Árbol de fuego

Un legado de paz

“Con eso muchos nos dimos cuenta de que ya no respetaban nada”, me dijo un hombre que en 1980 era solo un muchacho que se unió a esa insurgencia. Mi madre fue solo una más de las que se movilizaron después de la muerte de Monseñor.

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Periodista y comunicador institucional

Una de las primeras imágenes que se me vienen a la mente cuando pienso en Monseñor Romero es la de mi mamá. La imagino adolescente, llorando sin consuelo y abrazando a mi abuela cuando escucharon sobre la muerte de Monseñor en la radio. Esa noche fue larga en San Matías, un pueblo que no estaba acostumbrado al desvelo. Mi mamá lloró su muerte como la de un familiar cercano, alguien muy querido y vital. No fue la única. Esa noche millones lloraron por su asesinato. Mi madre me lo ha contado muchas veces: matarlo frente a todos, en plena liturgia, fue demasiado doloroso para los que lo querían.

Los días posteriores fueron oscuros. Comenzando por el tiroteo de las fuerzas de seguridad durante su sepelio. Su martirio marcó a El Salvador para siempre. En el plano nacional, a partir de eso, miles de hombres y mujeres se organizaron para hacerle frente a un Estado represivo que se había convertido en verdugo. “Con eso muchos nos dimos cuenta de que ya no respetaban nada”, me dijo un hombre que en 1980 era solo un muchacho que se unió a esa insurgencia. Mi madre fue solo una más de las que se movilizaron después de la muerte de Monseñor.

Serían 12 años de conflicto armado entre hermanos. En mi caso, conocí a Monseñor a través de un libro de fotografías que recopilaban su vida desde su infancia en Ciudad Barrios hasta su entierro en Catedral. Cada vez que veo la iglesia lo asocio a él. Cuando veo su gran cúpula desde cualquier punto de la ciudad pienso en la tristeza que lo hubiera embargado de haber vivido aquellos años de guerra y toda la violencia que ha conllevado el posconflicto.

Él siempre predicó la salida pacífica y dejó mensajes como el del 23 de marzo de 1978 cuando dijo: “La gran enfermedad del mundo de hoy es no saber amar, todo es egoísmo, todo es explotación del hombre por el hombre, todo es crueldad… todo es violencia”. Ahora, en pleno 2018, su figura nos sigue dividiendo como sociedad, fruto de una sistemática manipulación de su legado y de quien fue en realidad. Muchos lo siguen pintando como un instigador o asociado a una tendencia política, nada más alejado de lo que fue. Por la polarización política han creado un Monseñor que nunca existió y han trivializado su lucha por los derechos humanos.

Hay que leer atentamente. No hay motivo para que su figura cause división. Es una pena que esto ocurra en pleno siglo XXI y con tantísima información a la mano. En las páginas de esta revista se publicó hace años una parte de un libro –que ahora circula en internet– titulado “Hablan de Monseñor Romero”, del periodista Roberto Valencia, una aproximación desde distintas aristas al hombre que fue Óscar Romero. Este es un texto que recoge los testimonios de la gente más cercana a Monseñor.

Con el paso de los años, la figura de Romero se va agigantando, y pocos domingos en la historia de El Salvador tienen la trascendencia de este 14 de octubre de 2018. Cuando a casi 10,000 kilómetros de la ciudad de San Salvador, en el Vaticano, sea canonizado por el papa Francisco. Monseñor Romero ya es el salvadoreño más universal. En 200 años seguirán hablando de él y su legado. La historia pone a cada quien en su sitio. El suyo es un legado de paz.

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