La ciudad de la furia

Volver a las sombras

Una de las principales razones que siguen atándonos a mi familia y a mí a este lugar es esa, la diversidad: saber que mis hijas crecen rodeadas de riqueza cultural y no enclaustradas en una burbuja.

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Investigador asociado del Centro de Estudios Latinoamericanos de American University en Washington, D. C.

Vivir como indocumentado en Estados Unidos implica, por lo que he visto y escuchado en las calles de este país, caminar con la vista escorada, con el alma pendiente de una patrulla con la sirena encendida o de un uniforme azul. Significa vivir con un miedo permanente, ya no a la muerte que ronda en el barrio, sino de ser obligado a regresar a ese barrio en la tierra de origen.

Llegué a Maryland en 2009 y aquí he vivido desde entonces, en Silver Spring, una de las ciudades del estado que hacen vecindad con la capital de la Unión. Esta ciudad ha sido hogar de decenas de miles de salvadoreños y centroamericanos desde hace al menos dos décadas, cuando las migraciones cíclicas empezaron a poblarla de latinos. Hasta hace muy poco, vivir aquí, como latino, aun como indocumentado, no se asociaba al miedo a ser deportado. Hasta hace muy poco.

El condado de Montgomery, donde está Silver Spring, no tiene estatus de “área santuario” para indocumentados, pero en la práctica este es un lugar sumamente amigable con el extranjero; aquí, hasta hace muy poco, la situación migratoria no iba aparejada necesariamente con la discriminación.

Aquí, en Silver Spring, la diversidad manda. Esta es, de acuerdo con un estudio elaborado por la casa de asesoría financiera WalletHub, la quinta ciudad más diversa de Estados Unidos. Aquí conviven en los mismos espacios públicos –escuelas, bibliotecas, oficinas– y privados razas, idiomas, religiones, cosmovisiones. Es una ciudad café, mestiza, donde el inglés, con marcados acentos hindis, etíopes o salvadoreños, sirve de vehículo común de intercambio.

Una de las principales razones que siguen atándonos a mi familia y a mí a este lugar es esa, la diversidad: saber que mis hijas crecen rodeadas de riqueza cultural y no enclaustradas en una burbuja. Estados Unidos tiene muchas cosas feas, pero también, en sus condados más diversos, ofrece inmensas ventanas a cosas buenas que el mundo tiene que ofrecer.
Todo eso, hoy, está en peligro.

Los vientos políticos que la administración republicana de Donald J. Trump ha traído a Washington, que se nutren en gran medida de los miedos más oscuros de la “América blanca” que nunca vivió el sueño americano, han hecho que la diversidad alimentada por las comunidades migrantes vuelva a cubrirse de sombras.

Una de las formas en que la administración de Donald Trump quiere revertir la diversidad es a golpe de un chantaje financiero monumental. La Casa Blanca ha amenazado a los gobiernos locales de estados y ciudades con retirarles los fondos que el gobierno federal les otorga anualmente si los departamentos de policía de estos condados no ayudan a la Migración federal a deportar indocumentados.

El tema, además, ha cobrado especial relevancia desde que Trump y su fiscal general, Jeff Sessions, aplicaron la fórmula del odio retórico para criminalizar a las comunidades latinas al equipararlas con las actividades delictivas de la pandilla MS-13. Es la vieja fórmula que esta derecha estadounidense ya había usado antes al equiparar el terrorismo islámico con la comunidad musulmana: criminalizar al extranjero, culparlo de todos los males y montar sobre él la parla populista. Como Hitler.

A seis meses de presidencia, la retórica ya está animando a los funcionarios que no comulgan con la diversidad a promover políticas públicas con tintes xenofóbicos, mientras que amenaza con cohibir a funcionarios que han entendido la diversidad como la forma de vida que rige su función pública.

Y mientras todo esto pasa, los indocumentados siguen viendo sobre el hombro, caminando de nuevo por las sombras.

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