Gabinete Caligari

Una quimera llamada esperanza

Para otros, es precisamente esa sensación de la fiesta ajena, de estar excluidos del baile de la vida, lo que hace que el fin de año sea un período particularmente difícil.

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Como norma general, la temporada de fin de año viene siempre disfrazada de risas, alegría, luces, adornos, reuniones con familiares y seres queridos, reencuentros, regalos, tradiciones, vacaciones, optimismo y propósitos de enmendar todo lo que ha ido mal, no solo en el año que cierra, sino (casi) que en la vida entera.

Gente que no se ha visto en todo el año aprovecha para verse. Cientos de compatriotas que viven fuera del país regresan, aunque sea por pocos días, cargados de regalos, con la intención de aliviar nostalgias y de paliar las necesidades, tanto materiales como afectivas, de quienes quedaron acá.

Algunos envían saludos por mensajes de chat, aunque se viva en la misma ciudad. Los emoticones han venido a sustituir los diseños de las tarjetas navideñas y los deseos escritos en puño y letra del remitente, que antes de la revolución tecnológica eran enviadas por correo. La inmediatez de las comunicaciones ha sustituido rituales y costumbres que, aunque más lentos en ser enviados y recibidos, constataban la representación de una forma de aprecio: la del detalle personal, la del tiempo invertido en envolver un regalo, ir al correo, colocar una estampilla.

Para muchos, esta temporada resulta fastidiosa por un sinnúmero de motivos. Acaso y sobre todo por las exigencias que se nos imponen, por la tácita obligación de ser felices y amables, de aceptar como norma el histerismo gregario. Las luces de los centros comerciales nos conceden carta blanca para despilfarrar, endeudarnos y desperdiciar a manos llenas, para amanecer con resaca económica y moral en los primeros días del año. Se promueve el endeudamiento, se nos engaña con falsas ofertas de cosas que en realidad no necesitamos, se nos da el empujón para satisfacer la compra excéntrica anual.

La obligación de la felicidad que sufrimos en estas fechas es más palpable en las familias que se reúnen por el mandato de los lazos de sangre, incluso si entre los miembros de dichos grupos hayan ocurrido eventos atroces que dejaron heridas y dolores que no tienen consuelo ni reconciliación. Las tensiones familiares siguen ahí, latentes, listas para estallar como bombas en cuanto alguien se pase de tragos, pronuncie la palabra equivocada o comience a lanzar indirectas pasivo agresivas que pueden convertir las noches de convivio en renovadas batallas campales. En algunas familias, la tradición de fin de año es en realidad el pretexto para luchar un round más en una pelea que no tiene tregua ni final.

La obligación de reunirse con parientes indeseables suele ser producto de relaciones de fuerza y sumisión, y no de genuina alegría. La realidad de reuniones incómodas, aburridas o con potencial de generar y renovar conflictos, sumado al trajín doméstico de las comilonas y la limpieza posterior (trajín que se asigna sobre todo a las mujeres), se convierte en un motivo de estrés y no de celebración. El agotamiento que sienten muchos al culminar este período deriva de ello.

Para el común de la gente resulta difícil comprender por qué algunas personas prefieren pasar esta época en soledad o con gente ajena a la familia. Para otros, la soledad no es en realidad una opción, sino su atroz cotidianidad.

Debajo del discurso de los buenos deseos y la concordia de esta temporada, hay una realidad que obviamos y que transforma lo que se supone es una festividad mundial en una forma de evasión masiva. Mientras usted celebra y brinda con los suyos, las guerras en diversas regiones del mundo han continuado sonando sus bombas, matando inocentes y haciendo añicos los esfuerzos y los sueños de miles de personas. Los enfermos continuarán en su agonía. Los que hurgan en los depósitos de basura en busca de algo que comer continuarán haciéndolo. Quienes migran de sus países en busca de un mejor futuro continúan sus caminos por mar o tierra, arriesgando en cada paso la vida misma. Los corazones rotos seguirán desangrando su desgracia, sin encontrar consuelo alguno. Los suicidas, abrumados por esa felicidad ajena de la que han sido excluidos y que hiere su melancolía como una navaja bien afilada, apretarán el nudo de su horca.

La mentira de la felicidad colectiva y la nada disimulada manera en que se nos impone participar en ella nos hace olvidar los problemas existentes, como si la vida entrara en pausa. No queremos pensar en cosas feas, tristes o desagradables. No queremos recordar ni asumir los agravios que hemos ocasionado a otras personas. No queremos saber nada del dolor del mundo. Y sin embargo, para otros, es precisamente esa sensación de la fiesta ajena, de estar excluidos del baile de la vida, lo que hace que el fin de año sea un período particularmente difícil.

Esa pausa de la realidad trastoca nuestras rutinas. Quienes saben aprovecharla, sospechan o reconocen que pasan la mayor parte de su vida en trabajos o situaciones que los hacen desgraciados, que mutilan su potencial y sus talentos, que los tienen acorralados en un callejón sin salida. Muchos odian la sola idea de retornar al trabajo después de las vacaciones porque se saben mal pagados y hostigados, pero no pueden prescindir del mismo porque a pesar de lo que digan Gobierno y empresas (que para fin de año presentan reportes triunfales de números positivos), la realidad es que la calle está cada día más dura y que el futuro es un lugar oscuro y confuso.

No todos sufren, es cierto. Hay quienes disfrutan de esta temporada. Hay quienes de manera auténtica y sin presunciones aprovechan para congregarse con los suyos y se refugian en la calidez de los afectos compartidos. Bien por ellos.

A fin de cuentas, el cambio de año representa la oportunidad de nuevos inicios. El atrevimiento de lanzar a futuro la sombra de nuestros buenos deseos. Quizás eso es lo único a celebrar, la posibilidad de esa quimera que llamamos esperanza. Un bien esquivo, ilusorio, engañoso pero sin el cual nos sería imposible continuar en este valle de lágrimas que llamamos vida.

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