Testimonios y huesos: las primeras pruebas de la masacre de El Calabozo

Al menos 200 personas de la población civil fueron asesinadas por militares en la masacre de El Calabozo en 1982, de acuerdo con la denuncia de supervivientes. La evidencia física de esta masacre, ocurrida en los alrededores de San Esteban Catarina (San Vicente), escasea. Los pobladores cuentan que sus familiares fueron asesinados a la orilla del río Amatitán y la corriente se llevó los cadáveres. A finales de octubre se realizó una exhumación en busca de restos de las víctimas. Lo que se encontró es la primera prueba física de una denuncia interpuesta hace más de 26 años.

Fotografías de Ángel Gómez
Fotografías de Ángel Gómez

Juana de Jesús ha llorado durante 36 años por el mismo motivo. Esta mañana de octubre se muestra parca. Es una mujer de 63 años que recibe a amigos y desconocidos en el patio de su casa. Hoy, en un terreno cercano se intentará desenterrar algo de los huesos de su mamá, su papá, una cuñada y sus hermanos.

En el patio se han colocado unas sillas plásticas azules y se forma un círculo con amigos, familiares y vecinos. Otros tres hermanos de Juana también están aquí. Y antes de empezar cualquier diligencia judicial, a las 10 de la mañana, adultos y niños se toman de las manos y rezan juntos.

Este 29 de octubre inicia la primera exhumación solicitada por la Fiscalía General de la República para investigar la masacre de El Calabozo. En este hecho se cree que fueron asesinadas al menos 200 personas, incluyendo niños. Para sobrevivir, Juana se escondió durante varios días en el monte. Escondida, alcanzó a escuchar la balacera.

Desde entonces, su voz se quiebra cuando habla del último momento en que vio a sus papás. El dolor de Juana no se ha quedado con ella. Una nieta joven toma la palabra en la rueda que se ha formado y se echa a llorar: “Las historias van de generación en generación. No los conocí, pero siento que es algo que ellos no merecían. Me gustaría que se hiciera justicia algún día. Es lo único que pido para que ellos descansen en paz”.

A las 10:30 de la mañana, personal de la Fiscalía General de la República, policías, una antropóloga forense, un juez, empleados del Instituto de Medicina Legal y el abogado particular del caso se presentan en este patio. Llegan para explicar cómo se procederá a la extracción de los huesos. Hace 36 años un hermano de Juana enterró lo que quedó de su familia en secreto. Hoy, esos restos serán descubiertos.

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“A FRACASAR FUERON”

Juana vive en el cantón San Jerónimo de Santa Clara. El cantón es frontera con Amatitán Abajo, lugar donde se denuncia que ocurrieron la mayoría de asesinatos en la masacre. Cerca de su hogar pasa el caudal del río Amatitán. Su casa está en la zona rural y la mayor diversión de la zona es una cancha que durante las fiestas patronales se convierte en campo de ruedas.

Tras la explicación, un grupo de 40 personas –personal de instituciones estatales, defensores de derechos humanos y familiares– empieza una caminata de 15 minutos. Avanzan entre veredas que se ensanchan y reducen según la pendiente del terreno.

Juana no acompaña al grupo. Tiene un problema que le impide caminar del todo bien. Después de pasar tres cercos que dividen los terrenos, se llega a una tumba que tiene tres cruces pintadas de verde y adornada con flores plásticas rojas. Está rodeada por una milpa. Al lado pasa el agua de una quebrada. Este es el último paisaje que los padres de Juana vieron.

En comunidad. Antes de iniciar la exhumación, la familia Realegeño y algunos vecinos y amigos se reúnen para hacer una oración.

Ella tenía 27 años cuando la guerra civil la tocó directamente. “Yo pensé que la guerra iba a durar unas dos semanas”, admite ahora. Para 1982 ya tenía dos hijos: uno de siete meses y otro de cuatro años. Nunca fue a la escuela y en la casa de sus padres se ocupaba del oficio: hacer la comida para la familia y servirla. En agosto de ese año la vida paró.

“Uno tenía desconfianza de estar en la casa porque si lo hallaban, ahí lo mataban. Por eso fue que nosotros huimos”. Su familia se unió a los cientos de personas que intentaron escapar de los militares durante la noche del 21 de agosto del 82. Pero mientras ella avanzaba junto con el resto de gente, sintió una presión en el estómago. Dice que lo interpretó como una señal de alguna fuerza superior que le decía “ni un paso para delante, ni uno para atrás. Aquí quedate”. Así que se mantuvo quieta y llamó a sus papás. Ella calcula que eran las 11 de la noche.

