Un municipio deformado a fuerza de masacres

En Jucuarán no es posible ver con claridad la línea entre lo justo y lo que no lo es. La represión, la impunidad y la eterna pobreza la han desdibujado. Este es el retrato de un municipio aislado al que ocho masacres en solo tres años han dejado irreconocible.

Por: Ricardo Flores


Para visitar el centro de Jucuarán, hay que estar decidido. No es un paso obligado para ir a ningún otro sitio del oriente de El Salvador. Está sumido en el vértice de una serranía costera que termina en las arenas de El Espino, una de las playas más hermosas del país; pero que muchos turistas ni siquiera saben que pertenece a este municipio que sobrevive a base de cultivos básicos, pesca y pequeños comercios distribuidos en cuatro calles sinuosas donde también se apretujan la alcaldía, la iglesia y el parque central. Jucuarán es el escenario idóneo de la exclusión.

El agente Javier es quien está encargado este día del puesto policial. Se ha quedado a cargo porque su jefe ha tenido que viajar a Usulután para tramitar la reparación del único vehículo con el que cuentan para patrullar y atender las emergencias de unos 15,000 habitantes. El principal problema que tiene Jucuarán son las pandillas y con ellas la extorsión, reconoce el agente Javier sin alcanzar a dar cuenta del sinsentido de la frase.

A Jucuarán lo ahogan las extorsiones, incluso cuando es un municipio hundido en la “pobreza extrema alta”, según el mapa de pobreza del Fondo de Inversión Social para el Desarrollo Local. Solo el 8 % de la población vive en unas 300 casas que se amontonan en calles que levantan polvo en medio de un calor que agobia. Aquí, no hay bancos ni supermercados de cadena, el bus pasa una vez en la mañana y otra en la tarde, no hay grandes riquezas qué arrebatarse.

“Antes eran los homicidios; pero esos han disminuido desde que ocurrió la matanza de la poza”, agrega, casual, el agente. Su voz compite con un ventilador destartalado que resulta providencial en una delegación como muchas en la zona, con cortinas mugres y velachos con los que los agentes intentan hacerse menos miserable la vida. “Después de ese ha habido tres asesinatos más: dos jóvenes que fueron sacados de sus viviendas en las inmediaciones del centro y un agricultor de la zona rural que se ganó la condena a muerte porque regañó a una hija ‘por andar con un pandillero’”.

Pese a lo que diga el agente Javier, Jucuarán no es solo esa masacre y un par de desaparecidos. En tres años, este pueblo silencioso ha sido escenario de ocho masacres con 34 víctimas. Son más y más letales, que las que ha habido en otros municipios mucho más populosos, como Soyapango, San Juan Opico, Zacatecoluca, Panchimalco o Mejicanos. Pero Jucuarán se ha desangrado demasiado lejos, allá, a donde no llegaría una de las tanquetas que el gobierno luce en las calles metropolitanas como parte de su plan para hacer retroceder a la delincuencia.

La de la poza, eso sí, ha quedado escrita como la masacre que lo cambió todo. Lo confirman los grafitis de la pandilla a medio tachar en los muros. El 1.º de enero de 2016, la pandilla fue parcialmente borrada.

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Hace un año y medio, Ramón perdió a un hijo, a un hermano, a tres sobrinos y a un amigo.

Ramón está parado a solo metros de donde vio vivos por última vez a sus parientes aquel primer día de 2016. Ayuda a unos jóvenes a montar la llanta de una bicicleta  y mientras trabaja, agachado, escucha a Josefina, su esposa, negarse a hablar de la matanza que marcó a todo el pueblo. Ya pasó un año y medio y a ella se le siguen atorando las palabras cuando intenta opinar sobre el homicidio de su hijo.

Prefiere sentarse en una hamaca dentro de la champa de un puesto de verduras. Aprieta los dientes y con ojos humedecidos solo alcanza a decir que Dios se encargará de los asesinos de su hijo.

Ramón deja la bicicleta y se acerca para presentarse. Cuenta que Samuel de Jesús Romero Sánchez, de 23 años (su hijo); José Narciso Romero Madrid, de 42; Óscar Ofilio Salgado Sánchez, de 27; Rubén Antonio Zelaya, de 21; José Hernández Orellana Valencia, de 22; y José Fidel Sánchez, de 17, acordaron a media mañana de aquel día ir a la poza a bañarse y preparar una sopa; por eso compraron carne, verduras y alistaron una olla. Él le pidió a su hermano, el mayor del grupo, que no fueran. “Tengo una corazonada”, le advirtió.

