellos, a los vulnerables de siempre, a los que ponen los muertos en cada tormenta.
Angélica es una más de las miles de víctimas de desplazamiento forzado. Ese fenómeno imparable que el gobierno anterior se negó por años a reconocer.
No se puede esperar un rendimiento óptimo si antes no se ha ofrecido al empleado lo mínimo para poder ejecutar.
Entre la basura, haciendo el último esfuerzo por evitar el descarte indiscriminado de materiales, hay un grupo de personas que han logrado establecer rutinas y cargos, entre otros, y sobre eso ha levantado un oficio.
Y acá estamos otra vez, compungidos, sin saber qué tiempo usar para contar esto. ¿Pasado? Cuando no lo hemos superado. ¿Presente? Cuando hablamos de ausencias. ¿Futuro? Ojalá que no.
La laguna de Alegría, como se lee en el reportaje realizado por el periodista Stanley Luna, es el corazón de una población. De ella emanan historias que se han hecho eternas en la tradición oral de los residentes de la zona.
Es un triste símil de cómo nuestra cosa cultural va desapareciendo en el más doloso de los silencios.
No existe para dar seguridad, educación, vivienda, salud. No existe para quedarse. No existe para volver. No existe para levantar la voz ante las constantes violaciones a los derechos humanos.
“Cada persona cuenta”, pregona hoy la Fiscalía General de la República y, en eso, tiene toda la razón. Cada persona cuenta.
Estos textos no son una confrontación. Son más un espejo que nos hace ver que en las rutinas hay mucho de interesante y mágico para contar.