Marta y todos los invisibles

Hay comunidades que casi son cementerios. Y personas, como Marta, que al apenas asomarse al cerco de su casa, también se asoman a lo que fue una escena de crimen, uno múltiple que se llevó a sus vecinos de toda la vida. Son víctimas de una violencia que este país no sabe cómo medir.

Por: Ricardo Flores/Glenda Girón


Temía que la vaca se asustara con el ruido de la pólvora y se saliera. Así que Marta salió al patio de su casa para asegurar el cerco a las 12:40 de la primera madrugada de 2016. Desde ahí, vio a Éver corriendo por la calle principal de la comunidad Los Cerritos. Oyó detonaciones y, después, vio caer a ese niño de 11 años que hasta hacía unos segundos lanzaba petardos junto a dos de sus amigos.

Detrás de los niños, la rústica calle de piedras y polvo se llenó de hombres uniformados y con gorros que les cubrían el rostro. Todos llevaban fusiles. Cuando reaccionó, los tenía enfrente, adentro de la casa.

—¿Por qué te corriste? -le preguntó uno a los gritos mientras le apuntaba con el fusil.

En la casa estaban sus hijos y un familiar más. Los uniformados se le fueron encima al familiar. Le preguntaron con insistencia que cuál era su apodo, mientras lo buscaban en una lista.  Tras comprobar que no estaba, les ordenaron a todos que permanecieran sin moverse y en silencio. Al mismo tiempo, en una casa vecina, los hermanos Vargas, Wálter y Gustavo, eran tomados de los brazos y arrastrados hasta el patio, donde los ejecutaron de un tiro en la cabeza.

El grupo avanzó disparando a la oscuridad por la calle principal de la comunidad hasta llegar a las primeras casas del angosto pasaje. Allí se detuvieron para matar a Rumilda Lemus y a su hijo José Léster Hernández.

A casi dos años de aquella madrugada, la casa de Marta aún tiene las huellas de dos de los disparos de aquella noche: uno cruzó la puerta de lámina y sacó astillas al madero que la sostiene; el otro quedó atorado en una piedra.

«A mí me está costando superar eso, al principio se me hinchó la cara y por eso me recomendaron ir al psicólogo; pero no pude hacerlo. Solo mire cómo es aquí, anantes logramos algo para comer», dice con ingenuidad mientras entrelaza las manos y las presiona contra el pecho. En San Miguel, el municipio al que pertenece este cantón, hubo 28 muertos en ocho masacres durante todo 2016. Marta no es por completo consciente de lo macabro de la situación en la que vive.

A Éver, de solo 11 años, le dispararon porque mientras jugaba con los otros dos amigos que se salvaron por poco, pareció que huía. Cayó muerto casi frente a la cerca, frente a Marta, justo debajo de un árbol de morro, al final de esta comunidad asentada en un terreno pantanoso lleno de zacate, lodo y estiércol de vaca por donde alguna vez pasó el tren en San Antonio Silva, San Miguel.  Los locales le dicen Los Cerritos, pero la gente de afuera se refiere a este lugar como La Línea. Marta es de las pocas que se quedó a vivir aquí después de esa noche en la que seis de sus vecinos fueron masacrados.

No lo sabe, pero es parte de un grupo cada vez mayor de víctimas invisibles de la violencia. No murió. No la hirieron. Pero ¿cómo supera el haber salido viva de un episodio tan lleno de muerte?

«El problema es que en estos países tan violentos, siempre hablamos de números, de estadística, de epidemiología de la violencia. Pero no hablamos de los rostros, dejamos de lado esto, que es lo que genera las empatías», explica Carlos Beristein, doctor y psicólogo social que formó parte del grupo de expertos independientes que investigó el caso de la desaparición de 43 estudiantes en Ayotzinapa, México.

Poner en números el fenómeno que absorbió a Marta es algo como esto:

-En 2014, 162 personas murieron en 43 masacres.

-En 2015, 386 personas murieron en 103 masacres.

-En 2016, 448 personas murieron en 121 masacres.

-Y no para. Hasta octubre de 2017, han muerto 146 personas en 40 masacres. La más reciente ocurrió esta semana, cuando un agente de la PNC fue asesinado junto a su esposa, su sobrino y su hija, de 4 años en Coatepeque, Santa Ana.

«Contar de una manera diferente esas historias es muy importante para que nos demos cuenta de que son alguien como tú y como yo, solo cuando lo veamos así, se va a movilizar la energía social que se necesita para enfrentar el problema. El testimonio es lo más funciona para revertir la indiferencia», teoriza Beristain en una breve visita al país que ha visto 306 masacres en 46 meses.

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San Antonio Silva es como una mezcla entre potrero y villa. Es un cantón grande, tanto como para tener su propio centro, uno que se distingue del resto por ser más «urbano», porque tiene un estadio, una delegación de policía y varias tiendas de artículos de primera necesidad.  El resto es como un gran paraje creado con dedicatoria especial para el ganado.

Como Marta, Sonia es otra sobreviviente de la masacre. Aquella noche estaba convaleciente. Un día antes había salido del hospital tras reponerse de una pérdida de potasio que casi la arrastró hasta la locura. Los medicamentos que le suministraron durante los 15 días que pasó ingresada la hacían alucinar. Por eso, dice, cuando escuchó los disparos en ráfaga en casa de Rumilda, pensó que eran parte de su delirio.

Solo los muchos gritos que siguieron a las detonaciones la hicieron levantarse y salir a ver qué pasaba. Afuera, vio a los vecinos rodear los cadáveres de Rumilda y su hijo. Estaban en el patio y tenían la cabeza llena de sangre. Luego, dice, supo que había sido algo más grande; pues a 200 metros estaban los cadáveres de Wálter y Gustavo, y más allá el de Éver, el niño.

Ese primer amanecer de 2016, Los Cerritos se llenó como pocas veces. Llegaron los funcionarios, recogieron los cadáveres y detrás de esos carros que se llevaban a los muertos, se fueron los vecinos con bolsas plásticas y cajas de cartón en las que metieron las pertenencias más urgentes.

El cantón casi se quedó sin vida.

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El concepto de casa en Los Cerritos es precario. Tanto que se puede desarmar. De aquella de la que el comando armado sacó a Rumilda y a su hijo no queda nada más que un promontorio de tejas que, en cualquier rato, se llevan, así como hicieron con las láminas, los cartones y la madera de la que estaba hecha.

Lo mismo ocurrió en las casas de la mayoría de sobrevivientes de la masacre. Los padres de Éver, por ejemplo, abandonaron casi todo. Fueron parte de aquella procesión de gente que tuvo que mezclar el luto, el miedo y la prisa para huir.

«Todos huyeron, nos quedamos solo los que no tenemos a dónde ir», dice Marta y deja claro que la miseria también admite niveles.