La república de las masacres

Casi mil personas han muerto en masacres en los últimos tres años. El análisis de las publicaciones en medios de cada uno de los 267 hechos registrados brinda información acerca de cómo se mueven las violencias, 202, por ejemplo, han sido cometidas en zonas rurales. Mientras que 69 han sido cometidas en el marco de enfrentamientos con cuerpos de seguridad y en 54 se ha apuntado a las pandillas como ejecutoras.

Por: Glenda Girón


Un comando armado tumbó la puerta del apartamento en que dormía. Eran las 3 de la mañana. La víctima más joven de las 267 masacres que se han cometido en tres años en El Salvador podría haber cumplido un año en enero pasado. Pero fue asesinada a balazos aquella madrugada del 11 de abril de 2016. Tenía cuatro meses de edad.

En los últimos tres años, casi mil personas han muerto en masacres en El Salvador, un país de 21,000 kilómetros y 6 millones de habitantes. Es como si hubieran borrado a las poblaciones completas de  municipios como Las Vueltas, San Luis del Carmen o San Francisco Lempa, en el departamento de Chalatenango. Pero lejos de colmar titulares y causar indignación, la repetición constante ha condenado a las masacres a ser solo parte del cuadro habitual de violencia.

Las masacres reportadas en medios de comunicación entre 2014 y 2016 han dejado un listado de 996 víctimas. De ellas, las 86 que eran menores de edad podrían llenar al menos tres aulas escolares. La cantidad de niños en esta sombría estadística ilustra el aumento de  la brutalidad: en 2014, fueron asesinados nueve, mientras que en 2016, la cifra escaló hasta 57.

Lo que un mapa de masacres recientes puede arrojar es un retrato de la locura, de una república de la muerte. Pero este mapa no existe. Al menos no en ninguna institución gubernamental. Hacer este ejercicio de memoria para que las víctimas sean recordadas y vistas en su justo contexto implica revisar cientos de notas periodísticas. Así se desnudan patrones que dan cuenta del grado de planificación y discriminación a la hora de cometer estos crímenes, en los que se han usado desde guantes y gorros que cubren el rostro, hasta armas de grueso calibre.

Un hombre que se dedicada a hacer viajes en un pick up en el municipio de La Paz, Zacatecoluca, logró cumplir 72 años de edad. A las 6:50 de la madrugada de aquel 21 de abril de 2014, cuando hacía un viaje, fue asesinado junto a dos de sus hijos. Les dispararon por la espalda.

Las 599 personas que pudieron ser identificadas como mayores de edad significarían $134,775  aportados a las AFP en un año, si todos tuvieran acceso a devengar el salario mínimo vigente en comercio y servicios. Pero los beneficios que van amarrados a ese salario de $300 mensuales, eran un imposible para la mayoría de las víctimas de estos eventos que encuentran su escenario preferido en lo rural, en esos cantones tan excluidos en aspectos territoriales y sociales. Ahí se cometieron 202 de las masacres, el 75 %.

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Tras el repaso de estos hechos violentos, uno de los indicadores que salta a la vista es la progresión del peso del Estado como victimario a partir de 2014, año en que Salvador Sánchez Cerén ganó para el FMLN el segundo gobierno.

Durante el primero, con Mauricio Funes como presidente, se registraron 186 masacres entre el 1.° de junio de 2009 y el 30 de junio de 2014. Durante este período, el año con más asesinatos múltiples fue 2010, con 49. Fueron 166 personas muertas en masacres. Y el que menos, fue 2012, año en el que estuvo vigente una tregua entre el gobierno y las pandillas más numerosas del país. Murieron 83 personas en homicidios múltiples durante ese año de tregua.

Lo que vino después de este momento se parece a cuando se rompe una represa tras causar daños río arriba. Los números de 2014 fueron casi calcados con los de 2010, con la única diferencia de que fueron menos hechos y más muertos: 45 masacres se tradujeron en 169 víctimas. Un mal augurio de lo que seguía.

En agosto de ese año, el gobierno respondió con medidas como el plan de la Policía Comunitaria. Los patrullajes se hicieron cada vez más frecuentes en zonas con comprobada presencia de pandillas. Así, los encapuchados de fusil en mano comenzaron a recorrer zonas deprimidas en donde los servicios sociales han sido desde siempre deficientes. En este roce sistemático y constante entre la represión y la marginalidad, empezaron a aparecer los enfrentamientos entre los cuerpos de seguridad y las pandillas.