José Narciso, su hermano, le recomendó relajarse, después se perdió en la esquina de la calle del pueblo que lleva a la poza. Eran, estima Ramón, cerca de las 10 de la mañana.

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—Sin esa matanza, quizás ya hubiéramos emigrado todos de Jucuarán.

Alfredo suelta la frase sin tapujos, con algo de alivio en el tono. No se guarda palabras cuando recuerda que en los últimos años vio cómo un grupo de pandilleros de la Mara Salvatrucha 13 (MS-13) empezó a extorsionar a los pequeños comerciantes. También vio a esos mismos pandilleros llegar hasta el portón de la escuela, para acosar a las niñas y reclutar a los jóvenes.

Mucho de eso, dice, terminó con esa masacre de la poza.

Alfredo es docente. Este martes está sentado detrás de un escritorio a medio ordenar en un salón. Al son destemplado de la banda de paz que ensaya en la cancha, Alfredo recuerda cuando un grupo de soldados sorprendió a los pandilleros en el portón de la institución y los golpeó antes de dejarlos ir.

Esos patrullajes “disuasivos” y el acoso de la pandilla espantó a los estudiantes. La matrícula total del centro escolar era de 500 alumnos en 2014. Esa cantidad se vino a pique en los últimos tres años. El dato lo explica mejor una pizarra que con números negros consigna que la matrícula total para 2017 es de 384 estudiantes, una deserción que duele más en un municipio donde el promedio de la población solo ha estudiado hasta tercer grado.

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Ramón, aquel primer día de 2016, no pudo seguir el consejo de su hermano sobre relajarse. No logró sacarse de la cabeza la idea de que sus parientes no debieron ir a esa poza. Así, con esa inquietud atorada en el pecho, almorzó y luego se alistó para subir a la colina donde está instalada una antena de una operadora de telecomunicaciones. A él le pagan por vigilar que nadie se acerque a dañarla. Antes de subir, cuenta que vio a un pick up, de esos que utilizan los investigadores policiales, salir del pueblo con “varios hombres desconocidos y algunos agentes de la PNC”.

Con ese recuerdo, Ramón calla, mira al piso y suelta una frase que más parece una reflexión para sí mismo:  “Es mejor no pensar que fue la autoridad la que cometió esa masacre, es mejor no pensar en eso, porque se puede enloquecer uno”. Adentro, en la champa de verduras, Josefina toma fuerzas para no llorar y solo atina a decir que aquel inicio de año el pueblo estaba más silencioso que de costumbre. “Se sentía como bien apagado todo”.

Ramón supo que sus parientes habían sido masacrados mientras trabajaba. A uno de los vecinos que estaba en la poza los victimarios lo mandaron a contar que un grupo de hombres que portaban armas largas llegó hasta el lugar sorteando el terreno empinado que rodea la caída de agua. Sometieron a todos, a familias completas, separaron a los hombres; compararon sus rostros con unas fotos que cargaban en un listado. Apartaron a seis, los hicieron colocarse sobre unas piedras y los ejecutaron con un tiro en la cabeza, al resto los dejaron ir con una advertencia: “Digan a los demás pandilleros que después iremos por ellos”.

Ramón bajó apurado y buscó a su esposa. “Esa era la inquietud que sentía, por eso tenía esa corazonada de que era una mala idea”, alcanzó a decirle.

Después del múltiple homicidio, Ramón recibió en varias ocasiones llamadas del celular que portaba Samuel el día en que fue asesinado.  Fueron varias veces que llamaron; pero nunca nadie habló. Ramón se armó de valor y un día les dijo que sabía que eran quienes habían matado a su hijo. Lloró. Acabaron las llamadas.

A aquella poza que era uno de los pocos lugares de esparcimiento del municipio, ya nadie volvió.

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El agente Javier sabe lo que dicen en el pueblo sobre la masacre. Ha escuchado que acusan a policías y militares de haber llegado desde Chirilagua, el municipio vecino de Jucuarán, para acabar con la vida de los seis hombres, a quienes acusaban de ser pandilleros que mantenían atemorizada a la población. Samuel, el hijo de Ramón, era el cabecilla de esa estructura. Es lo que sabe el agente Javier.

Reconoce que ese rumor es lo que provocó que las autoridades decidieran cambiar, pocos meses después de la matanza, a cinco de los seis agentes que componían este puesto de mando policial. El único que sobrevivió a la remoción fue el jefe. Pese a que el agente Javier sabe eso, defiende que la Policía Nacional Civil es una institución que trabaja apegada a los derechos humanos. Señala que siempre hay una “acción represiva” y que por eso se dan enfrentamientos; pero no son ejecuciones. Aunque para decirlo tenga que escoger las palabras.