—Papá, ¿y mi mamá?
—Ahí viene adelantito de vos. ¿Qué querés? ¿Hablar con ella?
—Sí, y también con usted, papi.

Juana empieza a revivir esa plática y entrelaza la mano izquierda con la derecha. Las coloca sobre su regazo, como quien no deja escapar algo delicado. Mientras huía, ella chineaba a su hijo de siete meses y su mamá llevaba al niño de cuatro años. Esa noche le pidió a su madre que le diera al niño mayor.

—Quiero merecer un favor. No sé qué me va a pasar. Pero siento en mi cuerpo algo. No sé qué me conviene. Por si acaso yo muero, quiero estar con mis hijos. Uno a cada lado.
—No te lo voy a conceder, hija. Te vas a llevar al chiquito porque le das pecho, pero a este no te lo llevas –cuenta Juana que le respondió su madre.
—Vaya, pues. Espero que se cuiden y cuídeme al niño también.

Esa fue la última plática que recuerda con ella: “A fracasar fueron. Más adelante estaba la emboscada de la Fuerza Armada”.

Según los testimonios, durante la madrugada del 22 de agosto llovió, y el río Amatitán creció. La corriente era fuerte y los campesinos estaban cansados. Cruzarlo no era la mejor decisión. En la mañana, cuando cientos de campesinos recuperaban fuerzas para seguir caminando, fuerzas militares los alcanzaron y les dispararon.

Intergeneracional. A pesar de que la masacre de El Calabozo no fue reconocida oficialmente cuando sucedió, los testimonios se han ido compartiendo entre hijos y nietos de los supervivientes.

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LA EXHUMACIÓN
La familia de Juana fue asesinada en este terreno cerca del río, de acuerdo con el testimonio. “Todos estaban así, como formando una corona”, explica la mujer. Esta es la segunda visita que se hace a este lugar en relación con el expediente judicial. Aunque la masacre fue denunciada en 1992, no fue indagada. En 2016, la Sala de lo Constitucional ordenó que se investigara. Así, en enero de 2018 se hizo la identificación oficial de los lugares en los que los supervivientes aseguran que ocurrió la masacre. Fue entonces que se identificó esta tumba.

Al llegar, el juez del caso, Joaquín Bonilla, juramenta a la forense encargada de la exhumación:

—¿Acepta este cargo? –pregunta el juez.
—Acepto –responde la antropóloga Silvana Turner.
—¿Promete ejercer este cargo fiel y legalmente?
—Lo prometo.
—En este momento, queda nombrada como perito –finaliza Bonilla.

Silvana Turner es parte del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), una organización fundada en los ochenta que ha trabajado para identificar a las víctimas de diversos crímenes alrededor del mundo. El EAAF no solo se dedica a sacar huesos. Los integrantes del equipo entrevistan a supervivientes o familiares, realizan la exhumación, analizan el material genético y, además, entregan los restos recuperados a sus familias. Su experiencia es amplia: durante más de 30 años, el EAAF ha trabajado en la identificación de víctimas de la dictadura argentina, en la identificación de los restos de Ernesto “Che” Guevara, en Kosovo, Sudáfrica, en Guatemala y también en El Mozote, Morazán. La presencia de Silvana Turner le da solidez a la investigación.

Tras la juramentación de Turner, se procede a trabajar. Algunos lugareños ayudan a quitar la maleza con sus corvos y a limpiar el área de trabajo. A las 12:01 de la tarde, se empieza a martillar la plancha. Poco a poco, el cemento va cediendo y se van retirando los pedazos de ladrillo y concreto.

“Las historias van de generación en generación. No los conocí, pero siento que es algo que ellos no merecían. Me gustaría que se hiciera justicia algún día. Es lo único que pido para que ellos descansen en paz”.

Mientras, Turner saca dos sillas plegables de su mochila y camina unos 5 metros hacia arriba de la tumba. Ahí, comienza a entrevistar a los hermanos de Juana. En la entrevista intenta conseguir información sobre señas específicas de las víctimas que permitan identificarlas. Luego, les pincha un dedo y se los aprieta de manera que la sangre sirva para manchar unos papeles que guarda y se utilizarán para comparar ADN.

La segunda persona a quien Turner entrevista es Fernando, hermano de Juana de Jesús. Es un hombre serio, con mirada desconfiada. “¿A su papá le faltaba algún diente? ¿No había ningún rasgo que recuerde? ¿Alguna característica?”, le pregunta la argentina a Fernando. El campesino lucha con su memoria y no recuerda algún detalle así de tajante. Lo mismo se le pregunta sobre su madre y sus hermanas. Luego, con serenidad, la antropóloga le pregunta por la ropa que sus familiares usaban antes de ser asesinados. Tampoco tiene mucha suerte.