El primer enfrentamiento con más de tres víctimas durante el gobierno de Sánchez Cerén se reportó el 20 de diciembre de 2014. El sumario de la nota que narraba el hecho lo resume así:  “El grupo de hombres armados se encontraba en una casa “destroyer” utilizada como campamento. Les fueron encontradas ocho armas de guerra. Policías y militares no resultaron lesionados”. Esa vez hubo seis muertos en el cantón Las Guarumas, de Santiago Nonualco.

El hallazgo se le atribuyó, precisamente, a la Policía Comunitaria que tras varios patrullajes había detectado la apropiación ilícita de una vivienda, pero no habían encontrado a nadie, hasta ese día, en el que el tiroteo se desplazó a lo largo de unos 150 metros.

Antes de este, solo hubo un enfrentamiento más en 2014. Fue en abril, todavía en el periodo presidencial de Funes, y se dio en el marco de un operativo de búsqueda de 32 personas con órdenes de captura. Cinco murieron en el cantón Tierra Blanca, de Zacatecoluca. Todos los muertos, se dijo, eran pandilleros con antecedentes. Las masacres, desde entonces, escalaron en número y mortalidad.

La versión de la Fiscalía General de la República es que entre el 80 % y el 90 % de los homicidios múltiples con más tres víctimas los cometen las pandillas. Y que esta proporción se ha mantenido entre 2014 y 2016. Los otros actores que suman, de acuerdo con Guadalupe Echeverría, fiscal de la unidad Antipandillas y Antihomicidios, son los grupos de exterminio y los intercambios de disparos con cuerpos de seguridad, los enfrentamientos.

El análisis de todas las masacres reportadas por medios de comunicación en estos tres años, sin embargo, apunta a otro lado. Los hechos violentos con más de tres fallecidos se han debido a enfrentamientos con cuerpos de seguridad en 69 ocasiones. En 54 casos, se ha achacado a acciones de pandillas ya sea por pugna interna o por rencillas. Y 40 veces, se constató con testigos o con sobrevivientes, la acción de comandos armados que se hicieron pasar por cuerpos de seguridad.

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De tres enfrentamientos en 2014, en 2015 se subió a 17 y en 2016 se cerró con 49. La presa se rompió y dio paso a una serie de señalamientos que tienen que ver con abusos de autoridad y con la sospecha de que no todos estos enfrentamiento son tales. En este marco, la Corte Interamericana de Derechos Humanos interpeló a El Salvador en septiembre pasado. El comisionado James Caballo señaló que las estadísticas sobre supuestos enfrentamientos entre pandilleros y policías evidencian un patrón de ejecuciones. Y se basó en un comparativo expuesto por organizaciones de la sociedad civil construido sobre datos de la Fiscalía General de la República: por cada policía asesinado, hay 59 pandilleros muertos en hechos que se califican como enfrentamientos. El Gobierno negó estas prácticas.

” Los gobiernos por lo general buscan minimizar la responsabilidad, y lo hacen sin investigación, sin pruebas. Si hay un enfrentamiento, debe haber heridos en ambos bandos y debe haber heridos en el grupo que aporta los muertos, no es creíble que haya efectividad completa a la hora de matar”, explica, durante una breve visita al país el psicólogo social Carlos Beristain,  quien formó parte del grupo de expertos independientes que investigó, en paralelo al Estado mexicano, la desaparición de 43 estudiantes en Ayotzinapa.

En los últimos tres años, a este que es el país más pequeño de América continental lo ha bañado una ola de masacres que ha provocado tantas víctimas como las que -salvadas diferencias poblacionales y de contexto- se le atribuyen a la registrada en 1981 y que sigue siendo un símbolo de violencia e impunidad cuando se habla de la guerra civil: la masacre de El Mozote.

El fenómeno que se retrata es que tres o cuatro muertos en un solo hecho ya no alcanzan para sacudir rutinas por una razón que el doctor y psicólogo social, Carlos Beristain, explica así: “Una de las primeras consecuencias es la insensibilización frente al sufrimiento. Cuando hay tantas muertes masivas, la tendencia es a estigmatizar a las víctimas. En el contexto de la guerra, se les decía guerrilleros y en la actualidad, delincuentes, pandilleros. La sociedad pierde su capacidad para sentir algo frente a la muerte”.

Las imágenes de las masacres cometidas este año guardan dolorosas similitudes con las de los años de la guerra: cuerpos semidesnudos, atados por la espalda, lastimados, y tirados uno sobre otro a la orilla de un camino marginal de tierra, piedras y monte.