La ciudad de la furia

Trumplandia

Esta columna fue publicada por primera vez en noviembre de 2016. La realidad que describe sigue vigente, y se ha tornado incluso más oscura.

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Periodista

No voy a hablar del desastre por venir, el del gobierno de rasgos xenófobos que se instalará en enero próximo en Washington. Voy a hablar ahora de lo que ya está pasando en Trumplandia. Voy a hablar de las cosas que han empezado a ocurrir en Estados Unidos desde el 8 de noviembre pasado, cuando Donald J. Trump ganó la presidencia con 1 millón de votos menos que su contrincante.

Y escribiré desde mi particular parcela, la que ocupo en este país en el que mi familia y yo vivimos desde 2009. Vivo, desde entonces, en el condado de Montgomery, en Maryland, el cual alberga a dos de las ciudades con mayor diversidad racial y étnica de Estados Unidos, entre ellas la mía, Silver Spring. Aquí manda un abanico de colores que va desde el blanco más chele hasta el tono más oscuro, pasando por todas las gamas de café. Aquí vive la “Brown America”.

Hace dos días, en el ascensor de mi edificio, mientras mi hija pequeña me contaba su día de escuela en su español con rasgos diversos de “spanglish”, una pareja de origen africano platicaba en suajili. Al despedirnos, lo hicimos en inglés.

Hoy, antes de sentarme a escribir esto, visité la enfermería de la escuela primaria de mis hijas para dejar la receta de una medicina. Me atendieron un médico de origen africano y una enfermera blanca con acento del sur de Estados Unidos.

Los padres de los mejores amigos de mis hijos nacieron en India; en Cabo Verde, Brasil; La Unión, El Salvador; en México, pero también en Virginia o en Carolina del Norte. En sus idas y venidas diarias el racismo no es algo que haya ocupado la lista de sus preocupaciones cotidianas. Hasta ahora.

No es que el racismo no exista aquí, es una enfermedad latente en toda la Unión Americana, sobre todo en los estados del sur, donde hace menos de 200 años los esclavos negros eran aún motor indispensable de la economía. Pero en lugares como el condado de Montgomery, hogar de gigantescas comunidades migrantes, entre las que ocupa un lugar muy importante la centroamericana, hablar español, comer falafel a diario o aderezar el pavo de Thanksgiving con achiote y relajo es común, y el racismo es un mal mucho más sutil. Aquí, el racismo es sobre todo económico. Hasta ahora.

El jueves 10 de noviembre pasado, dos días después de la elección de Trump, me llegó una carta de la escuela de mis hijas en la que la directora comunicaba que ese día, a media mañana, un niño de tercer grado leyó ofensas raciales escritas en un baño para varones. Luego, un padre de familia afroamericano que es mi vecino me contó que había ido a varias de las reuniones organizadas por la escuela para tratar el incidente; ahí le contaron lo que decía el letrero del baño: “Maten, maten, maten a los negros”.

Eso no pasaba en Silver Spring. Pasó el jueves 10 de noviembre. La buena noticia es que las instituciones del gobierno local (además de la escuela, la policía y el departamento de salud y recursos humanos) se han asegurado de que los padres y los niños sintamos que todo esto no es normal, que es algo intolerable.

La mala noticia es que ya hay energúmenos, aun niños, que entienden que ahora sí está bien escribir esas cosas. Todo es achacable –y en esto no valen discursitos pusilánimes– al odio racial sobre el que navegó la campaña del presidente electo, el señor Trump.

Dice Calle 13: “Si aquí trabajo, aquí tengo mi casa”. Esta es, por hoy, mi casa y la de mi familia, y la de mis vecinos africanos, y la de don Armando, el conserje salvadoreño con quien habló todos los días de fútbol, y la de la enfermera del sur profundo. Y en mi casa son bienvenidos todos los colores de piel aunque eso ya no esté tan claro para los abanderados del racismo que habitan Trumplandia y están por mudarse a la Casa Blanca.

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