Sin correcciones políticas

Ser valientes, dejar de matarnos

Esas voces juzgan inmoral exhortar a la pacificación a través del diálogo, pero consideran de buenos cristianos llamar a matar.

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Politólogo

“Antes de embarcarte en un viaje de venganza, cava dos tumbas”
Confucio

Desde el lanzamiento del plan Mano Dura en 2003, el esquema de enfrentamiento directo adoptado por el Estado contra las pandillas ha escalado hasta convertirse en una suerte de guerra contra estas. No solo las diferentes administraciones del Ejecutivo y varias legislaturas han entrado en esa lógica; la Sala de lo Constitucional también se sumó en 2015 con una sentencia que puso la cereza a la narrativa de una solución policíaco-militar al fenómeno pandilleril, al declararlas como organizaciones terroristas.
Sin embargo, el tiempo ha demostrado que estos enfoques no han logrado los objetivos esperados, se han obtenido resultados sumamente limitados en cuanto a la reducción de estadísticas delictivas en general, y se han logrado efectos contraproducentes respecto al reclutamiento y avance territorial de las pandillas, y se ha pasado sumamente lejos de la construcción de comunidades mejor integradas y más seguras. Además, los daños colaterales de estas políticas se los han llevado las comunidades más pobres, los jóvenes y, finalmente, los mismos agentes policiales.
Estas políticas han sido sumamente efectivas para llevar al calabozo a miles de pandilleros e, incluso, asesinando a cientos de ellos, pero eso ni los ha hecho menos peligrosos ni los ha mermado. Este –ya histórico– fracaso hace necesario transitar hacia enfoques que busquen antes que la eliminación o el encarcelamiento de criminales, la rehabilitación de aquellas comunidades en las que las pandillas se han convertido en una especie de Estado paralelo en el diario vivir de sus habitantes. Debe girarse hacia políticas que busquen incluir a esas comunidades que han estado históricamente excluidas de las dinámicas positivas del Estado y del mercado, y superar el fetiche electorero en que los políticos han convertido a las pandillas.
Sin duda, nuevas formas de abordaje deberán contemplar el diálogo para la construcción de comunidades más pacíficas. Pero no se trata de negocios en la oscurana y fuera de la ley, sino de dialogar bajo las normas del Estado de derecho y la mayor transparencia posible, así como de apostar por diálogos locales, en los que participen todos los sectores de las comunidades, dando protección y prioridad a las víctimas. Se trata de construir nuevos equilibrios de poder local con el más alto acompañamiento y seguimiento gubernamental, para fortalecer a las víctimas y las autoridades formales de estos territorios. Se trata de construir, en clave de acuerdo de nación, una estrategia nacional de salida, de desistimiento de la vida pandilleril.
No faltará quien ponga el grito en el cielo por llamar a negociar y dialogar, más durante la campaña electoral. Esas voces juzgan inmoral exhortar a la pacificación a través del diálogo, pero consideran de buenos cristianos llamar a matar. Debemos abandonar la hipocresía y hacer un ejercicio de sinceramiento, pues desde la dueña de una plancha para hacer pupusas hasta los dirigentes y los militantes de los partidos políticos han tenido que negociar y negocian con los pandilleros día a día en las comunidades que estos dominan.
Debemos ser valientes para dejar de matarnos y pensar que la eliminación nos llevará hacia la paz y la cohesión social. Debemos ser valientes para negociar y dialogar, sin renunciar a la ley, sin saltárnosla tampoco. Debemos dejar de matarnos o estaremos confinados a continuar bajo las leyes del salvajismo: la del más fuerte; la de ver, oír y callar; la de golpear (o matar) y luego averiguar; la de vivir con miedo al otro, siempre.
Debemos ser valientes para abandonar la violencia como falsa solución y caminar hacia la inclusión, el diálogo y la negociación, como las herramientas que en 1992 nos abrieron la puerta a la esperanza.

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