“Yo hice la excavación pacha porque no andaba con qué hacerlo”, empieza a contar Fernando. Él volvió a unos días de la matanza y encontró a sus familiares en aquella forma de corona que Juana recuerda. Dice que también le dio sepultura a unos huesitos pequeños. Además, enterró el pantalón con las piernas de su papá y unas “cabecitas, pero no sabría decir de quién son porque estaban ya peladas”.

Tumba. La familia Realegeño construyó una tumba sobre el lugar en que quedaron los restos físicos de sus familiares. Cuando la tumba se destruyó, se conservaron las cruces.

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EN UN PARPADEO
Juana pasó tres noches escondida. Hasta que, según sus cálculos, al cuarto día, decidió volver a su casa. “Ya no aguantaba andar sin comer, sin tomar agua”, explica. Ya no podía darle pecho a su hijo de siete meses porque ya no tenía leche. “Si yo no me alimentaba, ¿qué iba a comer el niño?”, pregunta.

“La casa la encontré cerrada, como mi mamá la dejó”, dice. Ella sostiene que la Fuerza Armada no había salido de la zona. Por eso decidió comer en su casa, pero durante las noches, volvía a dormir con su hijo entre la vegetación.

Desde que supo que su familia había muerto, su mente empezó a engañarla. Por momentos, deseaba no parpadear. “Recién muertos, yo volteaba a ver para allá y bien miraba a mi papá con mi hermanito, mi niño, mis hermanas, mi mamá. Y cuando parpadeaba, se me perdían. Eso me pasaba en el día. El problema era que yo parpadeara. Los miraba y se me perdían”, cuenta.

En esos momentos, el dolor no amainaba para Juana, y pensó en el suicidio. “Me iba a matar porque me sentía sola. Mi papi había dejado unas pastillas para echarle al maíz, una de esas me iba a echar. Yo quería que terminara el dolor”, narra.

Los hermanos que han podido darle su declaración a Silvana Turner se salvaron porque no estaban en el cantón cuando ocurrió la masacre. Así lo comenta Juana. Gracias a su hermano Fernando y a un cuñado, ella es una de las pocas supervivientes que aseguran saber dónde están los restos de sus familiares:

“Vinieron a vigiar, a buscarlos. Los encontraron. Hicieron lo posible de quererlos enterrar, pero como les echaron ácido, cuando le agarraron el brazo a mi mami y a mi papi, ya las carnitas toditas se caían. Con el ácido, todos los cuerpos se ablandan. Así pasó con ellos, por eso es que no (soportaban) el mal olor. Me dijeron que iban a dejar que los huesitos se secaran porque no se soportaba el zumo de todos ellos. Cuando vinieron a querer enterrarlos, ya estaban solo los huesitos”.

Solo dos años después de esta masacre, en septiembre de 1984, el embajador de Estados Unidos en El Salvador confirmó al periódico The New York Times que el ejército salvadoreño poseía armas incendiarias de napalm. Esa sustancia fue desarrollada durante la Segunda Guerra Mundial por científicos de Harvard que trabajaban con el ejército estadounidense. En esos años, The New York Times también publicó que “el comandante de la fuerza aérea de El Salvador dijo que las armas incendiarias de napalm se habían usado contra las fuerzas guerrilleras”.

Tras la masacre, Juana se fue a vivir al refugio Fe y Esperanza, en San Salvador. “Allá me sentí un poco más ventaneada, más ocupada, porque allá había trabajo de hacer limpieza y hacíamos comida para todos, pero cuando iba a almorzar, ahí lloraba”. Antes, cuando Juana cocinaba, los primeros platos que servía eran el de su papá y el de su mamá.

Ella guarda entre sus pertenencias una foto amarillenta. Está con el pelo corto y entre sus brazos chinea a un niño que mira serio a la cámara. Ella hace una mueca similar a una sonrisa. La foto fue tomada en el refugio donde vivió por años hasta que pudo volver a las riberas del río y poner unas flores a su mamá, papá, sus dos hermanas, su cuñada y su hermano de 10 años.

Primeras pruebas. En la tumba se encontraron algunos huesos. El análisis genético determinará, probablemente, la identidad de las víctimas. Foto de Engracia Chavarría

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APARECEN ALGUNAS PRUEBAS
A la 1:38 de la tarde de este lunes de octubre, empieza a descubrirse un pedazo de tela en el terreno. Los forenses de Medicina Legal van sacando la tierra del área por capas ayudados de brochas y cubetas.

Dos minutos más tarde, un forense encuentra un hueso pequeño y se lo muestra a Turner. La antropóloga le explica que cuando encuentra algo en la tierra no lo tiene que levantar, tiene que exponerlo, es decir, apartar con la brocha lo que lo rodea para no modificar la posición de la pieza.