Esta mañana el agente Javier no está solo, lo acompañan tres militares que terminan de completar la base de mando policial de Jucuarán. Uno de ellos descansa en una hamaca que cuelga de dos árboles de mango en el patio trasero de la vivienda. Viste pantalón con camuflaje y camiseta verde olivo. Habla bajito, cuando cuenta que fue invitado por compañeros soldados a participar de un grupo de exterminio. Le hablaron de que habría dinero a cambio de limpiar de pandilleros varias zonas del oriente de El Salvador. Asegura que se negó porque “uno tiene familia y eso no termina bien”.

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Alfredo sonríe, respira, espera 10 segundos y luego explica lo que para él es una verdad. “Si no hubieran cometido esa masacre, esto estaría peor. Ese día mataron a los cabecillas en la poza”, dice con un aire de alivio.

Alfredo hace suyo el rumor que circula en cada esquina de este pequeño pueblo que no aparece en ningún promocional de turismo: “Esa masacre la cometió la autoridad”, bajo la operación de un “grupo de exterminio” que llegó desde Chirilagua.  

Una sospecha que tardó un año y medio en convencer a la Fiscalía General de la República para que abriera una investigación sobre el caso. El 20 de junio de 2017, dos fiscales de la Unidad Especializada contra el Crimen Organizado llegaron al Juzgado Especializado de Instrucción de San Miguel para acusar a un grupo de policías y militares, entre ellos algunos jefes, de cometer al menos 36 homicidios, entre ellos a los seis hombres en la poza de Jucuarán. El grupo guarda prisión preventiva a espera de que se programe la fecha para el juicio.

Uno de los acusados es el exjefe del puesto policial de Chirilagua, desde donde explican los sobrevivientes que vieron llegar al comando armado que mató a los seis hombres que habían llegado a la poza con todo lo necesario para preparar una sopa.

El subinspector Lito Aguirre Serpas es quien está ahora a cargo de ese puesto policial. Cuenta que casi todo el personal fue removido tras la matanza; pero prefiere no hablar sobre “el compañero”, porque “no se puede meter en la cabeza de cada uno”. Habla, con aire de sermón aburrido, que estos municipios han cambiado desde entonces, porque “ahora hay hasta torneos de futbolito por las noches”.

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El día en que enterraron a las víctimas de la masacre hubo un enfrentamiento en el cementerio de Jucuarán. El agente Javier dice que ellos fueron alertados de que un grupo de pandilleros llegó desde el cantón La Cabaña, rodeó el camposanto y ahuyentó a los que acompañaban a los familiares. Está convencido de que la idea era hacer una especie de ceremonia especial para despedir a los muertos; pero fueron sorprendido por policías y militares. El tiroteo interrumpió el entierro y provocó la captura de 10 supuestos pandilleros.

Alfredo, el docente, también recuerda ese tiroteo. Él estaba en la casa de José Fidel Sánchez, la única víctima que la policía no vincula directamente con la MS-13, para acompañar a la familia al cementerio. Ya enterraban a los otros muertos cuando escuchó los disparos y vio cómo la gente corrió a sus casas. Pensó en abandonar el plan de acompañante tras enterarse de que el tiroteo fue entre pandilleros y policías, pero decidió seguir para apoyar a los dolientes.

Ramón y Josefina, como si quedara más espacio para el rencor, no perdonan que ni en el momento de la despedida hubiera respeto. Él se suelta a contar las veces en las que halló a la policía registrándole la casa, sin una orden. Recuerda que no fue una, sino que varias las veces en que los policías o los militares golpearon a su hijo.

Alfredo también recuerda, pero del otro lado del espectro, ese en el que jóvenes como el hijo de Ramón abandonan la escuela y después se ven ante la imposibilidad de hacer algo legal para conseguir dinero. Hace un recuento breve de las veces en las que las autoridades educativas gestionaron charlas para advertir a los alumnos de los peligros que hay detrás de la deserción. Charlas, dice, que no conseguían nada, porque quienes las daban no tenían ni idea de las dinámicas sociales complejas que hacen que un pueblo tan pequeño y excluido como este se convierta en un infierno.

Una matanza con un enfrentamiento en pleno entierro de las víctimas solo importó a los habitantes de este pueblo lejano desde donde se ve el mar.