La tierra que se saca de esta área no se tira. Se mete en una cubeta y luego se zarandea. Pronto, Turner les hace una observación a los profesionales salvadoreños: “Están apareciendo huesos en la zarandeada. Esto significa que ustedes se los están pasando”.

“La posibilidad de recuperar ADN de los restos existe; no obstante, debido al mal estado de preservación, se definirá más claramente al momento del análisis de laboratorio”, comenta Silvana Turner.

Turner mete los pequeños huesos dentro de una bolsa de papel. A este punto, las personas de la comunidad ya se han ido por su propia voluntad. Ninguna mujer de la familia se queda para ver si descubren o no los huesos de sus padres y hermanos. Pero una cosa es segura: el hijo de Juana –quien tenía cuatro años cuando la masacre ocurrió– no está aquí.

“Había gente bastante quemada. La mataron y le pusieron fuego. Había bastantes chupones de ceniza, y yo decía que a saber cuál de esos sería mi niño”, explica. Ella vivió en duelo por su hijo durante años, hasta que nueve años después, se reencontró con él. Juana no se explica por qué, pero los victimarios de sus padres no mataron a su hijo. Él creció en San Salvador.

Antes del atardecer, el trabajo del día se termina. Unos médicos forenses sostienen que se puede observar la parte de un cráneo. La indicación de Turner es que no se levante, pues falta apartar más tierra para analizar mejor del hueso. Los médicos forenses del IML comienzan a hacer una zanja porque es posible que llueva durante la noche y necesitan crear un camino para desviar el agua lluvia. Se coloca un plástico blanco sobre el área excavada. Antes de que el sol caiga, la gente empieza su camino de vuelta. Dos policías cuidan la tumba toda la noche.

Recuerdo. A la izquierda, Juana de Jesús sostiene a su hijo en el refugio donde vivió tras la masacre. A la derecha, su hermana Alicia. Ella murió a los 17 años, en la masacre.

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SOLO EL INICIO
Al principio se planteó que la exhumación duraría tres días, pero duró cuatro. El 1.º de noviembre se terminaron de sacar los últimos restos. Algunos testigos de la exhumación cuentan que, junto a los huesos, se encontró una cartera pequeña de mujer, un trapo que parece un pañuelo y una pequeña navaja similar a las que se usan para pelar naranjas. Entre los huesos no hay armas, pistolas o algo que denote que las personas estaban armadas.

Esta exhumación es parte de las primeras investigaciones relacionadas al caso que se sigue en el Juzgado de Primera Instancia de San Sebastián. El caso aún tiene más retos, como individualizar la acusación. Hasta ahora, explica el acusador particular del caso, David Morales, ha sido difícil tener acceso a documentos militares de la época para poder empezar a señalar responsabilidades específicas.

Además, “Silvana Turner no se pudo llevar los restos ni el ADN”, indica Irene Gómez, trabajadora de Cristosal, una organización que labora directamente con los supervivientes de la masacre y brinda apoyo jurídico. Ella sostiene que debido a que la exhumación se extendió un día más, hubo un atraso en el permiso final para sacar las muestras.

Los huesos ahora están siendo resguardados por Medicina Legal. El 6 de noviembre, el juez de Primera Instancia de San Sebastián giró un oficio en el que autorizó la salida de la muestra del país. Pero una gestión con la embajada argentina demoró. “Ahorita lo que ha quedado es que le manden (a Turner), a través de la valija diplomática, las muestras para hacer la respectiva evaluación”, argumenta Gómez.

“La posibilidad de recuperar ADN de los restos existe; no obstante, debido al mal estado de preservación, se definirá más claramente al momento del análisis de laboratorio”, comenta Silvana Turner a través de un correo electrónico. A ella se le pregunta cuánto tiempo demora, usualmente, el análisis de las muestras. “No puedo dar mucha precisión, pero normalmente calculamos alrededor de dos meses mínimo desde el momento en que las muestras llegan a Argentina”, responde.

Mientras tanto, Juana sigue esperando que le devuelvan los restos. Ella planea hacer, por fin, una vigilia, un rezo y un entierro digno. No los va a enterrar en un cementerio, volverán al lugar en el que han permanecido por 36 años, cerca del río Amatitán. Mientras habla de esto, dos de sus nietas pequeñas juegan en el patio. Sonríen, tienen el pelo liso y castaño. Les encanta jugar en la tierra.

Técnica especializada. El personal del Instituto de Medicina Legal apartó con brochas y palas la tierra para descubrir los restos y no dañarlos.
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